Pool Ix Teresa

Pool Ix Teresa

La mentira de un conejo Esta narración me la hizo doña Loreto Poot del pueblo de Ixil y habla de la mentira de un conejo. En una ocasión hubo un conejo que fue a pasear al monte y que se encontró una matita de maíz en el excremento de una res y dijo:
-Ea, voy a vender mi cosecha este año. Contento regresó y fue rápidamente a pregonar el maíz a mucha gente. Primero fue con doña Cucaracha y le dijo:
-Doña Cucaracha ¿me compras maíz? Estoy vendiendo la carga a un peso.
-¡Cómo no, tráeme una carga! –contestó.
-Para asegurarlo me tienes que pagar primero –contestó el conejo.
-Está bien –contestó la cucaracha- ¿Cuándo me lo entregas?
-Dentro de un mes –respondió el conejo.
Se fue de la casa de la cucaracha y se dirigió con doña Gallina.
-Doña Gallina ¿me compras una carga de maíz?
 -¿A cómo la estás vendiendo? -A un peso la carga.
-¡Cómo no! Tráeme tres cargas. ¿Cuándo me la darías? –le preguntó.
Dentro de un mes –contestó el conejo-. Pero debes pegármelo primero, para que no lo venda a otra gente. -Está bien –respondió la gallina.
Después fue con el señor Zorro. -Buenas, señor Zorro, llegué a visitarte porque ando vendiendo maíz. Si necesitas algo, estoy vendiendo la carga a un peso.
Después de pensarlo un rato, el zorro respondió: -Creo que mejor me traes dos cargas. ¿Cuándo me lo vas a entregar?
-Dentro de un mes, pero me lo tiene que pagar de una vez para que no lo venda a otra gente.
-Está bien –contestó el zorro, y pagó. Después fue a ver al señor Perro y le dijo: -Señor Perro ¿necesitas maíz? Vine a decírtelo porque yo pensé que quizás lo quieres y no vaya a ser que se me acabe.
-¿A cómo lo estás vendiendo? –preguntó el perro. -A un peso la carga.
-Está bien, tráeme aunque sea una caja.
-Pero me lo tienes que pagar ahora –dijo el conejo-, pues mucha gente me lo está pidiendo.
-Cómo no, aquí está el dinero.
El conejo se fue entonces con el señor Tigre y le preguntó:
-Señor Tigre ¿necesitas maíz?, ya casi se me acaba.
-¿A cómo lo estás vendiendo? –preguntó el señor Tigre.
-A un peso la carga. -Está bien, tráeme dos cargas, nada más que no te tardes.
-¿Cómo crees? –contestó el conejo- Cuando mucho te lo entregaré en un mes.
Se fue de allí y llegó con el señor Cazador y le dijo:
-Señor Cazador ¿necesitas maíz? Mucha gente me lo está pidiendo y pensé que “lo mejor es ir a ver al señor cazador”, porque él es mi amigo y por eso aquí me tienes.
-¿Y a cómo lo vendes? –preguntó el cazador. -Estoy vendiendo a un peso la carga, sólo que para asegurarlo me lo tienes que pagar primero, porque mucha gente me está pagando más del valor del maíz, pues saben que estoy vendiendo buen maíz.
 -Si es así, tráeme cuando menos de tres cargas y aquí tienes el dinero de una vez, no vaya a ser que me quede sin maíz.
-Solamente que lo traigo en un mes.
-No importa, con tal de que no se lo vendas a otra gente.
El conejo se fue contentísimo porque ya tenía mucho dinero. Cuando llegó el día en que debía entregar las cargas, fue a ver al monte para ver si ya había crecido la matita de maíz para cosecharlo. Pero se sorprendió enormemente de no encontrar la matita donde la había dejado, pues ya se la había comido el iguano. Esto lo enojó mucho y no supo qué decirle a la gente a quien le había vendido el maíz. Muy preocupado se sentó sobre una piedra a pensar muy bien lo que podía hacer. Y en el camino a su casa siguió pensando lo que podría hacer con ese problema. Comenzó por avisar a los compradores sobre el día y la hora en que debían pasar a recoger su maíz. La cucaracha fue la primera en llegar.
El conejo fingió que estaba moliendo pozole.
-Buenas, señor Juan –dijo doña Cucaracha.
-Buenas. Entra, doña Cucaracha –respondió el conejo. Como ves estoy moliendo el pozole y haciendo la comida para los señores que fueron a la cosecha. Ya se me hizo tarde. Nirik´, nirik´, nirik´ sonaba la piedra donde molía. El conejo entraba y salía presuroso de la casa. Cuando vio que llegaba doña Gallina rápidamente entró en su casa y le dijo a doña Cucaracha:
-Doña Cucaracha, ¿sabes una cosa? Está viniendo doña Gallina, escóndete detrás de la puerta, porque si te ve te come.
 -Buenas, señor Juan, vine por mi maíz –dijo doña Gallina. -Ahora voy. Estoy muy atareado, tengo que moler el pozole y hacer la comida para los cosechadores. Espera un momento a que termine mi molienda. Llegó otra vez donde estaba el metate y comenzó a moler. Nirik´, nirik´, nirik´ , sonaba el metate así porque no estaba moliendo nada encima.
Dejó de moler, se acercó a doña Gallina y le dijo en voz baja: -¿Sabes una cosa? Doña Cucaracha está escondida detrás de la puerta. La gallina fue rápidamente detrás de la puerta y posom, posom, se tragó a la cucaracha. Mientras tanto el conejo, temblando, entraba y salía de la casa.
-Buenas, señor Juan, vine a buscar mi maíz –dijo el señor Zorro.
-Ejem, espera. Trabajo con mucha prisa porque estoy solo. Nirik´ , Nirik´ , nirik´ y de nuevo se puso a moler. Momentos después se acercó a decirle a doña Gallina así:
-Escóndete debajo de la mesa, porque acaba de llegar el señor Zorro, no te vaya a comer. Cuando salió le dijo al zorro así:
-Debajo de la mesa está doña Gallina. El zorro entró corriendo a la casa y fue directamente debajo de la mesa, atrapó a la gallina y se la comió. En ese preciso momento vio que llegaba el señor perro y fue a decirle al señor Zorro:
-Señor Zorro, señor Zorro, escóndete por que está llegando el perro, no te vaya a matar –dijo esto y volvió a fingir que trabajaba. Cuando llegó el señor Perro le dijo:
-Debajo de la mesa está escondido el señor Zorro. El perro se abalanzó sobre el zorro y lo mató.
El conejo volvió a aparentar que trabajaba y en eso vio que llegaba el señor tigre. Entonces fue a decirle al señor Perro:
-Señor Perro, escóndete, porque está llegando el señor Tigre; lo mejor es que te guardes. El señor Perro se fue a esconder dentro de la casa. De nuevo el conejo fingió que estaba moliendo y cuando llegó el tigre le dijo: -Adentro está escondido en señor Perro. Entonces el tigre entró y mató al perro. El conejo continuó moliendo y cuando vio venir al cazador rápidamente entró a decírselo al señor Tigre:
-Señor Tigre, señor Tigre, escóndete, apúrate, porque ahí viene el señor cazador, no te vaya a matar. Cuando lo escuchó el tigre entró a esconderse rápidamente en la casa.
-Buenas, señor Juan, vine por mi maíz –dijo el cazador llegando a la puerta.
-Ejem, espera un momento –y salió a decirle en voz baja
-¿Sabes qué?, dentro de la casa está escondido el señor Tigre, si quieres entra y lo matas. -¡Cómo no! –respondió el cazador:
-Ni tú ni yo: el maíz no existe. Mejor dame la carne y te quedas con la piel. Una vez que se lo dividieron, quedaron contentos.
Como en todas las narraciones sobre el conejo Juan, éste salió bien librado del problema en que se había metido. Cuando pasé por allá, el conejo estaba vendiendo carne.

1) "Cuentos Mayas Tradicionales". Irene Dzul Chablé, Colección Letras Mayas Contemporáneas 1994. Pg.33.. 

Burgos Brito, Santiago

Burgos Brito, Santiago
 (1891-1970)

 Maestro, literato y periodista. Nació en Maxcanú, Yucatán y murió en la ciudad de Mérida. Cursó estudios en el instituto Literario y egresó de la Escuela de Jurisprudencia, en la que llegaría a ser director por largos años. En la administración pública ocupó diversos cargos como los de Director de Cultura Estética, Director General de Bellas Artes, Procurador General de Justicia, Director de Estadística, Trabajo y Bienestar Social, y Secretario General de Gobierno. Fue articulista en revistas y periódicos yucatecos, director del Diario del Sureste de 1934-1935. Así mismo colaboró con el Diario de Yucatán y el Novedades. Utilizó los seudónimos de Jacques de Bourges y Jorge de León. También tuvo a su cargo la Biblioteca Central “Manuel Cepeda Peraza”. Fue fundador de la Alianza Francesa de Mérida y el Gobierno Francés le concedió las Palmas Académicas. Ejerció la docencia en planteles educativos de la capital yucateca y fue director de la Escuela Secundaria Federal para Hijos de Trabajadores. Fue un escritor de amplia cultura y un buen crítico literario. Entre las obras que publicó encontramos: Tipos pintorescos de Yucatán; Chopin, el poeta del piano; Gentes y cosas de mi tierra; Siete cuentos; Siluetas literarias y también hizo una obra de corte biográfico denominada: Memorias de Julián Rosales. En 1965 le fue otorgada la medalla Eligio Ancona por el Gobierno de Yucatán. 


