Otero Rejón Javier

JAVIER OTERO REJÓN

El discípulo amado y otras historias.



“De la noche a la mañana”

...Por eso, cuando la reflexión sobre la moralidad, equidad o conveniencia de un acto dilataba, y amenazaba con la tardanza, con fractura el frágil vaso de su corazón de porcelana “celadón”, opta entonces por el Pragmatismo…
El corazón de Eulalia era similar a aquellos legendarios tazones de porcelana china de la dinastía Sung, conocidos como “celadones”, de los que se decía que cuando en ellos se servía veneno se quebraban. Semejante era su corazón pues cuando contenía una preocupación, se estremecía hasta parecer quebrarse. Y si nunca se había quebrado era porque Eulalia siempre resolvía su preocupación.
Siempre la resolvía pero no siempre afortunadamente ni siempre de acuerdo con la sensatez. Esta insensatez suya tan apresurada, tan afligida, tan necia, definía a Eulalia como una hedonista en el terreno moral: no la preocupaba tanto el Bien como la preocupación por el Bien. La finalidad de Eulalia siempre seguía en sus reflexiones, era no incomodarse o sentirse culpable.
Por eso, cuando la reflexión sobre la moralidad, equidad o conveniencia de un acto dilataba, y amenazaba con la tardanza, con fracturar el frágil vaso de su corazón de porcelana “celadón”, optaba entonces por el Pragmatismo: la solución más rápida (aunque no pensaba tal vez debidamente , o contraria a sus principios usuales).
Era curioso notar como en Eulalia la reflexión prolongada conducía inequívoca y paradójicamente a la irreflexión. Y terminaba cometiendo aquellos errores cuyo evitamiento fue el móvil de detenerse a reflexionar.
Lo dicho: no le preocupaba la Moral sino la preocupación por la Moral.
Cuando Eulalia abría sorpresivamente los ojos y luego parpadeaba diciendo: “Bueno ¡ya está!”, la gente a su alrededor —que la conocía bien— podía saber que acababa de solucionar un problema que la había estado atormentando. Y que lo había resuelto arbitrariamente.
Claro que esto no era tan peligroso, toda vez que de las decisiones de Eulalia no dependía la seguridad pública. Ni siquiera la seguridad de su familia pues siendo la hija menor de una familia donde había hermanos y recursos, su función se limitaba a la administración de su propia vida. De modo que la preocupación no era antigua pues Eulalia era joven y es sabido que en la infancia un individuo no se autodetermina, pero desde que había asumido esa moralidad de la existencia —la autodeterminación— había resuelto la problemática de la deliberación moral, con la improvisación.
La pena que actualmente gravitaba peligrosamente sobre las débiles estructuras emocionales de Eulalia, era bastante vulgar en su edad: era de índole romántica. Eulalia Profesaba la tesis de que los problemas de la adolescencia son tan graves como los de la adultez y por ello sufría con tragicidad griega, las confusiones en que la sumía la severidad de su “Super Yo”.
En resumen, el conflicto era que amando a un hombre quería dejar de amarlo para poder amar a otro —al que ciertamente podía no amar aún— pero a quien encontraba profundamente amable.
La historia del asunto era igual que el asunto: vulgar. Eulalia había adquirido como novio al tipo de hombre que en el medio social hubiese podido aprobar en un examen de “buenos partidos” con calificación de SUMA CUM LAUDE. Tal era Alfredo: la propiedad personificada.
Era de buena familia (lo cual era “importante” aunque el adjetivo de BUENA calificase más la relaciones sociales que propiamente el obrar). Era, considerándolo más objetivamente, de familia conocida y el hecho de que la familia de Alfredo fuese conocida tanto por su abolengo como por las inmoralidades sabidísimas de todos, era cosa que, en última instancia, se toleraba como pecata minuta.
Alfredo también era rico, con restricciones ciertamente porque podía muy bien entenderse la economía de su familia como “venida a menos” después de dos quiebras justificables en gran parte por las inmoralidades ya mencionadas. Pero tenía una profesión que, con las relaciones que contaba en el medio, era sumamente rentable: Administración de Empresas, título que, además era muy vestidor.
Esto hubiera sido suficiente en Alfredo para hacerlo protagonizar el sueño de cualquier muchacha local, pero tenía además una ventaja adicional: ser regularmente atractivo. Esto había redondeado su imagen de BUEN PARTIDO SUMA CUM LAUDE y había, desde hacía dos años, precipitado en Eulalia la decisión de amarlo como su único amor, con el beneplácito de toda la familia.
