Joaquín Bestard Vázquez

El cambio constante de residencia lo lleva desde los cinco años de edad a ciudades del interior del Estado de Yucatán, Norte de México y frontera con Estados Unidos, México D. F. (Donde radica 27 años) y de regreso a Mérida en 1980, viaja por la península yucateca durante 10 años.

Es invitado por varias universidades norteamericanas para impartir conferencias en Alabama, Nuevo México, Kentucky, Texas, etc. La alternancia con tan distintos medios sociales y culturales constituyó el núcleo de sus novelas, cuentos y relatos.

Desde 1960 escribe cuentos para revistas culturales y en 1966, aparece su primera novela Un tigre con ojos de jade” en la ciudad de México, ha publicado 35 novelas y más de 100 cuentos en 19 libros, revistas y suplementos culturales, de temática tan diferente como la urbana, la rural, la regional, la maya, la histórica y la actual.

Ha obtenido dos premios nacionales de novela (1980 y 1989), regional de libro de cuentos (1985), estatal de novela “Justo Sierra O’Reilly” (1944), Medalla Yucatán, “Antonio Medíz Bolio”, Llaves de la ciudad de Forth Worth, Medalla “Eligio Ancona”, entre otros muchos reconocimientos[1].

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Una niña[2]

Una niña mirando. Una niña observando con sus enormes ojos. Sus ojos que digo cafés. También un poco bizcos. Una niña parada a un lado del camino. Contemplando y parada encima de la laja. La piedra dura, agrietada y porosa, pero siempre áspera. Una niñita descalza y un hipil por único atavío. El hipil opaco y limpio. Corto, le dejaba al aire las rodillas. Las rodillas oscuras y filosas, dos dedos abajo del dobladillo. El hipil viejo, sin llegar a raído. Olorosa a hierbabuena y guayaba. Humo y olvido.

Una niña que llevaba en las manos un ramo. Un ramo de campanillas azules. Flores llamadas x-jail. Sin sonreír siquiera una vez. Demasiado frugal de aspecto. Una niña solitaria y huraña. De piel morena. No colorada, como las mujeres nacidas aquí.

Mujeres-tierra. Mujeres-barro. Mujeres-cántaro. Mujeres que, a la distancia, cuchichean entre sí. Se dicen cosas en su idioma. Mientras entierran en el lodo la punta de los pies. Desaparecen las uñas de los dedos y desvían la mirada. Un bajar los ojos que aumenta la respiración y el subibaja de los pechos.

Los rayos solares atraviesan de arriba hacia abajo las enramadas. Pero a veces, viajan en sentido contrario. Se reflejan en la laja lisa o en la resina de los troncos y devuelven parte de esa luz, hacia el cielo. Entonces llenan de chisporroteos el espacio o el follaje. Encarrujan las hojas, luego de secarlas aprisa. Prenden fuego a sus bordes, si antes el viento no las arranca de los tallos. El viento muerde, aúlla, lame, susurra y deshoja.

El viento desnuda una Ceiba, a más no poder. Vieja, a más no fijarse. Le quita en forma de copos el algodón de sus ramas. Copos que parecen flotar ante los ojos. Se arremolinan delante de la pupila, van en una dirección, como huyendo. Después, vienen de ahí mismo. Giran son tocarse o se muestran a la deriva. Tienen un núcleo gris azuloso. De donde salen no sé cuántas como patitas, imposibles de contar. Agujas finísimas que el aire ondula. ¿Pelusa? Algo así. Brillan a la luz. Son iguales a chispazos. El ambiente se congestiona de esas como arañas blancuzcas que oscilan, sin caer nunca al suelo.

La primera vez que las descubrí no les dí importancia. Íbamos en calesín. Trac trac trac. El caballo movía las crines, al ritmo que el cochero imprimía al aire con sus chicotazos. Chas chas chas. Las cosas esas esponjosas navegaban en la atmósfera caliente, buscando el contacto de las ramas de otros árboles donde pegarse y anclar. Al palo o tronco desnudo. Se adherían a la corteza y seguían el torrente interior de savia, con solo deslizarse por la piel de la planta.

Yo ví temblar de emoción, desde el waaxim hasta el kóopo. Igual que decir desde el arbusto hasta el álamo o el cedro. Yo le quise preguntar a la persona mayor que iba junto a mí. Pero preferí morderme la lengua. Ahogarme en la sal de mi sangre. Perder mi fuerza en los ojos, de tanto mirar. Pero sabía que ella le encontraría una mejor y más rápida explicación: son semillas de la ceiba. Aéreas y su viaje va más allá de donde supones. Se pegan a cualquier superficie que encuentra a su paso y son una calamidad.