TIPOS PINTORESCOS DE YUCATÁN

Estanislao, Siervo de Dios y amante de las flores Ha cambiado mucho Yucatán, no cabe duda. Desmazalado, flojo, abatido, su gran espíritu de antaño se ha ido encogiendo poco a poco, tal una fruta seca, arrugándose, empequeñeciéndose, aunque conservado siquiera el gratísimo aroma del recuerdo imborrable. Por aquellas calles meridanas de hoy ya no circulan ni aquellos tipos populares de antaño, la flor y nata medicinal y la vagancia, o el ejemplo vivo del trabajo que sabe sazonarse con la gracia y el donaire. De todo hubo en esos hombres que han ido pasando, seres que vivieron al margen de las convenciones sociales, enemigos de normas hipócritas, prontos a gritar su verdad, al amparo de una deformación espiritual más o menos existente, algunas veces fruto de una magnífica simulación. De todo hubo en la extinguida tribu de nuestros tipos populares. Desde el dipsómano con pretensiones de filósofo como el Vate Correa, hasta el trabajador infatigable que, como el Negro Miguel, se busca el pan cotidiano con un cantar en los labios y un vaivén afrocubano en la cintura. 
El espíritu yucateco, la sal de la tierra, no gustaba solamente del poblado recinto cerebral de los intelectuales. Quizá no se sentía del todo bien en aquellas apreturas, entre tantos conocimientos acumulados, entre ideas cuya trascendencia anublaba su visión maravillosa de las cosas. Y de cuando en cuando escapábase travieso, para buscar refugio en el alma incomprensible de un mendigo callejero, en la psiquis torturada de un ebrio consuetudinario, en la mente agitada de un lunático o en el cerebro primitivo de un vendedor de embutidos y sorbetes. Los tipos populares se formaron así. Surgieron como en una generación espontánea, como si el aire de la ciudad emeritense estuviese cargado de simiente y ésta se hubiere repartido en proporciones abundosas en la multiplicidad de los cerebros. Mucho era el espíritu existente en el Mérida de los tiempos que fueron, el suficiente para dejar al Acrópolis y descender hasta la plaza pública y confundirse con las multitudes y poner un sello de originalidad, de inconfundible estilo, hasta a las vulgaridades del arroyo, hasta a las desviaciones y torpezas de la madre Natura. Así nacieron nuestros tipos populares meridanos, hombres y mujeres que con su deformación espiritual escribieron páginas curiosas en la historia de nuestras costumbres, y que sugieren motivos de estudio para quienes cultiven el folklore y la novela. Se los ha tragado el tiempo. Decrépitos y decadentes, ya sólo quedan dos o tres: Goyito, Estanislao y acaso Carenzo, el campeón de los pedigüeños en tierras montejunas. Los tiempos modernos no han creado nuevos tipos de su especie, quizá porque en los humildes de hoy, en los enfermos incurables del bolsillo y de la mente, el momento angustioso de la tragedia constante no permite al espíritu el alegre triscar en las campiñas del olvido, sino el rugir de la fiera acosada, que siente agigantarse el peligro en cada minuto de la vida miserable. El café “Ambos Mundos” estaba situado frente al costado norte de la Plaza Principal, lugar en el que ahora existe un salón de billares. Su propietario, don Juan Ausucua Alonso, era un antiguo librero español, emprendedor y diligente, que hizo el milagro de convertir su establecimiento en centro de reunión de intelectuales y estudiantes. Su afable sonrisa, el chispear de sus ojos microscópicos, y acaso el recuerdo de sus tiempos de vendedor de libros, atrajeron al “Ambos Mundos” a la clientela más simpática, aunque la menos productiva. Los de nuestro curso de Preparatoria teníamos una mesa especial, situada muy al fondo, en una penumbra discreta, muy propicia para cambios de impresiones y lecturas de algo que aspiraba a ser literatura. Y allí, no muy cómodamente sentados que se diga, aunque sí muy a gusto, comentábamos cuanto tema nos caía en las manos y nos salpicaba el espíritu.
Por momentos había que suspender la plática. Era que Leopoldo Martínez, el modesto pianista de la clientela bullanguera, atacaba cualquiera de las piezas de moda, en espera de un momento de calma que le permitiera intercalar algún trozo de música selecta. Leopoldo sufría lo indecible en aquel ambiente heterogéneo, en el cual no podía interpretar sino las vulgaridades de su repertorio. Alguna vez nos confiaba sus tristezas de pianista sin recursos, obligado a ejecutar obras que repugnaban a su sentido artístico. Yuna infinita melancolía velaba por instantes la negrura de sus ojos. Los estudiantes le contagiábamos al fin con nuestras despreocupaciones y nuestras alegrías. Y cuando en el campo de nuestras percepciones irrumpían los ritmos de una jota españolísima, era que Leopoldo Martínez, contaminado de juveniles humorismos, saludaba la entrada de un curioso personaje, de un parroquiano que día a día, en la atmósfera caldeada de café, ponía la nota de lo excéntrico, de lo curioso y de lo pintoresco. Entre burlas y picores hacía casi siempre su entrada triunfal Estanislao, el hombre de la eterna sonrisa de incomprensibles bondades humanas. El mocerío se agitaba en el rebumbio de la burla inocente, sin jamás llegar a los actos despiadados y agresivos. Tenía que ser, pues así el hombre aquel deba risa por su indumentaria y por el sesgo extravagante de sus palabras y sus actitudes, la propia torcedura de su pensamiento imponía respeto, quizá porque perforaba el misterio de las cosas con sus inconexas prédicas de monje laico que sin descanso regaba por las calles meridanas, confundidas en la indiferencia y el escándalo del mundanal ruido. Alguna chaqueta de color subido y unos pantalones arrollados hasta la rodilla. Los pies descalzos, exhibiendo magníficos juanetes. Cintajo de color rojo y en el sombrero, amén de alguna que otra pluma y otro adorno cualquiera, unidos a dos o tres escapularios de sus santos favoritos, constituían la indumentaria del curioso sujeto. Con una especie de bordón de peregrino en la diestra callosa, rústico bastón de longitud respetable y aún con los aromas de su silvestre procedencia. Estanislao, el rubicundo español de los lacios bigotes y los ojos claros, era el cliente más festejado de la bohemia estudiantil del “Ambos Mundos”. Nunca se le vió incomodado, ni aún en los trances más apurados de la chacota de aquella parroquia de truhanes, de estudiantes y de mozas del partido, irreverentes y procaces. Por el contrario, bastaba que Leopoldo Martínez iniciara los primeros compases de una jota aragonesa, para que el hermano Estanislao, con bordón y todo, con la más beatífica de sus sonrisas, acometiera la imposible tarea de interpretar la más movida de las danzas españolas, con sus pies juanetudos y su pobre humanidad cargada de culpas y de misticismos. Porque este buen hombre, jardinero de oficio y predicador callejero por azares de la suerte, vivía en un mundo de goces y delicias, de maravillosas beatitudes, gracias a cierta desviación cerebral que lo puso al margen de todas la calamidades de la vida. 
Estanislao era uno de estos católicos fervientes, de una sinceridad indiscutible, tan sincero que, acaso por eso, meditando en ciertas incongruencias de sus hermanos en la fe, en las contradicciones bochornosas entre la doctrina y la acción, entre la materia y el espíritu, entre lo teórico y lo práctico, ocurrióle como a Don Quijote, que del mucho pensar se le secó el cerebro, o al contrario, florecióle en delicadas y exquisitas fantasías. Con el alma metida entre sus flores, con el pensamiento humedecido por el regar constante, que en su conciencia formaba como riachuelos de frescor divino, Estanislao quedó prendido en la red de sus contradicciones, en la vorágine de sus propias torpezas, en el torbellino de sus pecados minúsculos, que a él se le antojaron gravísimos pecados. El ambientes místico lo envolvió en las sedas y otros de sus palabras promisoras, en el aroma del incienso de las viejas iglesias, en la música impresionante de los cantos litúrgicos, ambiente que se prolongaba hasta lo interminable en sus largos coloquios con las flores, sus amadas inmóviles, aromosas y bellísimas. Estanislao vivió el suave misticismo de la casa solariega, el misticismo consolador y acariciante de las moras divinas, el misticismo preñado de misterios del agua, de los céfiros y de las flores. Y en su cerebro de palurdo aquel pensamiento absorbente se impuso a los demás, poquísimos en número, y se constituyó en dueño y señor de aquel hombre rústico, que en la vida terrena no tuvo más satisfacciones que las poéticas de las mañanas primaverales saturadas del aroma de las flores, sus amigas, sus novias, sus hermanas.
Tuvimos ocasión de verle salir de la casa en que cuida los jardines, en pleno Paseo de Montejo, y emprender con su andar acelerado, muy pechisacado y rozagante, el recorrido de la hermosa avenida, duramente castigada en su parte central por los adoradores del sol canicular. En aquellos tiempos de exacerbación de su mística dolencia, Estanislao iba por todo el Montejo prodigando sus sermones y sus exhortaciones. Encaramado en el improvisado púlpito de cada uno de los soportes centrales de la luz eléctrica, el beato jardinero se dirigía sin descanso a sus imaginarios feligreses, hilvanando homilías y sermones, oraciones y plegarias, rosarios y letanías interminables. Su verborrea demencial era exuberante, frondosa, apasionada, pletórica de ruegos y amenazas, de suaves admoniciones y terribles profecías. El hombre subía y bajaba de sus tribunas callejeras. Su manía, pintorescamente mezclada a su mística parla de raro iluminado, llegó a ser uno de los detalles típicos de la urbe yucateca, recoleta y melancólica. Cayeron los años como un bálsamo reparador sobre la urdimbre excitada de sus nervios enfermos. Se calmaron sus arrebatos místicos, su verbo dejó de estallar en ígneos latigazos contra los pecadores de todas las condiciones y clases. Y refugiado en su Tebaida, entre sus amadas flores y sus delirios, sigue gozando Estanislao de una paz que es única, de la paz de un espíritu que a tiempo se confundió entre la magnificencia del pensamiento divino, que reduce a las nada las miserias y esplendores de la Tierra. 