Pero sucedía —y éste era el conflicto— que la unicidad de tal amor había sufrido serio revés con la aparición catastrófica de Alberto.
Alberto era la antítesis de Alfredo, pero por aquellas ambivalencias del criterio femenino, también le resultó a Eulalia irremediablemente irresistible. Alberto no era de la ciudad.
Llegó de pronto. Era fuereño y eso en la ciudad provinciana, era una situación digna de consideración pues si bien no era “conocido”, era porque NO PODÍA SER CONOCIDO por ser fuereño (lo que le daba alguna superioridad sobre los “desconocidos” locales a quienes las familias “conocidas” no conocían ni querían conocer. Más bien los desconocían cuando los enfrentaban). De modo que la respetabilidad que podía gratuitamente otorgársele dependería directamente de quien lo introdujese en los cerrados círculos de la sociedad local.
Tal es la mecánica social en provincias. Entre los antagonismos que Alberto oponía a Alfredo estaba lo precario de sus bienes de fortuna y lo poco prometedor de su actividad productiva: era modelo.
El cómo se habían conocido Eulalia y Alberto era una elemental historia de “ligue” en la calle, donde las contingencias habían sido que Alberto filmaba un comercial de automóviles deportivos en la ciudad, y que Alfredo estaba en Monterrey tomando un curso de quién sabe-quién. Lo demás fue una serie de errores conscientes en los que Eulalia se dejó caer voluntariamente negándose a admitir, por primera vez en su vida convencional, que en la, también convencional, escala de valores vigentes, era impropio que una chica casi prometida en matrimonio, saliese a cenar y /o bailar con un pretendiente eventual, en ausencia del novio oficial.
Como todas las aprendices de adúltera, Eulalia pudo hallar fáciles argumentos para no manifestar la única razón plausible de su proceder: era demasiado halagadora la situación de ser requerida por un hombre en cierto modo famoso (lo suficientemente conocido por los comerciales de la T.V. y las revistas, al menos como para que todas sus amigas hablaran excitadamente de él) y sobre todo, tan hermoso.
Alberto, por la razón misma de su oficio, era bello, ocupación tan frívola y precaria. Lo era —bello— y en el grado extremo que había llevado a Eulalia a encontrarlo “irremediablemente irresistible”.
Pero de él no podía decirse lo que Madame Lafayette dijo del Duque de Nemours: “lo que de menos admirable tenía, era ser el hombre, más guapo del mundo” aludiendo a sus prendas espirituales. En rigor, su atractivo era, en Alberto, lo más admirable o lo único admirable que tenía él, habida la cuenta de que carecía de otros valores. Pero como quiera que el esplendor de las formas tiende a ofuscar el raciocinio, Eulalia se deslizó por aquella peligrosa pendiente. Pero no era ella mujer que pudiese manejar situaciones complejas: en su confuso sentido del deber y la fidelidad, apenas entendía que no podía mantener el amor y la conveniencia juntos.
Había que optar. Propuso lo que consideraba una difícil decisión (y que para otra hubiese sido relativamente sencilla: optar por más dilatada, y en ocasión de la cual sondeó atrevidamente con Alberto las profundidades del verdadero amor en lo que tiene de verdadero placer convenciéndose de que lo era (amor y placer) en la medida que pudo comparar que aquellos mismos actos realizados con Alfredo no tenían la misma substancia emocional —y erótica— de que Alberto los dotaba.
Así hizo, mientras sentía que su preocupación por la preocupación de la moral, comenzaba a ejercer presión en las paredes de su subjetividad amenazada de quebrarse. Y cuando ya no pudo más, o sea, cuando Alfredo regresó y ella tuvo que enfrentar la definitiva elección entre el amor y la conveniencia no pudiendo, como siempre, reflexionar, optó también como siempre, por la improvisación.
Parpadeó y dijo: Bueno, ya está.
Y de la noche a la mañana despidió al sorprendido Alberto con la misma irresponsable precipitación con la que le había recibido, y se decidió por Alfredo —o sea, por la seguridad, la propiedad, el atavismo tribal— logrando en aquella recuperación de su ecuanimidad sibarítica, el coraje suficiente para poder casarse con él, seis meses más tarde.
Total, así se hacen las cosas en Mérida.



JUDAS REDIVIVO.

“… todo requería un remedio apremiante. Sobre todo, su vacilante
voluntad y en un intento desesperado por recuperarla, abrió los
brazos y exclamó: Elí, Elí, lamma sabactani!