Mientras, los árboles estremecían sus copas para liberarse de las hojas. Quizás de aquellas que están siempre de más. Al mismo tiempo me preguntaba si los cedros y los álamos no se mordían las hojas como yo la lengua. Con tal de evitar las rabietas o llamas así la atención.

Un pájaro pregunta algo a lo lejos. Lupita me observa con sus enormes ojos. Sus ojos también lindos y cafés. Lupita parada en la laja, frente a mí, Descalza y vestida con un hipil opaco y limpio. Lupita y su ramo de flores amarillas xk’aan looles. Lupita y el ramo marchito. Igual que sus manos y su rostro. Lupita viendo correr el tiempo en las falanges del aire, sin dejar de aspirar el perfume. Sin levantar el ramo, más arriba de su regazo.

La niña y Lupita, de ramos de flores parecidas y ellas tan distintas en su apariencia física. Aunque visten idéntico hipil.

Yo te conjuro en nombre del cielo me digas los cuatrocientos nombres del rayo, cenzontle.

Lupita me enseña los dientes.

Una vieja se rasca la cabeza y trata de sonreírle a Lupita. La vieja lleva puesto un hipil, hasta debajo de las rodillas. Tiene las canillas flacas. Debajo de hipil, lleva justán asoma su orilla más gastada. El hipil es blanco. Rosas blancas. Hojas blancas. Tallos blancos. Espinos blancos. Su bordado, marchito. Como el ramo de Lupita. La vieja deja de rascarse la cabeza y se va. Simplemente desaparece.

Caminamos. Lupita me jala de una mano. Se aprieta con la otra el hipil, dos dedos abajo del corazón. La escucho acezar despacio. Llora en silencio. Mis pies tropiezan. Mis piernas están rígidas. Pesan demasiado para cargar mi mundo. Se enredan entre las ramazones del aire. Mi cuerpo arde. Se multiplican los espinos. Sólo hay espinos en el camino y una voluntad maligna. Se clavan en mi hipil, sin respetar mi carne. Rasguñan mi piel. Rasgan mis poros en busca de los jugos. Mis pellejos derraman gotitas rosas. Los espinos desgarran y mi epidermis gotea miel. Son hilos de sangre y miel. Huyen de mis pellejos. Se encuentran. Forman chorritos y se precipitan hacia abajo, en busca de mis calcañales.

Nanachichí trata de sacarme los espinos y ordena que me deje. No se mueva tanto. Son sakpaychés. Dan mucha comezón sus heridas. Sudo bastante. Ahora transpiro para hacer más espesa mi sangre. La que se queda dentro de mí y no aquella aguada que pierdo, mezclada con sudor. Tal vez así deje de sangrar y me pueda mover mejor.

Otra vieja desconocida se arrima y escupe sobre mis heridas. Son sakpaychés, digo asustada. No, solo son espinos comunes y corrientes. Como todo lo de aquí. Nanachichí me agarra muy fuerte de los hombros. Me empuja hacia abajo, casi quiere enterrarme. Así como un barco que naufraga, clavarme ahí o hundirme en el pedazo de tierra pegajosa que piso y me asquea.

Lupita me mira y grito. Mis hijas. Recuerdo una cara. Dos caritas. Recuerdo dos caritas de niñas. Muy distinta a la que me mira, con su ramo de x-jailes azules en las manos. Recuerdo y… son espinos de puts mucuy, dice la vieja. Nanachichí la espanta de un ademán, seguido de una palmada. Son sakpaychés, dice Nanachichí a la vieja. Ambas se miden las fuerzas con la mirada. Vieja a vieja se retan a alientos. Vieja a vieja se odian en silencio y reclaman su vitalidad para desgastarse.

Los dedos de Nanachichí son torpes, la saliva de la vieja extraña es venenosa. Sólo la víbora x-xhail puede tener una ponzoña así de siglos. No, niña, interviene Nanachichí, las flores nunca hacen mal a nadie. La vieja es de carne y hueso. Las dos viejas son pellejos y huesos. Las viejas de aquí son de aire y cal. Son niebla y esperanza. Aroma y esperma. Lupita rejuvenece entre las viejas y viene recto a mi lado. Tiró su ramo de xk’aan looles y me sostiene la cabeza. Me acaricia el pelo, sin ganas. Me echa encima puños de ceniza. El aliento a cueva.

Nanachichí y la otra vieja hablan, gesticulan, sisean, canturrean bajito y no dejan de sacudirse los hipiles. Son nervios de viejas desesperadas por deshacerse del polvo, dice Lupita. Polvo que se les acumula en las articulaciones y las vuelve más lentas. Les arranca tronidos a cada movimiento y palabras de histeria a cada suspiro.