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Burgos Brito muestra en su obra una actividad literaria sorprendente. Su espíritu y su sensibilidad se proyectan en todas direcciones, asimilando todas las disciplinas, poniendo una simpática nota de estetismo, un sabor capitoso de poesía, un sello de vigorosa personalidad en todas sus proyecciones. Como cronista de las cosas y personas del terruño, presenta un sello propio, una personalidad única, y para siempre un derecho de primacía sobre los que en Yucatán enfoquen a nuestros tipos populares bajo la misma lente del psicoanálisis, tan difícil de manejar sin caer en el abismo del aburrimiento y la pedantería. Comenzó escribiendo para vivir y después ya no podría vivir sino escribiendo. Al cabo del tiempo la literatura se convirtió en su segunda naturaleza y por eso su prosa perdió mucho de su primitivo engolamiento, ganando terreno en soltura, agilidad y expresión. Burgos Brito es considerado uno de los críticos más sensibles, con esa sensibilidad tan necesaria para el crítico como el sentimiento de humanidad para el cirujano. Nuestro escritor muestra una gran actividad literaria sorprendente. Su espíritu y sensibilidad se proyectan en todas direcciones, asimilando todas las disciplinas, poniendo una simpática nota de estetismo, un sabor capitoso de poesía, un sello de vigorosa personalidad en todas sus proyecciones.

José Esquivel Pren.

1) Diccionario de escritores de Yucatán. Roldán Peniche Barrera. Gaspar Gómez Chacón. . Ed. por Instituto de Cultura de Yucatán junto a la Cámara de Diputados, LVIII Legislatura. 2003. Pg. 39.
2) Selección extraída del libro "Tipos Pintorescos de Yucatán". Santiago Burgos Brito, Editorial Cultura México, 1946.

Ávila Arnaldo

Arnaldo Ávila
1954

Obras escogidas del libro “Los Ángeles rotos de Nuestro Señor”
Premio Estatal de Cuento “Ermilo Abreu Gómez” 1991.



MARELLA

A Mirna Bonilla

Conocí a Nilvia la tarde de un sol ahogado en fuego de olas, la miré absorto desde el único muelle de la isla: Nilvia se revolvía suave en el viento, los botes iniciaban mar y Nilvia bailaba al compás de una música imaginaria, danzaba con el cuerpo involucrado en el ritmo de la marea. Mi adolescencia transcurrió entre playas que perdían distancias ante el avance del mar, gaviotas suspendidas sin agitar alas, pájaros quietos sobre la isla, caprichos de viento que friegan palmeras e inventan fantasmas en los cristales, y la presencia de Nilvia: cabellos enmarañados en huracanes invisibles, pies desnudos que pisan lunas secas en la playa; entonces en esa adolescencia, sentí a Nilvia desbordada de corales púrpuras a través de tactos que no era míos porque me encontraba aquí, porque permanezco y estaré aquí, inmóvil, observando evoluciones que se negaron en la niñez, imaginaciones privadas en esa infancia torpe; pero ahora aquí, Nilvia desemboca sueños reprimidos y puedo recorrer con los pies de ella, persuadirla con otros labios, y con lenguas prestadas y estos dedos inútiles palpar sus rincones de pez, puedo platicar con ella aún en su ausencia, hablar sin retos de distancias.
La casa de mi padre domina parte de la isla, puedo ver desde mi lugar los esqueletos vencidos de barcos que yacen entre arrecifes, y un poco más al sur, la casa de Nilvia formada con paredes de sal, de allí, veo a Nilvia emerger como bruma de mar, desde mi sitio camino con ella, sonríe, juguetea los hombros y corre ligera. El sol es íntegro en la isla. Nilvia escondida entre dunas. Nilvia avanza hacia mí. Paisaje de corales inmóviles. Gaviotas de picada contra las olas. Nilvia y el mar los únicos escapes. Océano compuesto de pequeños soles que acosan mi ribera. Ella acaricia mi frente con brisas escarlatas, tomo a Nilvia de las caderas, levanto sin prisas su vestido de niebla y descanso la mejilla en su sexo de escamas impenetrables; entonces lloro y Nilvia me toma del rostro mientras sus dedos recorren mis piernas inertes, grito con furia, y ella me consuela mostrándome un mar pleno de rastros iracundos y sueños esperanzadores.
Nilvia está de nuevo en la playa, permanece sentada mirando hacia mi ventana, la observo y estoy con ella en otro ser, la tomo del brazo y él le musita algo al oído, Nilvia sonríe y mira otra vez mi ventana, y los tres nos marchamos pensativos entre espumas, gaviotas y el oleaje que está ganando playa.



NOTA FORZADA

Hoy al despertar me observé en la medialuna del guardarropa, ese espejo que olvida los perfiles de mi imagen pasada y no hallé otro remedio que aceptar la evolución hacia la nueva figura. Mis líneas las miro aún inconclusas aunadas a mi poca voluntad que no osa truncar la marcha de esos estrictos renglones. Desde aquí veo impotente a esos enanos de plomo saltar sobre mis formas, construyendo con malévolo acento: palabras, enunciados de sus propias ideas. Desde aquí miro reunirse a estos gnomos metálicos para confabular, mentir, falsear y poder manipular los actos de aquellos que los tienen entre las manos. Ahora esos engendros de metal con significado dictan conductas a seguir, y no surge objeción por mi parte para difundir sus pensamientos. Esos dictados ajenos los intuyo recorriendo mis arterias, los ideo adueñándose de mi materia gris convirtiéndola en una amalgama de vocales y consonantes cuya coherencia crea ficciones que yo transmito sin el menor razonamiento a todo aquel que me toma. Esos pequeños manipuladores me han transformado en una materia que apenas alcanza a fabricar algunas ideas por sí misma. Desde el primer momento que los ví, supe de mi importancia ante ellos, formaban un bloque de ideas que no fui capaz de eludir, esos pensamientos fueron manejando a su antojo otras cosmovisiones, alterando los verdaderos sentidos, violando verdades para resucitarlas en sus verdades, reproduciendo en mi conciencia voces de autoridades a sus caprichos.
Estoy frente al espejo, aguardando a una potencial víctima, esperando lanzar una avanzada de párrafos que avasallen conciencias. Espero aquí, entre millares de letras, convertirme definitivamente en ese periódico que tú muy pronto leerás como yo lo hice alguna vez.



LA HUELLA DEL JAGUAR.