¿por qué nos has abandonado?”

El curato es pobre y ¡las necesidades son tantas! La iglesia es grande y grande como es se ve más vacía, más carente de todo.
Es catedralicia. Con ese monumental tamaño que tienen todas las iglesias de pueblo, que elevan sus espigadas torres de piedra esperanzada de tocar el cielo, patentizando en muchos kilómetros a la redonda la certera fe de que Dios no olvidó a los habitantes de esta parte del mundo. El padre Manuel no entiende los inescrutables designios del Señor ni sabe leer en sus torcidas letras. No se explica el por qué la religión en México es una fe femenina, de viejas beatas que cobran cada centavo de limosna dominical con la absolución de inverosímiles, ingenuos y repetitivos pecados. Es una fe de “Xnuk-niñas” cuyo inevitable camino de soltería les hace bordar primores para vestir santos y vírgenes.
“Es una religión de histéricas” media el padre Manuel, tristemente. Pero ese desesperado fervor no se traduce en una ayuda monetaria efectiva a esta iglesia que encarna todas sus aspiraciones salvíficas.
“Yo sé que no debería ser materialista. ¡Cristo! Pero si no soy materialista. Esta iglesia debe mantenerse con algo más que oraciones”. El padre Manuel piensa en sus años de Seminario, cuando su intención apologética le hacía concebir planes más amplios de los que ahora podría realizar en los estrechos límites de aquel pueblo miserable.
“Esta parroquia necesita hombres. Pero no sacristanes que enciendan las velas y toquen la serafina en las fiestas de guardar. Tampoco necesita niños que vengan al catecismo a repetir fórmulas que no encierran significado alguno, mientras crecen y se hacen hombres para ir a perderse en prostíbulos y cantinas. Necesito gente que trabaje para su iglesia, convencida de su religión. ¡Mándamelos, Dios mío!
Pero ¿dónde podría el padre Manuel conseguir esos hombres? ¿Dónde en ese pueblo sordo de varones y gimiente de castas, virtuosas e inútiles hembras?
La iglesia era pobre como tenía que serlo la casa del rey de tan tristes siervos. Hecho por franciscanos o dominicos o alguna otra orden bravía, el edificio se destruía en el abandono y el descuido. Su vasta nave central era aún más imponente por el vacío de bancas y feligreses. Sobre su roto y sucio embaldosado de mármol viejo, caían las gruesas gotas de parafina de las velas de la oración pedigüeñas y los marchitos pétalos de las flores silvestres que ahogaban los altares, y recogía las pisadas de algún ignoto peregrino que venía a pedir al dios de sus mayores… de sus mayores necesidades.
El retablo descarado (oro de hoja y sagrario incrustado de gemas antes de las persecución religiosa) era habitación de imágenes y golondrinas que resistían el acoso del sacristán por desalojarlas (las golondrinas). Las casullas, albas y cíngulos raídos compartían su destrozo igualitario con los manteles del altar para el oficio divino. “Dios proveerá” decía el arzobispo a las cada vez más espaciadas cartas quejosas del párroco. “Dios cuidará de los lirios del campo y las aves del cielo”. Pero la inquietud celestial se ocupaba más del reino vegetal y animal de su vicaría en este mundo.
“Pide lo necesario y lo superfluo se te dará por añadidura”. Un día como otro cualquiera (en el pueblo todos los días eran iguales) apareció por la centenaria puerta de la iglesia, una silueta imposible para el pueblo.
Caminó a través de la vasta nave central en la que incidían chorros de luz desde los altos y rotos ventanales, preñados de polvo seco. Sus pasos eran metrónomo de una ansiedad y emoción que el padre Manuel no alcanzaba a comprender.
Una vez que se hubo acercado a la balaustrada del altar, donde esperaba el padre, éste le pudo observar mejor. Decididamente era forastero y capitalino. Todo en él lo proclamaba. El fuereño, después de hacer girar su inquisitiva mirada por todo el derredor, preguntó:
—¿Es usted el responsable de esto?
El padre no supo si ofenderse o no, por el título de “responsable”.
—Si se refiere a que si soy el párroco —repuso con un dejo de agresividad— sí, lo soy.
El fuereño se quitó los lentes y extendió la mano:
—Buenos días padre. Soy Alberto Ramírez Beltrán.
—¿Y?
—Quisiera pasear la iglesia.
—Me pareció que ya lo hacía.