Las viejas tenemos la ceniza más que cualquier otra mujer, dice la vieja. Ceniza de abajo el comal con que ellas se pintan la cara, ceniza de entre las piedras del sancocho, con las que ellas se tiñen los pezones y ceniza en que los maqueches convierten a los árboles más duros gracias a su andar inofensivo y con la que ellas se frotan las piernas. Cenizas donde se cuece el pib y que ellas usan para untarse en las axilas y el sexo.

Los espinos se clavan en mis pantorrillas y se convierten en nueva pelambre. Señora… Nanachichí está sola y mira el camino. Aquí no, más allá. Más allá y aquí no, señora Lupita. Son voces. Una más distante que la otra. Tal vez más clara o directa. Sin titubeos. Como suenan las voces a la intemperie. Las arrástrale viento de golpe. Las arranca de los labios de golpe. Somos dos hermanas. Lo que le falta a una lo trae la otra. Lo que no sabe una lo conoce la otra. Lo que ambiciona una lo tiene la otra.

El sol agujera las hojas. Clava sus sientes. Perfora el aire. Enroncha la piel. El sol.

Ellos están ahí. Grito. Gritas. Gritamos las dos. Yo grito para mis adentros. Abro mucho los ojos cuando lo hago. Lupita los abre otro tanto o más, también. Pero ella grita hacia fuera. Abrimos los ojos para no extraviarnos. Para sentirnos con el grito cerca una de la otra. Sol de quemas. Sol canicular. Puro sol. Candela. Ellos están ahí con sus machetes y no me deben escuchar gritar. El sol llena de destellos la habitación. Juega a iluminar el suelo. Vuelve su luz líquida. Redondeles. Rectángulos. Paralelas. Gotas. El sol gotea ácido. El filo de los machetes se ilumina. Ellos meten sus machetes en la lava del sol y les sacan filo. El sol jamás se pone. Sólo se deja de ver. Sol nocturno. Sol de todas maneras. Nos achicharra por dentro. Como a hojarasca. Sin remedio.

Te llamas sol.

Sol de soles. UNICO.

Camina.

En pos de Lupita. En pos de la hilera. Fila de hombres y mujeres. Quejidos y ayes. Siluetas y rumor. Charcos de sangre. Sólo eso chorrea. Como en mis pesadillas. Sobre la laja. Sobre el sahcab. Sobre el zacate muul. Sobre sus pasos. Sobre el cancab más rojo que la disimula. Sobre el mundo. Nunca tuvimos tanto miedo. Un hombre maya la observa. Tiene los ojos hundidos en redondeles negros. Antifaz de piedra. Lleva el sombrero metido hasta las orejas. De poco le sirve esconder sus rasgos. Si para ella le son tan comunes como los demás. Me mira moverme con dificultad. Aprieta los labios amoratados. Rechinan los dientes de obsidiana. Tiene un collar de jade. Trece rectángulos verdes con distintas figuras humanas. El pecho descubierto. Negro de tanto sol.

Nanachichí levanta un chilib del suelo. Es un tallo flexible y lo agita. Espanta al kisín, aléjate de mi señora, diablo. Nanachichí azota los matorrales. Chac chac chac. Hace masilla de hojas. Chan chan chan. Despedaza los brotes y los botones. Chap chap chap. Desgaja la vegetación. Levanta un aroma dulzón. Un clamor junto a los fuertes olores. Mete los dedos entre las hojas. Las muele con las yemas. Me las da para oler. Me molesta, porque me hace lagrimar Cierra mi garganta. Lamo la papilla de hojas. Chupo los dedos de Nanachichí. Levanto los ojos al cielo jaspeado. Trató de orientarme por medio de la voz.

No se desmaye otra vez, dice.

Un zopilote. Dos. Son tres. Cuatro zopilotes. ¿Cinco? Es un zopilote que a cada sacudida de sus alas se divide en dos. Zopilote que así va echando otros zopilotes al mundo. Zopilote que agita su silueta como si fueran seis en el torrente de claridad. Son ocho zopilotes que se mueven en el aire como si fueran diez. Son doce zopilotes que giran como si resultaran catorce. Es un zopilote. Grande. Feo. Ladino. Fuerte. Malo. Me mira. Observa. Estudia mi decaimiento. El filo de mis gritos. La fuerza de mi sangre. La dureza de mi piel. El sabor de mi carne. Busca mi mejor ángulo y se entretiene con mi debilidad. Tiene el pico entreabierto como si le costara trabajo respirar. Sus ojos opacos y limpios. Mantienen un redondel de fuego. Su cuello largo y cundido de verrugas como ampollas metálicas. Su cabeza calva y repugnante. Sus plumas cortantes. Su pico/ es un pico puntiagudo y curvo en la punta. Sus alas enormes. Como para cubrir la noche. La mitad de sus pecados. Suenan al batir el aire. Lash lash lash. Hace como ropa almidonada. Sábanas y faldas. Es un zopilote reacio a bajar para posarse en las ramas pelonas de la ceiba. La ceiba retuerce sus brazos carnosos. Tienta el ojo del aire.