Permanezco en la arena resistiendo los últimos impulsos de la tormenta, cierro los ojos obligado por el sueño, duermo, al despertar el tiempo ha transcurrido sin prisas, antes de dormir el sol llegaba vertical en la playa, en estos instantes la claridad se consume con lentitud en la aguas. Me doy cuenta: el lugar obtiene el verdor de loros, todo es verde, incluso mis manos han adquirido el color de aquellos pájaros. La noche crece cuando la playa posee tortugas que anidan en las arenas, ovan y regresan al mar formando veredas de espuma. Recuerdo: la nave acorralada por viento y marea, el mástil despeñándose sobre la proa. Recuerdo: estamos aferrados a un pedazo de navío, miro los rostros de mis compañeros y comprendo su desesperación, los pies ausentes para el tacto, no sienten las escamas de los peces del mar. Recuerdo: los brazos hacen esfuerzos por alcanzar la orilla del horizonte. Es noche y mi cuerpo inerte no reacciona ante los impulsos de la voluntad, las olas se escuchan lejanas confundiendo los sonidos que me rodean. Amanece, nuevamente dormí, los ruidos retornan para formar laberintos en la playa, el mar es nuevo, el sol tiene los rayos suaves y verdes, mi puño encierra un objeto que no adivino, quiero disolver el amarre de los dedos sin conseguirlo, en eso escucho voces incomprensibles. Estoy de pie, alguien me sostiene y punza mis costillas, aturdido no distingo a los seres que han llegado con el alba. Comenzamos a caminar poco a poco la luz despeja brumas y resaltan a la vista el resplandor de los árboles, sólo el verdor acosa nuestros pasos, mi cuerpo ha tomado los tonos de la vegetación, oigo el cansancio de mis compañeros a través de respiraciones cortadas. La lluvia se precipita nuevamente y los truenos caen capturados en caracoles que llevan los guerreros, éstos soplan las conchas y el espacio es mar y brisa. Observo: la avanzada enemiga corta trecho con ligereza; son hombres tigres que olfatean el aire, husmean raíces sin temor y entre los relámpagos del vendaval avanzan sin temor, por la retaguardia algunos enanos de vestidos y plumajes multicolores recogen puntas de rayos, señalados anteriormente por los hombres felinos, y apaciguan el calor del relámpago con las manos. Los guerreros tigre toman las flechas enastadas con puntas de rayo y se abren camino, la lluvia opaca las cosas, es recia, y mi piel al mojarse se vuelve transparente, y es agua; igual que el mar y el rocío de estas tierra, los guerreros al percatarse de ello, sonríen mostrando sus dientes de esmeralda. Nuestros pasos concluyen en una ciudad de piedra en el momento que el sol se deshace en el cielo, todo queda de púrpura intenso, sólo los ídolos conservan el brillo húmedo de la selva. La gente nos rodea y sofoca, veo ancianos escupiendo humos contra nuestros cabellos, alargan las manos arrancándonos mechones de barbas, entonces, hombres jaguares hacen sonar troncos huecos y los caracoles sueltan ruidos prisioneros de la tormenta, pronto es silencio; de las estelas manchadas de sangre, se liberan dioses de piedra que plantan un árbol, otro dios surgido de la tierra lo arranca y lo divide en dos partes. Observo: mi piel ya no es transparente sino ha adquirido la opacidad de las rocas.
Semanas pasan sin que el sol se libere del influjo de la luna, situación que no permite distinguir la mañana de la noche, desde las jaulas de selva, donde permanecemos prisioneros, miro grupos de ancianos horadar sus lenguas y derraman la sangre en los dinteles situados en las esquinas del templo principal. Los enanos aúllan, escarban y descubren espejos ocultos en las cavernas de agua, el pueblo manifiesta su miedo escapando de los cristales, los hombres pequeños obligan a mirarnos en los espejos, mis compañeros no puede percatarse del cambio sin embargo, yo veo reflejar sus cuerpos con el corazón aflorando en los pechos, y los miro muertos con las carnes pútridas colgadas en las osamentas. El sacerdote y yo somos los únicos intactos, pero el conserva la identidad y yo casi mi pierdo en diferentes figuras de este sitio. El secreto del puño se revela, observo: un crucifijo sin Jesús y en su lugar yace clavada una serpiente de oro, en eso miro el sol coagulado de donde se desprende el jaguar de fuego, me habla y lo entiendo.
“Los míos ni miran espejos, ellos no encuentran imágenes, temen porque agonizan, es necesario cebar de sangre a la serpiente”.
El jaguar ante una mujer que hiende mis carnes, ella va formando dibujos extraños en mi cuerpo. El jaguar ordena; el sacerdote y yo somos libres, mientras nos alejamos, la ciudad va muriendo sin dejar rastros de existencia. Caminamos muchísimo y nos hallamos de nuevo frente al mar; sin embargo, siento necesidad de seguir las huellas del jaguar para retornar al pueblo perdido, me detengo y miro los ojos de mi amigo, él parece entender, lo abrazo, y parto confundiéndome entre los verdes, la lluvia y las piedras de este lugar.

Sauri Bazán Oscar

OSCAR SAURI BAZÁN.
1958


Nació en Cansahcab, Yucatán, es Licenciado en Derecho por la Universidad Autónoma de Yucatán en 1987. En sus años de juventud participó en política estudiantil. Fue militante del Partido Comunista Mexicano, del Partido Socialista Unificado de México, del Partido Mexicano Socialista y del Partido de la Revolución Democrática.
En varias ocasiones fue candidato a puestos de elección popular. Se desempeñó como coordinador estatal de Bibliotecas Públicas Municipales de 1985 a 1987. Asimismo ha sido director del Centro Cultural Obrero y Delegado Estatal de la Confederación Nacional de Artistas en Yucatán. Fungió como Director de Literatura del Instituto de Cultura de Yucatán y Secretario del Centro Yucateco de Escritores.
Se desempeñó como catedrático en diversas preparatorias. Recibió el Premio Estatal de Poesía Clemente López Trujillo en 1996. Es autor de las obras Poética (1992), Otras lluvias (2000) y Erótica (2000). Textos suyos aparecen en las antologías Los convidados y La voz ante el espejo (1995).
Fue colaborador del Diario de Yucatán y del suplemento literario El juglar del Diario del Sureste así como coordinó la revista cultural Camino Blanco del ICY.
También se le reconoce como actor y poeta. Ha publicado una plaqueta de poesía en la colección La hoja murmurante, editada por la editorial La Tinta del Alcatraz, del Edo. De México.
Es activista y ensayista político y promotor de los derechos humanos en su estado natal.




OTRAS LLUVIAS

Colección Premios Estatales de Literatura


Lluvia

La lluvia es un milagro disperso…
cuaja en espejos diminutos,
golpea la piel de los difuntos,
arremete en el cuerpo sudoroso
de los amantes que la beben.
Es elemento plural de la existencia,
esta existencia nuestra
que nos llena las venas de intemperie.
Es el momento húmedo del día…
cuaja en nuestras lágrimas,
incendia la alegría,
oprime la nostalgia,
nos llama a estar vivos
aunque nos muera el tiempo.
La lluvia
es el misterio hecho pedazos.



Los cuerpos

Van los cuerpos tranquilos a la tarde
como simples recuerdos.
Sueñan soles, estrellas,
buscan aires ocultos
entre sombras ardientes,
en los musgos amargos.

Son los cuerpos la clara conciencia
que padecen los hombres de este tiempo:
van a nombrar al mundo,
con sus pies, con sus manos,
estos cuerpos terribles
que se invaden exhaustos.



Lástima

Lástima que me dieron
un rosario de ideas incorrectas.
Me enseñaron a odiar al tirano
a no obedecer al que rompe la orquídea del mañana.
Lástima que me mostraron
a unos niños llorando en torno
de un comal sin leña y sin maíz
sin fuego, sin manos, sin pies
sin padre, sin madre.
Lástima de mí, de mis hijos
porque estamos tatuados
por esta mala idea de amar
por esta facilidad de anudar la garganta
ante la terquedad de saber de los pobres.
Lástima, que lástima
los altares han cambiado
la cruz está vacía
están levantando cada día
el cadalso mundial de más crucificados.



Silencio.

El silencio se esconde en las paredes.
Es un paisaje desmantelado
en las orejas de los sordos,
es el viejo decir de la memoria.
Silencio: bullicio, lluvia frágil,
imaginación del solitario habitante
de unos cuartos de hotel abandonados.
Y sin embargo, cuántos ruidos esconde,
cuántos gemidos que sucumben y besan,
cuántos estertores y tronar de huesos,
oxidaciones de semen, sudor y sangre;
palpitaciones de vino en el corazón
de los convidados a la fiesta de la carne,
fiesta de la vida, la vendimia del sexo
(la convocatoria de un Dios que olvidó su llamado
y se asusta de tanto silencio
hecho ruido de seres que se aman, crecen y multiplican su imagen).
Silencio paisaje, silencio paisano
y compañero, díctame tus sabores y tus ritmos,
déjame que respire tus aromas,
suena las melodías de ranas y peces
que te pueblan en la selva, en el mar.
Yo nací para dar testimonio de tus obras.


**********

… “pero la melancolía que asoma en los temas de Sauri Bazán no es aquella de signo pasivo, humanamente estéril, flor de retórica. El poeta no suspira, cansino, ante las afrentas del destino: se yergue, memorioso, y levanta una a una las capas de musgo para acariciar el primitivo nivel de pureza de la especie, el edénico espacio con que sueñan todos los creadores.
El otro es el rincón de la rebeldía. El poeta golpea las palabras y no permite que se acantonen en ellas los hechizos del disimulo o los oropeles de la condescendencia. Ejerce el peligroso, irresistible arte de no callar el sentido real de los vocablos que la costumbre —crédula mayordomía— ha congelado. La voz despierta y ya no calla porque ‘grita el dolor de los hombres’.
… el lector avisado reconocerá que Sauri Baeza, en busca de su propia parcela, ha recolectado frutos de Pellicer y Neruda. El paisaje de ambos se percibe detallista, sensual, comprometido en muchos apaederos del poemario, tales como La verdad, Insomnio, Tortilla y Lenguas. Otro maestro ¿y de quién no? es Octavio Paz. Su quemante versificación se fracciona en ejemplaridades que Oscar no se atreve a desdeñar y humildemente asume.
…Sauri no permite la lectura plácida, morosa e indiferente. Su voz es de las que despiertan, empapan y alimentan”.

Citas sustraídas del Prólogo de “Otras Lluvias” escrito por
Jorge H. Álvarez Rendón.

Otero Rejón Javier

JAVIER OTERO REJÓN

El discípulo amado y otras historias.



