Burgos Brito, Santiago

Burgos Brito, Santiago
 (1891-1970)

 Maestro, literato y periodista. Nació en Maxcanú, Yucatán y murió en la ciudad de Mérida. Cursó estudios en el instituto Literario y egresó de la Escuela de Jurisprudencia, en la que llegaría a ser director por largos años. En la administración pública ocupó diversos cargos como los de Director de Cultura Estética, Director General de Bellas Artes, Procurador General de Justicia, Director de Estadística, Trabajo y Bienestar Social, y Secretario General de Gobierno. Fue articulista en revistas y periódicos yucatecos, director del Diario del Sureste de 1934-1935. Así mismo colaboró con el Diario de Yucatán y el Novedades. Utilizó los seudónimos de Jacques de Bourges y Jorge de León. También tuvo a su cargo la Biblioteca Central “Manuel Cepeda Peraza”. Fue fundador de la Alianza Francesa de Mérida y el Gobierno Francés le concedió las Palmas Académicas. Ejerció la docencia en planteles educativos de la capital yucateca y fue director de la Escuela Secundaria Federal para Hijos de Trabajadores. Fue un escritor de amplia cultura y un buen crítico literario. Entre las obras que publicó encontramos: Tipos pintorescos de Yucatán; Chopin, el poeta del piano; Gentes y cosas de mi tierra; Siete cuentos; Siluetas literarias y también hizo una obra de corte biográfico denominada: Memorias de Julián Rosales. En 1965 le fue otorgada la medalla Eligio Ancona por el Gobierno de Yucatán. 