Nanachichí me jala de la mano. Mis hijas. Mis hijas, repito por decir. Nanachichí me acerca una jícara a mis labios agrietados. Bebe, niña, jan bebe ya. Sorbitos. Amargos. Gesticulo. Me obliga. Sabe mal. A wiix/ De veras. La orina de quién me estás dando, vieja. Infusión. Hojas y flores. De chacmo’ol. Te refrescará, linda. Nanachichí no dejes solas a mis hijas. Tráeme el camisón de dormir. El de seda. ¿Tendiste la cama? No quiero la hamaca porque siento frío. La humedad es igual que una culebra enroscada poco a poco en mis piernas. Me siembra su ponzoña. Su heladés y pesadillas. Somos el único matrimonio en el pueblo con una cama de latón. La compramos en Mérida. La trajeron de La Habana. Llegó después de una odisea. Liborio cae con ella como piedra.

Liborio saborea sus sueños sobre mi seno. Su cabeza de cabellos lacios y aún negros. No. Es un tam tam lo que se oye, digo a Lupita, y ella frunce el entrecejo para seguir negando. ¿Tambor? ¿Tunkul? Zacatán. Nadie tiene esos dedos alados. Es el toque mágico de la concha en manos del maya, sobre la corteza del elemuy box. Lupita se queda seria y cada vez más confundida. Nanachichí interrumpe el cruzarse en medio de las dos.

Noto la inquietud de Nanachichí, a pesar de sus esfuerzos por aparentar otra cosa.

El camino. El camin. El cami. El cam. El ca. El.

Igual a un juego donde las letras pierden significado y desaparecen una por una. Al final, queda el eco, pero/ aunque las juntemos de vuelta no dirían nada y además se nos perderían de cualquier manera. Como infinidad de cosas que hoy, se nos han extraviado. Según dicen.

Camino a la sombra de los altos ch’obenchés. Un túnel de hojas. Lisas, recortadas, redondas, acorazonadas y granulosas. Medicinales algunas y otras de verdad peligrosas, sin que hasta ahora tampoco, Lupita o yo podamos distinguirlas. Espesa vegetación o desbarajuste de follaje. Donde ni siquiera una flechita de sol se atreve a pasar. Los soplidos del viento estrujan las hojas de arriba. Caen como gotas. Junto con las gotas de luz.

El jugo de las hojas de los ch’obenchés es untado en mis piernas. Es bueno para evitar convulsiones y calambres, advierte Nanachichí.

Dios, ¿Quién nos puso estos horribles hipiles?

Tus pies arden. Tus pies hinchados. Mis pies sangran. Dejan huellas tras de mis pasos. Quedarán impresas para siempre en la laja. No las borrará ni la lluvia. Ni el lamido del viento. La furia del huracán. O el aliento solar. Sólo así reemprenderemos el camino de vuelta a nuestros hogares. Por más giros que nos den, lo hallaremos. Por la sangre que dejan nuestros pies. Sus pies, tus pies y mis pies. La laja corta. En silencio se raja. Las piedritas se incrustan en las plantas de los pies. El sahcab quema el pellejo. También pone su marca de arena y cal. El muul tiene espinos. ¿Lo sabía? Se meten en los pellejos de los tobillos. Tus tobillos.

El indio entró al cuarto de las niñas. Nanachichí, ¿están bien las chiquitas? Su padre. Me reclamará. Se hinchará de furor. Trabarse las quijadas es poco. Le llamo bufar de rabia. ¿Cómo saber que ese indio estaba dentro de la casa? ¿Cómo reunirlos a todos, sirvientes y conocidos para decirles en su cara y apuntarles el dedo a los ojos: sé que uno de ustedes traicionará el techo que lo cobija y morderá la mano que le da de comer? Adivinarlo por sus ademanes, su rencor bajo la piel y su nerviosismo, quizás olerlo en el sudor, hubiera sido imposible.

Señor señálame a tus enemigos.

Lupita me mira. Dice a veces desconocerme. No desea saber más. Quiere regresar a España, pero ¿cuándo? Tenía proyectada para fin de año la salida a La Habana y quizás hasta ese paseo de Cataluña, donde dejó amigos. Ahora tenemos que pensar más en lo que está sucediendo aquí, y da tanta tristeza ver a Lupita, oír sus planes de viajar a Europa…

Tengo frío. El sol me hace sudar. El sudor es helado. Me cubre de pies a cabeza. Tiemblo y me castañean los dientes.