—Sí, desde luego —repuso el otro un tanto amoscado— Me refería a que si puedo acercarme al altar…
—¿Va usted a orar?
El extraño sonrió:
—No precisamente, padre. ¿Puedo?
El padre no tuvo tiempo de decir el “no” que estaba pensando, pues el hombre empujó la rejilla y se acercó al altar mayor. En ese momento, una de las santas y tantas mujeres del pueblo le pidió al padre la oyera en confesión. De mala gana, éste se dirigió al confesionario, se puso la estola después de besarla descuidadamente y se sentó a oír sin escuchar a la mujer, mientras observaba las pesquisas del forastero que se detuvo demasiado tiempo frente al “Cristo crucificado” que presidía el altar mayor.
Después, el hombre salió. El padre conservó el malestar de la vista toda la tarde, como un dolor de cabeza.
Esa noche, al cenar su frugal chocolate con pan de dulce, escuchó la invariable letanía del sacristán.
—Padre, ya no hay santo vino y quedan pocas hostias. Se rompió otra banca de la iglesia. La sacristía se destechó…
—¿Cómo es eso? —inquirió el padre.
—Se desplomó el techo y se lloverá cuando sea tiempo de aguas… y yo no puedo componerlo, estoy muy viejo ya…
—Es verdad —admitió el cura— pero ni remedio. No hay dinero para repararlo. En cuanto a la banca, retírala y llévala al patio… a ver si en adelante… Dios proveerá, Herminio.
La fórmula arzobispal ya no satisfacía más al padre Manuel. Antes de acostarse, el padre pasó a la sacristía y examinó el daño.
El hoyo era notable. Miró el pedazo de noche estrellada que permitía ver. Miró luego a su alrededor: todo requería un remedio apremiante. Sobre todo, su vacilante voluntad y en un intento desesperado por recuperarla, abrió los brazos y exclamó: ¡Elí, Elí lamma sabactani! ¿por qué nos has abandonado?
Pasó a la iglesia y caminó lentamente hacia el altar. La oscuridad era absoluta. Se reclinó en la fría balaustrada y oró:
“Señor, admítelo. Esta es la realidad de tu doctrina aquí: la miseria. Este lugar es la tierra pedregosa de tu parábola, tu semilla no crece aquí. Soy humano y mis fuerzas limitadas ¿por qué no haces algo? Tú que enciendes el sol y soplas los vientos, vuelve tu mirada aquí. ¡Aquí hace falta tu Divino Verbo! Aquí y no en Roma donde hay demasiadas iglesias y el Papa tiene muchas tierras. No en la capital donde el arzobispo guarda tantos crucifijos de oro… aquí, donde tu rebaño y tu pastor se mueren de hambre y no de hambre de ti, Señor, sino de comida… —el padre Manuel hundió la cara en las manos y sollozó— Señor mío y Dios mío, si estás ahí y me has oído ¡cumple tu palabra y provéenos! ¡Señor, dame una respuesta!”
Al día siguiente, un día casi igual pero más desesperado, el padre ofició la misa de seis con un desasosiego inesperado.
A la mitad de la mañana, volvió el fuereño con idéntica actitud. Se le acercó con aire resuelto que fingía una indiferencia casual y dijo:
—Buenos días, padre ¿me recuerda? Vengo a proponerle un negocio…
El padre Manuel se quedó sorprendido, no pudo articular palabra.
—Vengo a regalarle dinero.
El padre sintió una fuerte emoción y pensó: “Señor, ¿es ésta es tu respuesta?”.
—Explíquese, por favor —repuso suavemente.
—Mire, venga… —y tomándole de un brazo, el reseño le llevó hasta el altar y, sin ninguna reverencia, señaló al “Cristo Crucificado” que repetía eternamente, labrada en madera, la dolorosa pasión del único “leit motiv” de una religión sádica.
—¿Lo ve? —dijo el extraño.
—Claro que lo veo —respondió el cura sin comprender.
—Pues se lo compro.
—Pero ¿cómo es eso? ¡No se puede!
—¡Es una auténtica alhaja de la escultórica mexicana! Siglo XVII, trabajo indígena, invaluable ciertamente. Yo soy anticuario ¿sabe? Y sé reconocer una pieza así hasta con los ojos cerrados. Mire la expresión de dolor, el rictus, las gotas de sangre… son de un realismo impresionante.
En medio de aquel alud de palabras, el padre Manuel volvió a mirar la estatua. Con nuevos ojos, después de la explicación. Aquella imagen que no había acogido sus ruegos cotidianos, aquella imagen que ensoberbecida de su santo dolor, era sorda al dolor de su rebaño… o ¿era acaso esta su respuesta?