TIPOS PINTORESCOS DE YUCATÁN

Estanislao, Siervo de Dios y amante de las flores Ha cambiado mucho Yucatán, no cabe duda. Desmazalado, flojo, abatido, su gran espíritu de antaño se ha ido encogiendo poco a poco, tal una fruta seca, arrugándose, empequeñeciéndose, aunque conservado siquiera el gratísimo aroma del recuerdo imborrable. Por aquellas calles meridanas de hoy ya no circulan ni aquellos tipos populares de antaño, la flor y nata medicinal y la vagancia, o el ejemplo vivo del trabajo que sabe sazonarse con la gracia y el donaire. De todo hubo en esos hombres que han ido pasando, seres que vivieron al margen de las convenciones sociales, enemigos de normas hipócritas, prontos a gritar su verdad, al amparo de una deformación espiritual más o menos existente, algunas veces fruto de una magnífica simulación. De todo hubo en la extinguida tribu de nuestros tipos populares. Desde el dipsómano con pretensiones de filósofo como el Vate Correa, hasta el trabajador infatigable que, como el Negro Miguel, se busca el pan cotidiano con un cantar en los labios y un vaivén afrocubano en la cintura. 
El espíritu yucateco, la sal de la tierra, no gustaba solamente del poblado recinto cerebral de los intelectuales. Quizá no se sentía del todo bien en aquellas apreturas, entre tantos conocimientos acumulados, entre ideas cuya trascendencia anublaba su visión maravillosa de las cosas. Y de cuando en cuando escapábase travieso, para buscar refugio en el alma incomprensible de un mendigo callejero, en la psiquis torturada de un ebrio consuetudinario, en la mente agitada de un lunático o en el cerebro primitivo de un vendedor de embutidos y sorbetes. Los tipos populares se formaron así. Surgieron como en una generación espontánea, como si el aire de la ciudad emeritense estuviese cargado de simiente y ésta se hubiere repartido en proporciones abundosas en la multiplicidad de los cerebros. Mucho era el espíritu existente en el Mérida de los tiempos que fueron, el suficiente para dejar al Acrópolis y descender hasta la plaza pública y confundirse con las multitudes y poner un sello de originalidad, de inconfundible estilo, hasta a las vulgaridades del arroyo, hasta a las desviaciones y torpezas de la madre Natura. Así nacieron nuestros tipos populares meridanos, hombres y mujeres que con su deformación espiritual escribieron páginas curiosas en la historia de nuestras costumbres, y que sugieren motivos de estudio para quienes cultiven el folklore y la novela. Se los ha tragado el tiempo. Decrépitos y decadentes, ya sólo quedan dos o tres: Goyito, Estanislao y acaso Carenzo, el campeón de los pedigüeños en tierras montejunas. Los tiempos modernos no han creado nuevos tipos de su especie, quizá porque en los humildes de hoy, en los enfermos incurables del bolsillo y de la mente, el momento angustioso de la tragedia constante no permite al espíritu el alegre triscar en las campiñas del olvido, sino el rugir de la fiera acosada, que siente agigantarse el peligro en cada minuto de la vida miserable. El café “Ambos Mundos” estaba situado frente al costado norte de la Plaza Principal, lugar en el que ahora existe un salón de billares. Su propietario, don Juan Ausucua Alonso, era un antiguo librero español, emprendedor y diligente, que hizo el milagro de convertir su establecimiento en centro de reunión de intelectuales y estudiantes. Su afable sonrisa, el chispear de sus ojos microscópicos, y acaso el recuerdo de sus tiempos de vendedor de libros, atrajeron al “Ambos Mundos” a la clientela más simpática, aunque la menos productiva. Los de nuestro curso de Preparatoria teníamos una mesa especial, situada muy al fondo, en una penumbra discreta, muy propicia para cambios de impresiones y lecturas de algo que aspiraba a ser literatura. Y allí, no muy cómodamente sentados que se diga, aunque sí muy a gusto, comentábamos cuanto tema nos caía en las manos y nos salpicaba el espíritu.
Por momentos había que suspender la plática. Era que Leopoldo Martínez, el modesto pianista de la clientela bullanguera, atacaba cualquiera de las piezas de moda, en espera de un momento de calma que le permitiera intercalar algún trozo de música selecta. Leopoldo sufría lo indecible en aquel ambiente heterogéneo, en el cual no podía interpretar sino las vulgaridades de su repertorio. Alguna vez nos confiaba sus tristezas de pianista sin recursos, obligado a ejecutar obras que repugnaban a su sentido artístico. Yuna infinita melancolía velaba por instantes la negrura de sus ojos. Los estudiantes le contagiábamos al fin con nuestras despreocupaciones y nuestras alegrías. Y cuando en el campo de nuestras percepciones irrumpían los ritmos de una jota españolísima, era que Leopoldo Martínez, contaminado de juveniles humorismos, saludaba la entrada de un curioso personaje, de un parroquiano que día a día, en la atmósfera caldeada de café, ponía la nota de lo excéntrico, de lo curioso y de lo pintoresco. Entre burlas y picores hacía casi siempre su entrada triunfal Estanislao, el hombre de la eterna sonrisa de incomprensibles bondades humanas. El mocerío se agitaba en el rebumbio de la burla inocente, sin jamás llegar a los actos despiadados y agresivos. Tenía que ser, pues así el hombre aquel deba risa por su indumentaria y por el sesgo extravagante de sus palabras y sus actitudes, la propia torcedura de su pensamiento imponía respeto, quizá porque perforaba el misterio de las cosas con sus inconexas prédicas de monje laico que sin descanso regaba por las calles meridanas, confundidas en la indiferencia y el escándalo del mundanal ruido. Alguna chaqueta de color subido y unos pantalones arrollados hasta la rodilla. Los pies descalzos, exhibiendo magníficos juanetes. Cintajo de color rojo y en el sombrero, amén de alguna que otra pluma y otro adorno cualquiera, unidos a dos o tres escapularios de sus santos favoritos, constituían la indumentaria del curioso sujeto. Con una especie de bordón de peregrino en la diestra callosa, rústico bastón de longitud respetable y aún con los aromas de su silvestre procedencia. Estanislao, el rubicundo español de los lacios bigotes y los ojos claros, era el cliente más festejado de la bohemia estudiantil del “Ambos Mundos”. Nunca se le vió incomodado, ni aún en los trances más apurados de la chacota de aquella parroquia de truhanes, de estudiantes y de mozas del partido, irreverentes y procaces. Por el contrario, bastaba que Leopoldo Martínez iniciara los primeros compases de una jota aragonesa, para que el hermano Estanislao, con bordón y todo, con la más beatífica de sus sonrisas, acometiera la imposible tarea de interpretar la más movida de las danzas españolas, con sus pies juanetudos y su pobre humanidad cargada de culpas y de misticismos. Porque este buen hombre, jardinero de oficio y predicador callejero por azares de la suerte, vivía en un mundo de goces y delicias, de maravillosas beatitudes, gracias a cierta desviación cerebral que lo puso al margen de todas la calamidades de la vida. 
Estanislao era uno de estos católicos fervientes, de una sinceridad indiscutible, tan sincero que, acaso por eso, meditando en ciertas incongruencias de sus hermanos en la fe, en las contradicciones bochornosas entre la doctrina y la acción, entre la materia y el espíritu, entre lo teórico y lo práctico, ocurrióle como a Don Quijote, que del mucho pensar se le secó el cerebro, o al contrario, florecióle en delicadas y exquisitas fantasías. Con el alma metida entre sus flores, con el pensamiento humedecido por el regar constante, que en su conciencia formaba como riachuelos de frescor divino, Estanislao quedó prendido en la red de sus contradicciones, en la vorágine de sus propias torpezas, en el torbellino de sus pecados minúsculos, que a él se le antojaron gravísimos pecados. El ambientes místico lo envolvió en las sedas y otros de sus palabras promisoras, en el aroma del incienso de las viejas iglesias, en la música impresionante de los cantos litúrgicos, ambiente que se prolongaba hasta lo interminable en sus largos coloquios con las flores, sus amadas inmóviles, aromosas y bellísimas. Estanislao vivió el suave misticismo de la casa solariega, el misticismo consolador y acariciante de las moras divinas, el misticismo preñado de misterios del agua, de los céfiros y de las flores. Y en su cerebro de palurdo aquel pensamiento absorbente se impuso a los demás, poquísimos en número, y se constituyó en dueño y señor de aquel hombre rústico, que en la vida terrena no tuvo más satisfacciones que las poéticas de las mañanas primaverales saturadas del aroma de las flores, sus amigas, sus novias, sus hermanas.
Tuvimos ocasión de verle salir de la casa en que cuida los jardines, en pleno Paseo de Montejo, y emprender con su andar acelerado, muy pechisacado y rozagante, el recorrido de la hermosa avenida, duramente castigada en su parte central por los adoradores del sol canicular. En aquellos tiempos de exacerbación de su mística dolencia, Estanislao iba por todo el Montejo prodigando sus sermones y sus exhortaciones. Encaramado en el improvisado púlpito de cada uno de los soportes centrales de la luz eléctrica, el beato jardinero se dirigía sin descanso a sus imaginarios feligreses, hilvanando homilías y sermones, oraciones y plegarias, rosarios y letanías interminables. Su verborrea demencial era exuberante, frondosa, apasionada, pletórica de ruegos y amenazas, de suaves admoniciones y terribles profecías. El hombre subía y bajaba de sus tribunas callejeras. Su manía, pintorescamente mezclada a su mística parla de raro iluminado, llegó a ser uno de los detalles típicos de la urbe yucateca, recoleta y melancólica. Cayeron los años como un bálsamo reparador sobre la urdimbre excitada de sus nervios enfermos. Se calmaron sus arrebatos místicos, su verbo dejó de estallar en ígneos latigazos contra los pecadores de todas las condiciones y clases. Y refugiado en su Tebaida, entre sus amadas flores y sus delirios, sigue gozando Estanislao de una paz que es única, de la paz de un espíritu que a tiempo se confundió entre la magnificencia del pensamiento divino, que reduce a las nada las miserias y esplendores de la Tierra. 