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Una mestiza[3]

De lejos asemeja un bulto blanco. Silueta rígida y algo desgarbada. Aunque le agite el viento el hipil. Es una mestiza común. Todas las mestizas son parecidas. Luego adquiere más desenvoltura. Al sol es una llamita. Resplandor en medio de la calamidad del campo. Vuelta una flama cimbra las lajas sobre las que se desliza. Cada vez más cerca adquiere rasgos humanos. Presencia maya. Nos miramos, la observamos. ¡Señor, tanto olvidamos lo que fuimos!

Mestizas somos todas por usar hipil. El hipil nunca nos distingue a unas de las otras. La mestiza sonríe, ¿es posible? Es difícil borrar nuestras muecas de los labios carnosos. De sonreír nosotras sangraríamos de nuevo. Serias, recibimos a la mestiza sonriente. Sobrias tratamos de oír en el aire algo más que el silencio.

Nanachichí se para firme a mi espalda. Yo sé donde está. Evito voltear a mirarla porque me humillaría. Jamás ante ella, porque así vistamos igual reconoce las diferencias, por mínimas que sean ahora. La mestiza abre los brazos y bosteza. La mestiza titubea en unirse a nosotras. Sería otra mestiza más entre el grupo de mestizas. Mestizas y más mestizas. Porque oscurecimos de piel. Recogimos el pelo en el t’uuch o zorongo acostumbrado. Somos como ellas, porque ni ellas ni nosotras mezclamos la sangre. Dos razas imposibles de combinarse en ningún porcentaje. Dos razas cuyo rechazo es definitivo y completo. Hoy y mañana, siempre. Así vengan otros siglos. Así lleguen a encimarse en nuestros hombros y en los de ellas. Seremos ellas y nosotras.

¿Por qué llamarlas mestizas y no indias?, apura Mimí.

Hoy se me antoja hacerlo así, digo. Nanachichí me talla la espalda. Me rasca sobre el hipil el salpullido. El pedazo de piel al descubierto debe estar tostado. Hubo un tiempo que me lo tapé con el cabello. El cabello lo tenía suelto y al escapar de un pueblo a otro, se me atoraba en las ramas y los espinos. Me rasguñaba toda. Peligraba y a nadie le convenía poner en riesgo mi rescate. Mi supuesto rescate.

Mentira, interrumpe Lupita. Se lo tapaba porque ahí le salían granos y espinillas.

Torpe mi hermana, como si en este cautiverio tuviéramos un momento para pensar en la belleza. En lo hermosas que pudimos haber sido.

Mentira, Carmelita, los granos y costras pueden sembrar el temor en las viejas de creerte enferma de un mal contagioso. Repuso de inmediato Lupita.

Estoy tan descalza como las demás. Si las mestizas mayas caminan así, nosotros tampoco nos quedamos atrás. Sabemos de sobra lo que significa. La pérdida de la vida. Por fortuna abrigamos aún el deseo de vivir. A pesar que algunas en su desesperación quisieron alcanzar al precio que fuera, canonjías. Son mestizas más mestizas que nosotras. Más mestizas que las mismas mestizas indias. Porque nadie las quiere. Tanto nosotras como las viejas abominamos de ellas. Pero qué se le va a hacer, así es el espíritu humano. Una flama capaz de apagarse al menor soplo.

Nosotros inventamos a las mestizas mayas, me dice Mimí. Les pusimos un traje ideado por las señoras y los frailes, las mestizas en esos costales bordados con flores, ¿rosas de castilla?, y les tapamos sus vergüenzas, no de sus hombres acostumbrados a respetarlas, sino de la soldadesca, nuestros bizarros soldados preparados para violarlas como premio a su condición machista, bravura y victorias. Exigimos triunfos a cambio de hacernos de la vista gorda.

A esas mujeres mayas les llamamos mestizas, observó María Luisa, y a sus hombres mayas igual, máxime si hablaban nuestra lengua. Les obligamos a llevar nuestras costumbres y religión. Constituidas estas señoras blancas en salvadoras de almas. Los sacamos de su mundo para depositarlos en el nuestro, convertidos en ¿qué?

Nanachichí, pienso en ella y te pregunto, ¿en qué categoría dejas a tu servidora? María Luisa estuvo pendiente de la respuesta.

A Nanachichí ni la vemos como mestiza y menos una india. Nanachichí es alguien a quien nos acostumbramos y ya forma parte en cierto grado de la familia.

Sí, pero ninguna de ellas puede irse así cuando se le antoje a otra parte, Lupita se mostró irónica.

A nadie le gusta desprenderse de alguien valioso.

¿Entonces, cómo ves a Nanachichí?, y antes que alguien le contestara, Concepción agregó: ya sé, Nanachichí sólo puede ser tu «muchacha». Un nuevo nombre para las mismas indias fregadas.

La mestiza recién llegada se unió al grupo y se convirtió en una más. Por mientras sofocó la discusión y enfrió los ánimos.