—Y se la compró en diez mil pesos.
La última frase lo volvió, al padre Manuel, a la realidad.
—Perdón ¿en cuánto?—preguntó en un hilo de voz.
—No, no es eso —contestó el cura apresuradamente— es que no se pueden vender las imágenes de las iglesias.
—Y ¿por qué no reverendo? ¿Esta es especialmente milagrosa?
—No diga eso —le respondió, con cortesía— Usted no sabe…
—Pues claro que no sé. Todo lo que yo sé, es que esta estatua es algo que merece un lugar mejor que este y que yo tengo una oferta inmejorable. Nadie le dará más.
—Los objetos del culto no son negociables —arguyó el padre con voz sufrida— son propiedad del pueblo…
—¿De este pueblo? —preguntó el otro, sorprendido— ¿Cree usted que alguien lo notará? Además, si a esas vamos… —se interrumpió—Nadie lo notará. Es un negocio entre usted y yo.
—¡Señor Ramírez! —exclamó el padre acordándose súbitamente del nombre— ¿Qué dice usted?
—No se ofenda padre. No estoy diciendo que usted se va a robar el dinero. No, nada más lejano de mi intención. Yo creo que es una ayuda que bastante falta hace a esta iglesia, o ¿no es verdad que tiene necesidades?
El padre se le quedó mirando fijamente. “Este —pensó— o es enviado de Dios o del diablo”.
—No —dijo al fin—esto no se lo puedo hacer a Dios.
—Pero padre, yo creo que El entenderá. Es una ayuda más que un negocio…
“Señor, Señor, oró en su interior el padre, ¿es esta tu respuesta?”. Ante la dubitación del padre, el anticuario —buen comerciante— practicó la finura:
—No quiero presionarle, reverendo —dijo quedamente— quiero que usted se decida, cuando analice que las cosas son buenas. Mañana me resuelve. Con su permiso. Y desapareció.
El padre Manuel se quedó solo frente al altar, bajo un haz de luz que le daba un aspecto irreal. Se arrodilló frente a la imagen de la Oferta.
—Dios mío, esta es la solución, pero ¿es Tu solución?
El sabía que estaba mal hacerlo. Era un comercio, lo prohibía la Iglesia y lo prohibía el Estado.
Pero nadie lo sabría. ¿Había alguien hecho un inventario de los objetos que contenía la iglesia? No, no. Sería como un mercado negro.
No lo sabría el arzobispo y la autoridad civil no se pararía por la iglesia ni por el accidente. Pero Dios lo vería.
¿Y si Dios lo hubiese dispuesto así? ¡Qué dilema! Dio pensar lo que podría remediar con aquella suma que mandaba la Divina Providencia… ¿o la ambición humana?
Esos pensamientos le consolarían más. Vio la iglesia mejorada, lo cual había sido su sueño antiguo. Lo siguió rumiando todo el día. Aquella noche a la hora de la cena, recibió la visita de una piadosa señora que venía de un pueblo vecino.
Ella alabó la humildad de la parroquia conforme a la condición de la caridad cristiana y censuró la actitud del párroco de su pueblo advirtiéndole, de paso, del peligro de la tentación.
—Es uno de esos padres jóvenes —le contaba— que no tienen devoción. ¿Sabe padre? Lo ha reprendido el señor Arzobispo por haber vendido santas reliquias. Ha de saber, padrecito, que ahora los enviados de Satanás salen a los pueblos a comprar imágenes. Tenga cuidado.
Después, ya a solas en su cuarto, al hacer sus oraciones, el padre Manuel meditaba:
—No es tu respuesta, Señor, no lo es. Pero las necesidades son muchas. El pueblo seguirá orando y seguirá creyendo frente a un altar donde nunca notará la falta de una imagen. Tú comprendes, Señor, tienes que entender…
A la mañana siguiente, amaneció para el padre el día del Milagro, porque llegarían a la parroquia pobre, y cuando más se necesitaban, unos dineros imprevistos. Cuando llegó el señor Ramírez, el padre Manuel ya no podía más con su impaciencia.
—¿Y bien padre? —inquirió aquel a modo de saludo.
—Y bien sí —respondió secamente.
—¡Lo felicito, reverendo! —exclamó el anticuario, feliz— Yo sabía que era usted una persona inteligente que sabría entender que una acción así es más cristiana que la inútil conservación…
—Bueno, basta de conversaciones —le cortó bruscamente el padre que quería acallar su conciencia que gritaba.