“De la noche a la mañana”

...Por eso, cuando la reflexión sobre la moralidad, equidad o conveniencia de un acto dilataba, y amenazaba con la tardanza, con fractura el frágil vaso de su corazón de porcelana “celadón”, opta entonces por el Pragmatismo…
El corazón de Eulalia era similar a aquellos legendarios tazones de porcelana china de la dinastía Sung, conocidos como “celadones”, de los que se decía que cuando en ellos se servía veneno se quebraban. Semejante era su corazón pues cuando contenía una preocupación, se estremecía hasta parecer quebrarse. Y si nunca se había quebrado era porque Eulalia siempre resolvía su preocupación.
Siempre la resolvía pero no siempre afortunadamente ni siempre de acuerdo con la sensatez. Esta insensatez suya tan apresurada, tan afligida, tan necia, definía a Eulalia como una hedonista en el terreno moral: no la preocupaba tanto el Bien como la preocupación por el Bien. La finalidad de Eulalia siempre seguía en sus reflexiones, era no incomodarse o sentirse culpable.
Por eso, cuando la reflexión sobre la moralidad, equidad o conveniencia de un acto dilataba, y amenazaba con la tardanza, con fracturar el frágil vaso de su corazón de porcelana “celadón”, optaba entonces por el Pragmatismo: la solución más rápida (aunque no pensaba tal vez debidamente , o contraria a sus principios usuales).
Era curioso notar como en Eulalia la reflexión prolongada conducía inequívoca y paradójicamente a la irreflexión. Y terminaba cometiendo aquellos errores cuyo evitamiento fue el móvil de detenerse a reflexionar.
Lo dicho: no le preocupaba la Moral sino la preocupación por la Moral.
Cuando Eulalia abría sorpresivamente los ojos y luego parpadeaba diciendo: “Bueno ¡ya está!”, la gente a su alrededor —que la conocía bien— podía saber que acababa de solucionar un problema que la había estado atormentando. Y que lo había resuelto arbitrariamente.
Claro que esto no era tan peligroso, toda vez que de las decisiones de Eulalia no dependía la seguridad pública. Ni siquiera la seguridad de su familia pues siendo la hija menor de una familia donde había hermanos y recursos, su función se limitaba a la administración de su propia vida. De modo que la preocupación no era antigua pues Eulalia era joven y es sabido que en la infancia un individuo no se autodetermina, pero desde que había asumido esa moralidad de la existencia —la autodeterminación— había resuelto la problemática de la deliberación moral, con la improvisación.
La pena que actualmente gravitaba peligrosamente sobre las débiles estructuras emocionales de Eulalia, era bastante vulgar en su edad: era de índole romántica. Eulalia Profesaba la tesis de que los problemas de la adolescencia son tan graves como los de la adultez y por ello sufría con tragicidad griega, las confusiones en que la sumía la severidad de su “Super Yo”.
En resumen, el conflicto era que amando a un hombre quería dejar de amarlo para poder amar a otro —al que ciertamente podía no amar aún— pero a quien encontraba profundamente amable.
La historia del asunto era igual que el asunto: vulgar. Eulalia había adquirido como novio al tipo de hombre que en el medio social hubiese podido aprobar en un examen de “buenos partidos” con calificación de SUMA CUM LAUDE. Tal era Alfredo: la propiedad personificada.
Era de buena familia (lo cual era “importante” aunque el adjetivo de BUENA calificase más la relaciones sociales que propiamente el obrar). Era, considerándolo más objetivamente, de familia conocida y el hecho de que la familia de Alfredo fuese conocida tanto por su abolengo como por las inmoralidades sabidísimas de todos, era cosa que, en última instancia, se toleraba como pecata minuta.
Alfredo también era rico, con restricciones ciertamente porque podía muy bien entenderse la economía de su familia como “venida a menos” después de dos quiebras justificables en gran parte por las inmoralidades ya mencionadas. Pero tenía una profesión que, con las relaciones que contaba en el medio, era sumamente rentable: Administración de Empresas, título que, además era muy vestidor.
Esto hubiera sido suficiente en Alfredo para hacerlo protagonizar el sueño de cualquier muchacha local, pero tenía además una ventaja adicional: ser regularmente atractivo. Esto había redondeado su imagen de BUEN PARTIDO SUMA CUM LAUDE y había, desde hacía dos años, precipitado en Eulalia la decisión de amarlo como su único amor, con el beneplácito de toda la familia.
Pero sucedía —y éste era el conflicto— que la unicidad de tal amor había sufrido serio revés con la aparición catastrófica de Alberto.
Alberto era la antítesis de Alfredo, pero por aquellas ambivalencias del criterio femenino, también le resultó a Eulalia irremediablemente irresistible. Alberto no era de la ciudad.
Llegó de pronto. Era fuereño y eso en la ciudad provinciana, era una situación digna de consideración pues si bien no era “conocido”, era porque NO PODÍA SER CONOCIDO por ser fuereño (lo que le daba alguna superioridad sobre los “desconocidos” locales a quienes las familias “conocidas” no conocían ni querían conocer. Más bien los desconocían cuando los enfrentaban). De modo que la respetabilidad que podía gratuitamente otorgársele dependería directamente de quien lo introdujese en los cerrados círculos de la sociedad local.
Tal es la mecánica social en provincias. Entre los antagonismos que Alberto oponía a Alfredo estaba lo precario de sus bienes de fortuna y lo poco prometedor de su actividad productiva: era modelo.
El cómo se habían conocido Eulalia y Alberto era una elemental historia de “ligue” en la calle, donde las contingencias habían sido que Alberto filmaba un comercial de automóviles deportivos en la ciudad, y que Alfredo estaba en Monterrey tomando un curso de quién sabe-quién. Lo demás fue una serie de errores conscientes en los que Eulalia se dejó caer voluntariamente negándose a admitir, por primera vez en su vida convencional, que en la, también convencional, escala de valores vigentes, era impropio que una chica casi prometida en matrimonio, saliese a cenar y /o bailar con un pretendiente eventual, en ausencia del novio oficial.
Como todas las aprendices de adúltera, Eulalia pudo hallar fáciles argumentos para no manifestar la única razón plausible de su proceder: era demasiado halagadora la situación de ser requerida por un hombre en cierto modo famoso (lo suficientemente conocido por los comerciales de la T.V. y las revistas, al menos como para que todas sus amigas hablaran excitadamente de él) y sobre todo, tan hermoso.
Alberto, por la razón misma de su oficio, era bello, ocupación tan frívola y precaria. Lo era —bello— y en el grado extremo que había llevado a Eulalia a encontrarlo “irremediablemente irresistible”.
Pero de él no podía decirse lo que Madame Lafayette dijo del Duque de Nemours: “lo que de menos admirable tenía, era ser el hombre, más guapo del mundo” aludiendo a sus prendas espirituales. En rigor, su atractivo era, en Alberto, lo más admirable o lo único admirable que tenía él, habida la cuenta de que carecía de otros valores. Pero como quiera que el esplendor de las formas tiende a ofuscar el raciocinio, Eulalia se deslizó por aquella peligrosa pendiente. Pero no era ella mujer que pudiese manejar situaciones complejas: en su confuso sentido del deber y la fidelidad, apenas entendía que no podía mantener el amor y la conveniencia juntos.
Había que optar. Propuso lo que consideraba una difícil decisión (y que para otra hubiese sido relativamente sencilla: optar por más dilatada, y en ocasión de la cual sondeó atrevidamente con Alberto las profundidades del verdadero amor en lo que tiene de verdadero placer convenciéndose de que lo era (amor y placer) en la medida que pudo comparar que aquellos mismos actos realizados con Alfredo no tenían la misma substancia emocional —y erótica— de que Alberto los dotaba.
Así hizo, mientras sentía que su preocupación por la preocupación de la moral, comenzaba a ejercer presión en las paredes de su subjetividad amenazada de quebrarse. Y cuando ya no pudo más, o sea, cuando Alfredo regresó y ella tuvo que enfrentar la definitiva elección entre el amor y la conveniencia no pudiendo, como siempre, reflexionar, optó también como siempre, por la improvisación.
Parpadeó y dijo: Bueno, ya está.
Y de la noche a la mañana despidió al sorprendido Alberto con la misma irresponsable precipitación con la que le había recibido, y se decidió por Alfredo —o sea, por la seguridad, la propiedad, el atavismo tribal— logrando en aquella recuperación de su ecuanimidad sibarítica, el coraje suficiente para poder casarse con él, seis meses más tarde.
Total, así se hacen las cosas en Mérida.



JUDAS REDIVIVO.

“… todo requería un remedio apremiante. Sobre todo, su vacilante
voluntad y en un intento desesperado por recuperarla, abrió los
brazos y exclamó: Elí, Elí, lamma sabactani!
¿por qué nos has abandonado?”