 **********

Burgos Brito muestra en su obra una actividad literaria sorprendente. Su espíritu y su sensibilidad se proyectan en todas direcciones, asimilando todas las disciplinas, poniendo una simpática nota de estetismo, un sabor capitoso de poesía, un sello de vigorosa personalidad en todas sus proyecciones. Como cronista de las cosas y personas del terruño, presenta un sello propio, una personalidad única, y para siempre un derecho de primacía sobre los que en Yucatán enfoquen a nuestros tipos populares bajo la misma lente del psicoanálisis, tan difícil de manejar sin caer en el abismo del aburrimiento y la pedantería. Comenzó escribiendo para vivir y después ya no podría vivir sino escribiendo. Al cabo del tiempo la literatura se convirtió en su segunda naturaleza y por eso su prosa perdió mucho de su primitivo engolamiento, ganando terreno en soltura, agilidad y expresión. Burgos Brito es considerado uno de los críticos más sensibles, con esa sensibilidad tan necesaria para el crítico como el sentimiento de humanidad para el cirujano. Nuestro escritor muestra una gran actividad literaria sorprendente. Su espíritu y sensibilidad se proyectan en todas direcciones, asimilando todas las disciplinas, poniendo una simpática nota de estetismo, un sabor capitoso de poesía, un sello de vigorosa personalidad en todas sus proyecciones.

José Esquivel Pren.

1) Diccionario de escritores de Yucatán. Roldán Peniche Barrera. Gaspar Gómez Chacón. . Ed. por Instituto de Cultura de Yucatán junto a la Cámara de Diputados, LVIII Legislatura. 2003. Pg. 39.
2) Selección extraída del libro "Tipos Pintorescos de Yucatán". Santiago Burgos Brito, Editorial Cultura México, 1946.