Somos tan puras como ellas, porque jamás les permitimos unirse a nuestros hombres o tener hijos de verdad mestizos. Les llamamos mestizas y mestizos para cubrir un mero trámite. Yo pienso que el rey de España supuso que al crear mestizos, aseguraba el vasallaje y el dominio de las tierras americanas.

Sabía por sus consejeros que país sin mestizos es un lugar de enfrentamientos perpetuos. Inventamos el término sin preocuparnos de alentar el mestizaje. Realmente sólo llamábamos indios a los que de alguna manera, rechazaron nuestro ofrecimiento, dieron la espalda a nuestra cultura y huyeron al monte a refundar sus pueblos. Esto se lo oí a Liborio y varios de sus amigos, cuando reunidos alguna tarde para beber chocolate y afuera llovía sin contemplaciones, les daba por hablar y hablar.

Lupita se aproximó a cuchichearle al oído: ¿viste a la mestiza?

Puede ser espía, alguien mandada por Rosendo Uc con tal de escuchar nuestras quejas y chismes.

Ahora ignoramos quiénes son blancas vestidas de hipil, cuáles las que nos tienen un poco de simpatía aunque sean mestizas mayas y esas que están para vigilarnos, con tal de llevar nuestros desvaríos y planes a las mestizas viejas.

Disimulan ignorar palabra de español, pero quién sabe. Las jóvenes son más despiertas y afables pero son también mayas, nadie debe olvidarlo.

Hablar de edades es una tontería: el sol, el aire, el humo, la comida cuando la hay, el agua apenas llueve o encontramos pozos y sartenejas, pero sobre todo el hipil nos iguala entre sí.

Somos un rebaño de mestizas, chilló Teresita.

Viene el h’men y recita con voz quebrada de suspiros, mientras Nanachichí nos traduce: habla de un katún, veinte años, su cuenta del tiempo se reduce a katunes y cada uno tiene su profecía y cada katún se repite en un ciclo sin fin. Oigan mamitas mestizas, hermanas de penalidades y llanto, así unas lo hagan a murmullos y otras en silencio: grande será el hambre que levante Ah Uaxac Yo Kauil, El-ocho-corazón-sagrado.

Nanachichí nos advierte que son palabras de un Chilam, intérprete: el viejo habla de Cuatro-caminos que se formarán en el cielo, cuando se abra la tierra y el espacio se voltee al poniente y al oriente.

No conformes con vestirnos al igual a ellos, peinarnos, movernos, orar, comer maíz viejo, frijol con gorgojo y pasar por una de ellas, nos obligan a escuchar estas letanías que dejó Lulú. Escuchen mestizas, nos calla Nanachichí al elevar la voz: irán suplicando limosna y mendigarán el agua ¿dónde la beberán? ¿Dónde comerán siquiera restos de pan del ramón? Encogidos estarán sus corazones por conducto de Ah Uucte Cuy, El-siete-lechuza.

Anoche vi una lechuza en el árbol seco del pánico por la guerra. Mestizas somos, mestizas por la gracia de ellas, así como por nuestro capricho antes las hicimos mestizas. La lechuza no cantó, me miró con sus ojos duros de tanta desgracia.

El viejo siguió a dos mayas viejas hasta desaparecer.

¿Reconoces entre las indias a las viejas jóvenes? Preguntó María Luisa.

Las jóvenes muestran gestos de incertidumbre, las viejas representan el día de hoy: frustración y mando jamás soñado.

Las mestizas se mueven entre matorrales espinosos. No hay más futuro para nosotras que las viejas. Las jóvenes indias ¿qué imágenes guardarán sus sentimientos si sobreviven?

Una mestiza. Sí una.

Una mestiza que vino a unirse al grupo. Limpia de experiencia. Se integra para fortalecer la seguridad de carecer de escape. Se unirán más, estamos seguras.

Nanachichí habló otra vez como si llevara al viejo adentro: mucha miseria en los años del mando de la codicia, las zarigüeyas y los ratones serán el símbolo, gran sufrimiento que acabará en la dispersión de los pueblos. Su palabra la mentira y su acción la lascivia. Su ruina total a la vista, anunciada por Chilam, Intérprete.

Mestizas jóvenes, mestizas viejas, mestizas indias, mestizas dzules: igual de jorobadas, igual de canosas, igual de flacas, igual de trajinadas. El largo de sus pasos, el tamaño de sus caderas, el volumen de su ira, la dimensión de su miedo: el mismo. El hipil disimula senos, vientres, muslos y nalgas, todas lo mismo, sin nada especial que destaque.

Yo tuve en casa a varias mestizas. Lo que olvidé es el trato que les di. Dijo Mimí.