El curato es pobre y ¡las necesidades son tantas! La iglesia es grande y grande como es se ve más vacía, más carente de todo.
Es catedralicia. Con ese monumental tamaño que tienen todas las iglesias de pueblo, que elevan sus espigadas torres de piedra esperanzada de tocar el cielo, patentizando en muchos kilómetros a la redonda la certera fe de que Dios no olvidó a los habitantes de esta parte del mundo. El padre Manuel no entiende los inescrutables designios del Señor ni sabe leer en sus torcidas letras. No se explica el por qué la religión en México es una fe femenina, de viejas beatas que cobran cada centavo de limosna dominical con la absolución de inverosímiles, ingenuos y repetitivos pecados. Es una fe de “Xnuk-niñas” cuyo inevitable camino de soltería les hace bordar primores para vestir santos y vírgenes.
“Es una religión de histéricas” media el padre Manuel, tristemente. Pero ese desesperado fervor no se traduce en una ayuda monetaria efectiva a esta iglesia que encarna todas sus aspiraciones salvíficas.
“Yo sé que no debería ser materialista. ¡Cristo! Pero si no soy materialista. Esta iglesia debe mantenerse con algo más que oraciones”. El padre Manuel piensa en sus años de Seminario, cuando su intención apologética le hacía concebir planes más amplios de los que ahora podría realizar en los estrechos límites de aquel pueblo miserable.
“Esta parroquia necesita hombres. Pero no sacristanes que enciendan las velas y toquen la serafina en las fiestas de guardar. Tampoco necesita niños que vengan al catecismo a repetir fórmulas que no encierran significado alguno, mientras crecen y se hacen hombres para ir a perderse en prostíbulos y cantinas. Necesito gente que trabaje para su iglesia, convencida de su religión. ¡Mándamelos, Dios mío!
Pero ¿dónde podría el padre Manuel conseguir esos hombres? ¿Dónde en ese pueblo sordo de varones y gimiente de castas, virtuosas e inútiles hembras?
La iglesia era pobre como tenía que serlo la casa del rey de tan tristes siervos. Hecho por franciscanos o dominicos o alguna otra orden bravía, el edificio se destruía en el abandono y el descuido. Su vasta nave central era aún más imponente por el vacío de bancas y feligreses. Sobre su roto y sucio embaldosado de mármol viejo, caían las gruesas gotas de parafina de las velas de la oración pedigüeñas y los marchitos pétalos de las flores silvestres que ahogaban los altares, y recogía las pisadas de algún ignoto peregrino que venía a pedir al dios de sus mayores… de sus mayores necesidades.
El retablo descarado (oro de hoja y sagrario incrustado de gemas antes de las persecución religiosa) era habitación de imágenes y golondrinas que resistían el acoso del sacristán por desalojarlas (las golondrinas). Las casullas, albas y cíngulos raídos compartían su destrozo igualitario con los manteles del altar para el oficio divino. “Dios proveerá” decía el arzobispo a las cada vez más espaciadas cartas quejosas del párroco. “Dios cuidará de los lirios del campo y las aves del cielo”. Pero la inquietud celestial se ocupaba más del reino vegetal y animal de su vicaría en este mundo.
“Pide lo necesario y lo superfluo se te dará por añadidura”. Un día como otro cualquiera (en el pueblo todos los días eran iguales) apareció por la centenaria puerta de la iglesia, una silueta imposible para el pueblo.
Caminó a través de la vasta nave central en la que incidían chorros de luz desde los altos y rotos ventanales, preñados de polvo seco. Sus pasos eran metrónomo de una ansiedad y emoción que el padre Manuel no alcanzaba a comprender.
Una vez que se hubo acercado a la balaustrada del altar, donde esperaba el padre, éste le pudo observar mejor. Decididamente era forastero y capitalino. Todo en él lo proclamaba. El fuereño, después de hacer girar su inquisitiva mirada por todo el derredor, preguntó:
—¿Es usted el responsable de esto?
El padre no supo si ofenderse o no, por el título de “responsable”.
—Si se refiere a que si soy el párroco —repuso con un dejo de agresividad— sí, lo soy.
El fuereño se quitó los lentes y extendió la mano:
—Buenos días padre. Soy Alberto Ramírez Beltrán.
—¿Y?
—Quisiera pasear la iglesia.
—Me pareció que ya lo hacía.
—Sí, desde luego —repuso el otro un tanto amoscado— Me refería a que si puedo acercarme al altar…
—¿Va usted a orar?
El extraño sonrió:
—No precisamente, padre. ¿Puedo?
El padre no tuvo tiempo de decir el “no” que estaba pensando, pues el hombre empujó la rejilla y se acercó al altar mayor. En ese momento, una de las santas y tantas mujeres del pueblo le pidió al padre la oyera en confesión. De mala gana, éste se dirigió al confesionario, se puso la estola después de besarla descuidadamente y se sentó a oír sin escuchar a la mujer, mientras observaba las pesquisas del forastero que se detuvo demasiado tiempo frente al “Cristo crucificado” que presidía el altar mayor.
Después, el hombre salió. El padre conservó el malestar de la vista toda la tarde, como un dolor de cabeza.
Esa noche, al cenar su frugal chocolate con pan de dulce, escuchó la invariable letanía del sacristán.
—Padre, ya no hay santo vino y quedan pocas hostias. Se rompió otra banca de la iglesia. La sacristía se destechó…
—¿Cómo es eso? —inquirió el padre.
—Se desplomó el techo y se lloverá cuando sea tiempo de aguas… y yo no puedo componerlo, estoy muy viejo ya…
—Es verdad —admitió el cura— pero ni remedio. No hay dinero para repararlo. En cuanto a la banca, retírala y llévala al patio… a ver si en adelante… Dios proveerá, Herminio.
La fórmula arzobispal ya no satisfacía más al padre Manuel. Antes de acostarse, el padre pasó a la sacristía y examinó el daño.
El hoyo era notable. Miró el pedazo de noche estrellada que permitía ver. Miró luego a su alrededor: todo requería un remedio apremiante. Sobre todo, su vacilante voluntad y en un intento desesperado por recuperarla, abrió los brazos y exclamó: ¡Elí, Elí lamma sabactani! ¿por qué nos has abandonado?
Pasó a la iglesia y caminó lentamente hacia el altar. La oscuridad era absoluta. Se reclinó en la fría balaustrada y oró:
“Señor, admítelo. Esta es la realidad de tu doctrina aquí: la miseria. Este lugar es la tierra pedregosa de tu parábola, tu semilla no crece aquí. Soy humano y mis fuerzas limitadas ¿por qué no haces algo? Tú que enciendes el sol y soplas los vientos, vuelve tu mirada aquí. ¡Aquí hace falta tu Divino Verbo! Aquí y no en Roma donde hay demasiadas iglesias y el Papa tiene muchas tierras. No en la capital donde el arzobispo guarda tantos crucifijos de oro… aquí, donde tu rebaño y tu pastor se mueren de hambre y no de hambre de ti, Señor, sino de comida… —el padre Manuel hundió la cara en las manos y sollozó— Señor mío y Dios mío, si estás ahí y me has oído ¡cumple tu palabra y provéenos! ¡Señor, dame una respuesta!”
Al día siguiente, un día casi igual pero más desesperado, el padre ofició la misa de seis con un desasosiego inesperado.
A la mitad de la mañana, volvió el fuereño con idéntica actitud. Se le acercó con aire resuelto que fingía una indiferencia casual y dijo:
—Buenos días, padre ¿me recuerda? Vengo a proponerle un negocio…
El padre Manuel se quedó sorprendido, no pudo articular palabra.
—Vengo a regalarle dinero.
El padre sintió una fuerte emoción y pensó: “Señor, ¿es ésta es tu respuesta?”.
—Explíquese, por favor —repuso suavemente.
—Mire, venga… —y tomándole de un brazo, el reseño le llevó hasta el altar y, sin ninguna reverencia, señaló al “Cristo Crucificado” que repetía eternamente, labrada en madera, la dolorosa pasión del único “leit motiv” de una religión sádica.
—¿Lo ve? —dijo el extraño.
—Claro que lo veo —respondió el cura sin comprender.
—Pues se lo compro.
—Pero ¿cómo es eso? ¡No se puede!
—¡Es una auténtica alhaja de la escultórica mexicana! Siglo XVII, trabajo indígena, invaluable ciertamente. Yo soy anticuario ¿sabe? Y sé reconocer una pieza así hasta con los ojos cerrados. Mire la expresión de dolor, el rictus, las gotas de sangre… son de un realismo impresionante.
En medio de aquel alud de palabras, el padre Manuel volvió a mirar la estatua. Con nuevos ojos, después de la explicación. Aquella imagen que no había acogido sus ruegos cotidianos, aquella imagen que ensoberbecida de su santo dolor, era sorda al dolor de su rebaño… o ¿era acaso esta su respuesta?
—Y se la compró en diez mil pesos.
La última frase lo volvió, al padre Manuel, a la realidad.
—Perdón ¿en cuánto?—preguntó en un hilo de voz.
—No, no es eso —contestó el cura apresuradamente— es que no se pueden vender las imágenes de las iglesias.
—Y ¿por qué no reverendo? ¿Esta es especialmente milagrosa?
—No diga eso —le respondió, con cortesía— Usted no sabe…
—Pues claro que no sé. Todo lo que yo sé, es que esta estatua es algo que merece un lugar mejor que este y que yo tengo una oferta inmejorable. Nadie le dará más.
—Los objetos del culto no son negociables —arguyó el padre con voz sufrida— son propiedad del pueblo…
—¿De este pueblo? —preguntó el otro, sorprendido— ¿Cree usted que alguien lo notará? Además, si a esas vamos… —se interrumpió—Nadie lo notará. Es un negocio entre usted y yo.
—¡Señor Ramírez! —exclamó el padre acordándose súbitamente del nombre— ¿Qué dice usted?
—No se ofenda padre. No estoy diciendo que usted se va a robar el dinero. No, nada más lejano de mi intención. Yo creo que es una ayuda que bastante falta hace a esta iglesia, o ¿no es verdad que tiene necesidades?
El padre se le quedó mirando fijamente. “Este —pensó— o es enviado de Dios o del diablo”.
—No —dijo al fin—esto no se lo puedo hacer a Dios.
—Pero padre, yo creo que El entenderá. Es una ayuda más que un negocio…
“Señor, Señor, oró en su interior el padre, ¿es esta tu respuesta?”. Ante la dubitación del padre, el anticuario —buen comerciante— practicó la finura:
—No quiero presionarle, reverendo —dijo quedamente— quiero que usted se decida, cuando analice que las cosas son buenas. Mañana me resuelve. Con su permiso. Y desapareció.
El padre Manuel se quedó solo frente al altar, bajo un haz de luz que le daba un aspecto irreal. Se arrodilló frente a la imagen de la Oferta.
—Dios mío, esta es la solución, pero ¿es Tu solución?
El sabía que estaba mal hacerlo. Era un comercio, lo prohibía la Iglesia y lo prohibía el Estado.
Pero nadie lo sabría. ¿Había alguien hecho un inventario de los objetos que contenía la iglesia? No, no. Sería como un mercado negro.
No lo sabría el arzobispo y la autoridad civil no se pararía por la iglesia ni por el accidente. Pero Dios lo vería.
¿Y si Dios lo hubiese dispuesto así? ¡Qué dilema! Dio pensar lo que podría remediar con aquella suma que mandaba la Divina Providencia… ¿o la ambición humana?
Esos pensamientos le consolarían más. Vio la iglesia mejorada, lo cual había sido su sueño antiguo. Lo siguió rumiando todo el día. Aquella noche a la hora de la cena, recibió la visita de una piadosa señora que venía de un pueblo vecino.
Ella alabó la humildad de la parroquia conforme a la condición de la caridad cristiana y censuró la actitud del párroco de su pueblo advirtiéndole, de paso, del peligro de la tentación.
—Es uno de esos padres jóvenes —le contaba— que no tienen devoción. ¿Sabe padre? Lo ha reprendido el señor Arzobispo por haber vendido santas reliquias. Ha de saber, padrecito, que ahora los enviados de Satanás salen a los pueblos a comprar imágenes. Tenga cuidado.
Después, ya a solas en su cuarto, al hacer sus oraciones, el padre Manuel meditaba:
—No es tu respuesta, Señor, no lo es. Pero las necesidades son muchas. El pueblo seguirá orando y seguirá creyendo frente a un altar donde nunca notará la falta de una imagen. Tú comprendes, Señor, tienes que entender…
A la mañana siguiente, amaneció para el padre el día del Milagro, porque llegarían a la parroquia pobre, y cuando más se necesitaban, unos dineros imprevistos. Cuando llegó el señor Ramírez, el padre Manuel ya no podía más con su impaciencia.
—¿Y bien padre? —inquirió aquel a modo de saludo.
—Y bien sí —respondió secamente.
—¡Lo felicito, reverendo! —exclamó el anticuario, feliz— Yo sabía que era usted una persona inteligente que sabría entender que una acción así es más cristiana que la inútil conservación…
—Bueno, basta de conversaciones —le cortó bruscamente el padre que quería acallar su conciencia que gritaba.
—Muy bien, padre. Usted sí sabe negociar.
La palabra “negociar” le hizo un daño muy sutil al padre Manuel.
—Las cuentas claras y el chocolate espeso —dijo Ramírez satisfecho— Yo pago al contado —sacó su billetera y extendió los billetes. El padre los tomó, y sin verlos, los apretujó en el puño.
—Acabemos con esto —murmuró.
Casi involuntariamente, el padre se encaminó al altar y frente a él se arrodilló fervorosamente y meditó con profundidad: “Tienes que entender, Señor, por qué lo hago, Tu omnisapiencia comprenderá que no tengo mejor alternativa”.
Se irguió con valentía y tomó la imagen que se estremeció al tacto. La contempló largamente. Con desesperación. Quería ver en las toscas facciones de madera, una señal, algo que quisiera decir: “perdón”. Pero nada vio.
La besó con un beso largo y la entregó al anticuario despidiéndolo cortante. El señor Ramírez tomó su preciosa carga y salió, sin importarle la frialdad del cura.
El padre Manuel penetró en la sacristía y le dijo a Herminio:
—Manda a buscar un albañil y que reparen ese techo, y llama al carpintero para componer las bancas… y compra velas para el oficio… y…
—Pero padre —musitó el sacristán— ¿de dónde va a sacar dinero para pagar?
—No averigües, Herminio. Dios ha provisto ya. Ese fue para el padre, el día del Milagro. Pero estaba equivocado de hora. Porque empezaba aún la noche del Milagro.
Después de cenar, poco porque quiso, ya que ahora su mesa estuvo surtida, se sintió mal. Cuando todo estuvo a obscuras, fue al altar mayor a rezar:
—Señor mío y Dios mío —murmuró frente al nicho vacío— ¿Me has comprendido ya? ¿Me has perdonado?
Y cayó de rodillas cuando vio el nicho iluminarse de un fantástico resplandor y oyó su voz que le decía:
“No moriste en Jerusalén, Judas, pero ¿por qué me has vuelto a vender?”