—Muy bien, padre. Usted sí sabe negociar.
La palabra “negociar” le hizo un daño muy sutil al padre Manuel.
—Las cuentas claras y el chocolate espeso —dijo Ramírez satisfecho— Yo pago al contado —sacó su billetera y extendió los billetes. El padre los tomó, y sin verlos, los apretujó en el puño.
—Acabemos con esto —murmuró.
Casi involuntariamente, el padre se encaminó al altar y frente a él se arrodilló fervorosamente y meditó con profundidad: “Tienes que entender, Señor, por qué lo hago, Tu omnisapiencia comprenderá que no tengo mejor alternativa”.
Se irguió con valentía y tomó la imagen que se estremeció al tacto. La contempló largamente. Con desesperación. Quería ver en las toscas facciones de madera, una señal, algo que quisiera decir: “perdón”. Pero nada vio.
La besó con un beso largo y la entregó al anticuario despidiéndolo cortante. El señor Ramírez tomó su preciosa carga y salió, sin importarle la frialdad del cura.
El padre Manuel penetró en la sacristía y le dijo a Herminio:
—Manda a buscar un albañil y que reparen ese techo, y llama al carpintero para componer las bancas… y compra velas para el oficio… y…
—Pero padre —musitó el sacristán— ¿de dónde va a sacar dinero para pagar?
—No averigües, Herminio. Dios ha provisto ya. Ese fue para el padre, el día del Milagro. Pero estaba equivocado de hora. Porque empezaba aún la noche del Milagro.
Después de cenar, poco porque quiso, ya que ahora su mesa estuvo surtida, se sintió mal. Cuando todo estuvo a obscuras, fue al altar mayor a rezar:
—Señor mío y Dios mío —murmuró frente al nicho vacío— ¿Me has comprendido ya? ¿Me has perdonado?
Y cayó de rodillas cuando vio el nicho iluminarse de un fantástico resplandor y oyó su voz que le decía:
“No moriste en Jerusalén, Judas, pero ¿por qué me has vuelto a vender?”



RESEÑA

Este libro de cuentos se constituyó, en ocasión del concurso, reuniendo materiales escritos en épocas y circunstancias muy distintas (alguno tiene una antigüedad de dos lustros) y esto, seguramente, explicará las perceptibles diferencias de forma que los relatos guardan entre sí. Empero, el fondo es el común a la mayoría de mis trabajos de escritor: los asuntos de Yucatán. En algunas narraciones se señala expresamente, y en lo temporal permite ubicar la historia en cualquier provincia mexicana y eso vale también para Yucatán.
Estos trabajos no tienen en común sino de fondo, ese escenario que es Yucatán y al que conforman sus gentes y episodios. Pero ese fondo común está aquí perspectivado desde ángulos tan diferentes que pueden llegar a ser opuestos pero nunca falsos: desde el destino de una mestiza que salva la mediocridad vía la sensualidad, hasta la demolición de una vetusta mansión erigida por la antigua burguesía terrateniente, pasando por la pintura de caracteres totalmente ubicua, pero en todo caso, no imposible en el contexto.
Compuesto así este libro a manera de mosaico en el que se dibujan experiencias, impresiones y leyendas sobre un mismo asunto común. Y por esto, sólo por esto, resulta una misma historia contada varias veces, por personas distintas y en momentos diferentes. Creo que ese es el destino de cualquier crónica local: decirse y repetirse muchas veces, tocando los mismos tópicos y evocando imágenes.
La presente colección de relatos remata con el más largo: un cuento que por sus dimensiones físicas está a medio camino de la novela corta. Su asunto es lo que la moral timorata y provinciana calificaría de “espinoso” que es el eufemismo sucedáneo del escándalo. Y en obsequio de las “buenas coincidencias” como las llamaría Fuentes, recalcaré que es en lo total una ficción y que cualquier parecido con personas vivas o muertas, es una fatal coincidencia. Esto puede ser cierto o no, pero en todo caso creo que no tendría importancia si el asunto trasciende la vulgaridad o morbosidad de la realidad, para ingresar en la esfera amoral del arte literario.
No sé si lo logré en ese relato largo o en cualquiera de los otros, pero en lo que concierne a “El discípulo amado” repetiré la decorosa consigna que, para el presente caso coincide con la realidad: es pura ficción.
El autor.
Mérida de Yucatán, Junio de 1986.