Todas tuvimos mestizas en nuestras casas. Les abrimos las puertas. Les enseñamos a trabajar, a cuidar de nuestros hijos y a ser útiles. Dijo María Luisa.

¿Cómo pagan así? Preguntó Lulú.

También mantuvimos nuestros corazones alejados, los oídos tapados, los ojos cerrados y el pensamiento ocupado en mezquindades. Dijo Concepción.

Nos devuelven trato por trato, dijo María Luisa y se llevó la jícara a los labios a sabiendas que estaba seca. ¿Vale la pena seguir así?

La esperanza, la esperanza más que un color o un sentimiento, tiene apariencia de mestiza. Cara de vieja remolona. Aspecto de joven india. La esperanza es maya. Dijo Lupita.

¿Cómo distingues a las más viejas de las otras? Preguntó Mimí.

Contando sus arrugas o sus canas. Captando el vapor de su aliento. La velocidad de sus respiraciones o los nudos venosos de sus tobillos. Las más viejas son las que están más lejos de considerarse ancianas. Dijo Lulú.

Mueren antes y nunca llegan a viejas, sentenció Lupita.

Adiós, las viejas están entre las jóvenes, se distinguen por su voz de mando. Una joven jamás pasaría por vieja. Lo saben unas y otras. Dijo concepción.

¿Entonces qué es una vieja para una anciana india? Preguntó Felicia.

Alguien sabía, de mucho respeto y siempre atenta a los sucesos, abierta al mundo. Dijo Mimí.

Para acabar pronto: ninguna. Dijo Lupita y se tapó la boca para contener la risa

Una mestiza.

A mitad del campo. Sin ápice de vida normal. Sobre el cuelo pedregoso porque el cañón rajó la roca. Sin embargo, asoma algún verdor entre las ranuras de su sombra.

Es una ilusión traída en los ojos como la mestiza. Un destello solar suficiente para desarticular las coyunturas del aire y darnos la idea de una mestiza.

Virgen Santa, somos mestizas. Nos avergonzarán delante de nuestros maridos, si viven todavía.

Nos llevamos a señoras blancas y les devolvemos mestizas indias. Puras mestizas y jamás mestizas puras.

Lupita dio un tajo en el aire con la coa. Se tranquilizó en seguida porque atrajo la atención de otras mestizas.

Carecemos de nombre, rango o distinción: sólo somos mestizas, ¡háganme el favor!

Las viejas, reconocidas porque agitaban sus chilibes o varas, fuit fuit fuit, rasgaban el aire y apresuraban el trabajo de las señoras blancas. Ellas, las viejas mayas sí sabían cuáles eran las rehenes y nunca las confundieron con una joven o una vieja de su raza.

Mimí descubrió hileras de hormigones, las filas llevaban pedacitos de hoja.

Un x-k’aaw o grajo escandalizó dentro del follaje pálido de un álamo. Esta a las puertas del infierno y quiere entrar.

Las mestizas tratan de arreglar un trozo de terreno para sembrar.

¿Semillas de calabaza? Nunca, porque es nuestro alimento. Cultivar ¿qué? Espolvorean esfuerzo y riegan sudor.

Ilusiones, porque tal vez mañana estaremos en camino a otra parte.

El pájaro grazna de nuevo, solicita su alimento para robarlo de la milpa y apura a las mujeres. Es un tordo muy feo, papujado de plumaje y de ojos grandes. Tiene el pico filoso de alimentarse de partir piedras. ¿Comen cadáveres? Ninguna de las señoras lo sabe, al contrario, los consideran escandalosos y tonto, asustadizos.

Hay días cuando aparecen mestizos trayendo quizás órdenes a las viejas. Ideas sobre dónde se mueven soldados azules y rebeldes mayas.

Hablan sin miedo ante las indias viejas, mientras desaparecen las jóvenes. Hablan como si nosotros no existiéramos. Las viejas les dan de beber ¿qué? Nunca lo averiguó ninguna de nosotras. Los mestizos a veces sonreían, se mostraban confiados y hasta parecía que no hubiera guerra. Quizás era una provocación calculada. Mestizos y mestizas.

El mestizaje no existe, es un insulto. Los hipiles de ellas y los que llevamos ahora, son por comodidad. Al fin estamos en su mundo y tal vez tengamos mayores posibilidades de sobrevivir vistiendo así. Los hipiles dan soltura a nuestros movimientos, nos resguardan del sol, el aire caliente o húmedo, la lluvia y el viento de la contienda. Además de otra forma iríamos desnudas. Al usarlos nos defendemos de las picaduras de los enjambres de mosquitos y pulgas, de las garrapatas y los cardos. Una mestiza se inmoló en la llama apenas vista por algunas. Blanca o maya, jamás supimos. El resto fueron deseos por recibir noticias, porque nunca una mestiza nos liberaría de nuestro destino.