RESEÑA

Este libro de cuentos se constituyó, en ocasión del concurso, reuniendo materiales escritos en épocas y circunstancias muy distintas (alguno tiene una antigüedad de dos lustros) y esto, seguramente, explicará las perceptibles diferencias de forma que los relatos guardan entre sí. Empero, el fondo es el común a la mayoría de mis trabajos de escritor: los asuntos de Yucatán. En algunas narraciones se señala expresamente, y en lo temporal permite ubicar la historia en cualquier provincia mexicana y eso vale también para Yucatán.
Estos trabajos no tienen en común sino de fondo, ese escenario que es Yucatán y al que conforman sus gentes y episodios. Pero ese fondo común está aquí perspectivado desde ángulos tan diferentes que pueden llegar a ser opuestos pero nunca falsos: desde el destino de una mestiza que salva la mediocridad vía la sensualidad, hasta la demolición de una vetusta mansión erigida por la antigua burguesía terrateniente, pasando por la pintura de caracteres totalmente ubicua, pero en todo caso, no imposible en el contexto.
Compuesto así este libro a manera de mosaico en el que se dibujan experiencias, impresiones y leyendas sobre un mismo asunto común. Y por esto, sólo por esto, resulta una misma historia contada varias veces, por personas distintas y en momentos diferentes. Creo que ese es el destino de cualquier crónica local: decirse y repetirse muchas veces, tocando los mismos tópicos y evocando imágenes.
La presente colección de relatos remata con el más largo: un cuento que por sus dimensiones físicas está a medio camino de la novela corta. Su asunto es lo que la moral timorata y provinciana calificaría de “espinoso” que es el eufemismo sucedáneo del escándalo. Y en obsequio de las “buenas coincidencias” como las llamaría Fuentes, recalcaré que es en lo total una ficción y que cualquier parecido con personas vivas o muertas, es una fatal coincidencia. Esto puede ser cierto o no, pero en todo caso creo que no tendría importancia si el asunto trasciende la vulgaridad o morbosidad de la realidad, para ingresar en la esfera amoral del arte literario.
No sé si lo logré en ese relato largo o en cualquiera de los otros, pero en lo que concierne a “El discípulo amado” repetiré la decorosa consigna que, para el presente caso coincide con la realidad: es pura ficción.
El autor.
Mérida de Yucatán, Junio de 1986.

Sánchez Aguilar Hortencia

Sánchez Aguilar Hortencia

(México, D. F. 1965)


Nace en México, D.F. en 1965, fue integrante del Taller Literario de la UADY en 1986. Ha publicado cuentos, poemas, artículos, entrevistas y reseñas de teatro en cuadernos de Taller Literario #4 (AUDY), revista “LETRA VIVA” (I.S.S.S.T.E), “El Cocoyol”, en el diario “POR ESTO!” y el suplemento “UNICORNIO” y en la revista “VITA LITTERAE” de Morelia, Michoacán.

Se presentan algunos de sus trabajos poéticos que han dejado huella a las nuevas generaciones:


Abrir los ojos

Abrí los ojos y me di cuenta
que me faltaba parecerme a los demás.
no me gusta ser juzgada,
pero he decidido ser igual a todos.
Ahora ya no habría por qué amar.
Nadie ama ni es amado si no quiere.
Lo importante es inventarse alguna historia.
Ser la mujer débil que requiere protección,
la que no puede estar sola porque muere…
Estoy ciega, necesito
un perro y un bastón para guiarme.
Necesito que me expliquen;
¿por qué razón el cielo es rojo
Y el mar anaranjado?
¿Por qué tienen los niños cuatro brazos?
¿Por qué los viejos andan cargando un tiempo ajeno y
sus huesos nunca crecen y se soldan?
¿Por qué de nuestras bocas el veneno
fluye dejando mares de desprecio
y estando adentro no nos mata?
¿Por qué aún las ratas nos molestan?
¡Perdón! Se me olvidaba que estas cosas no
deben preguntarse. Que se olvidan como
Se olvida a aquellos que están muertos:
Primero se le echa tierra encima
y luego se les rocía con el llanto de todos
para lavar sus culpas.
Disculpen por los sueños, por creer
que todavía haremos algo
como besar un alma o ponerse siempre alegres.
Nada está permitido. Todo se hace por simpatía.
Mejor cierro los ojos e invento otro pensar.