Carmelita se sentó en una roca plana, revisada por Nanachichí. A veces sirve de resguardo al coralillo. La víbora se cuela por las grietas menos notables y su ponzoña mata en segundos.

Entregaría mis brazos al coralillo, y los muslos también.

Existe una serpiente parecida al coralillo, igual de venenosa y que se oculta en los árboles, la llaman: Báalam kaan.

Entregaría mis dedos a la báalam kaan, y mis pechos también.

Nanachichí se tapó la cabeza con el rebozo extendido con ambas manos, para hacerle sombra a su señora. Nanachichí es un árbol frondoso de buena sombra. De los pocos en sobrevivir.

Mestiza maya. Quizás fue su imagen la observada por Carmelita, Lulú, Mimí y Lupita.

Mestiza querida por las otras mujeres. Aunque tarden en demostrarlo. Mestiza familiar incapaz de producir repudio. Tal vez algunas señoras rechacen acudir a ella por orgullo. Quizás todavía no están lo bastante lastimadas por dentro y las pierda la altivez.

Llegará la hora, lo verán. Unas y otras mestizas serán testigos. Del minuto exacto cuando la resistencia humana se rompa como caña.

Nanachichí ondea el rebozo sobre su cabeza y refresca con la sombra a una Carmelita achacosa.

El sol incendió la piedra hasta extraer la visión. El aire se partió en dos para soltar el chisporroteo. La flama dio origen a la imagen y se multiplicó en la mestiza.

El mestizaje no existe, las mestizas y los mestizos, sí, dijo Concepción.

Misterio creado por nosotras, dijo María Luisa.

Soberbia ¿otro nombre? Para qué, dijo Mimí.

¡Vaya contradicción, doña Carmelita!, dijo Sarita.

¿A quién importan hoy en día las mestizas?, dijo Lupita.

Ojalá tuviéramos cien Nanachichí, se abstuvo de gritar María Luisa.

Estamos convertidas en mestizas, doña Mimí, dijo Concepción.

Nunca vendrá nuestra salvación de ellas, dijo Lupita.

Jamás rejuveneceremos. Ni se nos aclarará la piel o meteremos otra vez estos pies llagados, hinchados y maltrechos en nuestros zapatos de señoras blancas. Aprendimos a deambular descalzas, a beber agua de sarteneja, a tragar gusarapos y jugos de raíces. Nunca podremos dejar ya de ser mestizas.

Una mestiza viene hacia doña Concepción para confirmar nuestra situación de mestizas. ¿Le habló alguna de nosotras? Imposible hacerlo con un espejismo. Hija del sol, ráfaga de luz, flama en el aire opaco, propensa a partir la mañana, entenada de la guerra. Oficiante de Chac Bolay Can, Gran-carnicera-serpiente, tiene colmillos como rayos deslumbrantes, ojos de jade sin párpados y se desliza sobre la piedra, ondulando el hipil, Kan, Piedra-preciosa, Uno Poop, Estera. ¿Cómo hablarle a ella si estaba dentro de cada una? Tal vez nosotras somos espejismos y ella la única de carne y hueso. Carne de sol, huesos de aire y humo, atiende: somos una mestiza que se repite en las otras, por eso nos vemos iguales, nos sabemos iguales y tenemos que hablar siempre con tal de identificarnos, aunque nos callen las viejas o nuestra voz vaya secando la intemperie. Mestizas como reflejo tuyo. Mientras tú vivas, nosotras seguiremos penando.

Es una decisión capaz de escapar de las manos de aquellos en creer controlarla.

Una mestiza, quizás…

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Critica Literaria

Novela fascinante sobre un hecho poco tratado, narrado con ágil prosa no exenta de pinceladas poéticas.

En una serie de paisajes tratados con exactitud y realismo, escenarios de la pasión y el fuego que consume y motiva el espíritu femenino, se relata el traslado de mujeres, capturadas en el estado de Yucatán, a través de los peligros del monte y de la guerra, hasta el lejano Belice donde los ingleses tasarán los rescates sabiendo que si amigos y parientes no cumplen, lo único que resta a las cautivas es la decapitación.

Se trata de un mítico episodio de la Guerra de Castas, con la constante compañía de un jaguar brujo, especie de huay-jaguar que funge como agente erótico en la trama.

Comentario en el Retiro de Tapa de

“A Piedra y Sol Maya”.

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[1] A Piedra y Sol Maya. Joaquín Bestard Vázquez. Ed. Instituto de Cultura de Yucatán, Mérida, Yucatán. 2010. P. 5.

[2] Op. Cit. A Piedra y Sol Maya. P. 7 -14.

[3]Op. Cit. A Piedra y Sol Maya. P. 127-137.