****************

Piel despierta a goces

Palpa el suelo húmedo,
y las yemas de los dedos
sobresaltan la garganta que se erige.
La vergüenza pesada en la intranquilidad
delira el sabor imaginario del cuerpo ajeno.
Sin permitir reservas,
jugar con los olores
De la respiración exigencia de no gozar del tacto.
Recuerdo aferrado de la lengua húmeda,
de las manos frías,
sobre el sudor tan nuestro,
ante el desbordamiento
de atrevernos a estar con nuestra soledad
tan mutua
de estar lejos, juntos,
yo en distancia,
tú en conciencia,
de quien deslíe nuestros íntimos presentes.


****************

Nuestras noches de veras tan nuestras…
la locura recorre mi piel recreando su color tan obscuro.
Nuestras lenguas comparten palabras de encuentro,
y tus dedos seccionan mi cuerpo.
En tus ojos contemplo mis senos erectos.
Las palabras obscenas me obligan a hallarte en tu entrega,
nuestra entrega,
en tiempos que muerden, recorren y encienden.
Olvidada alegría; si se es más feliz,
pasaremos a ser moribundos
con la vida escapando a suspiros.
Para trampas la nuestra. Las caricias engañan la piel
y los sueños se duermen con ritmos pausados.


*****************

Cabalgaste sobre mi espalda
ahogando la tristeza,
ya no anuda la garganta
el sonido que partió tras tu gemido.
Dejamos que los senos alimentaran el consuelo
de las lágrimas por los que se fueron.
No hay dolor, estamos unidos, afianzados a la Tierra.
Nuestra vida no se detiene en el tiempo
a pesar de los respiros acompasados
de un dañado, asustado corazón.

Dzul Chablé Irene

Dzul Chablé Irene


AL GALLO Y LA GALLINA

Una vez visité a doña Lucila Chan en el pueblo de Mayapán era mediodía y se encontraba torteando. Ese día me contó muchos relatos. Uno de ellos dice así:

Una gallina vivía muy feliz con su marido, el gallo. Durante el tiempo que vivieron juntos procrearon muchos hijos y se llevaban muy bien. Pero cierta ocasión el gallo comenzó a salir al mercado todos los días aunque no tuviera nada que comprar. Al darse cuenta de esto, la gallina decidió preguntarle:

— ¿De dónde vienes?
— Fui a comprar al mercado —contestó el gallo.
— Está bien –respondió la gallina, convencida de la respuesta de su marido.

Mas las idas del gallo al mercado comenzaron a ser cada vez más frecuentes. Esto comenzó a inquietar a la gallina y un día pensó: “mañana iré al mercado para ver qué tantas cosas hace allí mi marido”.

Al día siguiente el gallo se levantó muy temprano y fue directamente al mercado. La gallina fue tras él y descubrió que el gallo se dirigía a un lugar donde vendían gallinas. Ella se escondió y pronto escuchó que el gallo decía:
— Esta es muy hermosa, hermosa, hermosa.

Al escuchar esto la gallina se acercó para cerciorarse de lo que el gallo hacía y vio que se refería a las gallinas desnudas sin plumas. Para ver qué haría su marido se colocó entre las gallinas que venía tocando.

— Jum, esta no está bonita, está demasiado fea.
— ¡Hijo del diablo! —contestó enojada la gallina —¿Cómo te atreves a decir que no estoy bonita, acaso no te diste cuenta cuando nos casamos? ¡Con razón nunca te quedas conmigo, pues todos los días vienes a ver a estas gallinas desnudas!

Y correteó a pedradas al pobre gallo hasta que llegó a su casa. Cuando pasé por allá, hace unos momentos, seguían correteando al pobre gallo y el enojo no se le pasaba todavía a la gallina.


EL ALUX DE BAKALTÚN


Esta narración se la escuché a Sam Ek. Me la dijo así:

Un viernes fui al monte con mis paisanos. Como al mediodía se nos acabó el agua, aunque nos faltaba mucho para terminar el trabajo. Estábamos lejos del pueblo y no había donde abastecernos de agua. Como era necesario que termináramos el trabajo, mi compañero me dijo:

— ¿Y por qué no vamos a abastecernos de agua en Bakaltún?
— Vamos —le contesté —, pues de lo contrario no terminaremos el trabajo.

Tomamos rumbo y nos fuimos. Cuando llegamos a la cueva, vimos que en la entrada había claridad, pero conforme avanzábamos se iba oscureciendo. Cuando no pudimos ver nada intentamos prender una vela, pero los cerillos se apagaban de inmediato. Decidimos caminar en la oscuridad, a pesar del riego de perdernos adentro. De pronto tropecé con una piedra; intenté encender más cerillos para alumbrar el camino, pero no lo conseguí. Optamos por continuar caminando y de nuevo volví a tropezar; entonces me incline y comencé a tantear el suelo hasta que toqué algo que luego le di a mi compañero.

— Toma esto —le dije, tiene pies, es como un hombrecito.
Él me contestó:
— Déjalo en la orilla del camino y cuando regresemos nos lo llevamos.

Lo coloqué en la orilla del camino para que no se me perdiera, pues tenía curiosidad de saber qué era. Después de llenar nuestros recipientes con agua regresamos a buscar la piedra, comencé a tantear el suelo para recogerla pero no la encontré; me dije entonces: “creo que esta cosa vive, porque no está donde la dejé”.
Con miedo de que nos sucediera algo, salimos de la cueva y corrimos hasta llegar a la milpa. Después de trabajar otro rato, regresamos al pueblo.
Otro día conté a un j-men, y después de escucharlo me dijo:

— Lo que encontraron en la cueva fue un alux, así que no vayas a regresar a aquel lugar porque te puede pasar algo. Creo que se toparon con él porque posiblemente ahí viva. Además, no vuelvas a tomar agua de ahí, porque debes saber que las aguas vírgenes de la cueva solamente son utilizadas para hacer ch´a´ cháak, ¿No te das cuenta que todos los sitios tienen su dueño?

Al escuchar lo que me dijo el j-men, me entró miedo. A partir de ese día no he regresado a ese lugar —afirmó don Sam Ek.



EL ALUX DE USILÁ


Un día de tantos fui a visitar a don Cástulo Tamayo, oriundo de Mayapán, porque sabía que él contaba las cosas de manera muy bonita. Entre las muchas historias que me narró, se encuentra la siguiente:

Hace como 10 años acostumbraba ir de cacería cerca del cenote. Un día que me encontraba trabajando mi milpa, decidí ir a Usilá, que se encontraba cerca del cenote. Al poco tiempo de llegar a ese lugar escuché que golpeaban tres veces una madera. No le di importancia y avancé hasta el sitio donde acostumbraba cazar. Me subí a un árbol y no tuve suerte, así que tiempo después bajé a sentarme en el tronco. Dormité sin darme cuenta y de pronto, al abrir los ojos, vi ante mí un enorme zorro. Intenté moverme y el animal salió corriendo. Quise ir tras él pero desapareció muy rápido. Cuando desapareció el zorro, sentí que mi mejilla izquierda estaba fría y por eso decidí regresar a mi casa.
Ya en mi casa comencé a pensar qué cosa pudo ábreme dejado fría la mejilla y sólo recordé al zorro que apareció cuando abrí los ojos. Pasados varios días sin que se me curara, decidí consultar a un j-men del pueblo, quien me dijo:

— Muchacho, esto que te sucedió fue ocasionado por un mal viento, pero no te preocupes, que te voy a curar.
— ¿En verdad me voy a curar? —le pregunté dudando.
— En verdad —me respondió con mucha seguridad.

Pero pasaron varios días sin que me curara y decidí ya no ir con ese j-men, sino con otro. Cuando llegué le relaté lo sucedido y luego me dijo:

— Esto que te sucedió fue propiciado por el viento de los aluxes que habitan en los montes; yo estoy seguro que eso fue lo que te afectó.
— ¿Y cómo he de curarme? Ya me fastidió estar así.
— Te curaré, cómo no —respondió—. Espera un momento para que veas.

Cuando el j-men me dejó solo comencé a repasar qué tantas cosas me habían sucedido en aquel día, y entonces me acordé que además de haber visto al zorro, había escuchado que golpeaban una madera en tres ocasiones, que lanzaron al árbol una piedra y que seguramente por no darle importancia el alux se me presentó en forma de zorro y me advirtió que mi presencia no le agradaba, que no debía de haber entrado en el lugar que él estaba custodiando. Momentos después el j-men regresó con unas ramas de spiche´ para santiguarme y me dijo:

— Para que te cures pronto, es necesario que me ayudes ofrendando en nueve ocasiones la bebida de saka´ en tu milpa y el lugar donde cargaste el mal viento.
Hoce todo lo que me indicó el j-men y terminadas las nueve ofrendas de saka´ me di cuenta que ya estaba curado.

Hoy no paso por ese sitio, porque tengo el temor de toparme con los guardianes de ese monte —me dijo don Cástulo.