Gertrudis Tenorio Zavala
(1844-1926). Escritora, poetisa y maestra. Nació y murió en Mérida. Nieta de Lorenzo de Zavala, se dedicó por años al magisterio. Con el seudónimo de Hortensia, publicó en El Repertorio Pintoresco, que dirigía el obispo Carrillo y Ancona, sus primeros poemas en 1864. Petisa olvidada del siglo XIX, luchadora incansable por consolidad revistas literarias femeninas, fue una de las pioneras de la difusión de los trabajos poéticos de las mujeres mexicanas. En 1870 fundó la sociedad “La Siempreviva”, y creó la publicación del mismo nombre que se caracterizó por un feminismo que respondía a la moral cristiana prevaleciente en la sociedad mexicana de la época. La apertura de este periódico representó un avance para el desarrollo intelectual y literario de la mujer del S. XIX. El éxito logrado se vio reflejado al reproducirse sus textos en otras publicaciones como “La Voz de México”, “La Razón del Pueblo”, “La Revista Mercantil” y “El Eco de la Fe”. Sus trabajos poéticos hablan de amor casto, etéreo y vinculado con Dios; el tono doliente de sus textos es otro de los elementos presentes en sus trabajos. Parece que escribió un himno a Mérida que se ignora si alguna vez fue musicalizado. Hasta hoy, no se ha editado ningún libro suyo.[1]
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Amor
La Siempreviva. N° 19, 1871.
¿Es verdad que es muy hermosa
La vida, mi dulce dueño,
Si amor nos dice la rosa
Y amor, la ilusión dichosa
Que acaricia nuestro sueño?
El avecilla que canta,
La suave luz de la aurora,
¿Es verdad que todo encanta
Cuando en la vida se adora?
Por amor cantan las aves,
De amor suspiran las flores,
Y amor los céfiros suaves
Nos dicen en sus rumores.
Y la palma que se ostenta
Solitaria en la llanura,
Dice también que le alienta
De amor, la esperanza pura.
Y las pálidas estrellas
De la noche silenciosa,
Dicen también, que aman ellas
En su vida misteriosa.
Mas ese amor, vida mía,
Con que en la tierra soñamos,
Si hoy causa nuestra alegría
Mañana por él lloramos.
Y si es dulce el suspirar
Sintiendo de amor el ansia;
Es muy triste no encontrar
En la tierra su constancia[2]
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Romance
Revista de Mérida, 1869.
Ayer del mar a la orilla
Pasé la tarde serena
Sintiendo el beso del aura
Que la ola rizando juega.
Y así, aspirando el perfume
Del lirio de la ribera,
Al manso rumor del agua
Se adormecieron mis penas.
Mas, ya el sol al ocultarse
Al ver la primera estrella,
Cuando ya el ave cantaba
De su amor la última queja
Una ola entre blanca espuma
Miré con placer envuelta,
Que dulce al tocar la orilla
Dejó una concha en la arena.
Era una concha cerrada
De incomparable belleza
Y entre su peso precioso
Guardaba nácar y perlas.
Salve, concha de los mares
Con tus encantos risueña.
Le dejé, y en mi alegría,
Soñé con afán poseerla.
Y fuime entonces al punto
A donde estaba, ligera,
Con el afán del amante
Que hacia su adorada vuela,
Pero al llegar, ¡oh desgracia!
No encuentro ya ni su huella;
Que las olas inconstantes
Tocaron la húmeda arena.
De entonces vivo buscando
Del mar esa concha bella
Que siempre burla su afán
Del que ambiciona cogerla.
Así del placer la sombra
Halaga al mortal que sueña
Como del mar a la orilla
La concha de ricas perlas[3].
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A la luna
La Siempreviva, N° 25, 1871.
Salud a ti, viajera del espacio.
¡Oh, reina misteriosa de la noche,
Detente, que a admirar voy a tu palacio,
Y tu brillante y argentado coche.
Detén ¡oh sí! tu marcha presurosa,
Déjame contemplar tu faz serena,
Que absorta en tu belleza misteriosa
Lejos del mundo olvidaré mi pena.
En las alas de mi ardiente fantasía
Quiero volar a tu feliz morada,
Que como el ave al esplendor del día,
Yo vivo con tu lumbre fascinada.
Quiero volar a tu mansión bendita
Que allí es eterno el celestial encanto,
Ah! Que mi raza del edén proscrita
Doquiera vierte miserable llanto.
En la hermosa mansión de los amores,
El alma siempre a disfrutar alcanza;
Aquí se mueren del placer las flores,
Y si no mueren, su perfume cansa.
Ay! porque el alma que inocente sueña
Con un amor que le adormece puro,
Mas tarde al mundo en su dolor desdeña,
Porque le brinda su placer impuro.
Tú comprendes, ¡oh! luna misteriosa,
Cuando sufre el mortal en su carrera,
Y él admira, tu luz suave y hermosa
Como fanal del porvenir que espera.
Bien haces en brillar, tu luz divina
Consuela al alma que el dolor la hiere,
Pues con tristes recuerdos peregrina,
El hombre miserable hasta que muere.[4]
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Quejas
La Revista de Mérida, 1870.
Ayer en vano te esperé, ángel mío,
y en inútil afán, triste, las horas
pasé mirando en ansiedad extrema
del mar inquieto las movibles ondas.
Tú no llegabas, y miraba triste
que una tras otra las cansadas olas
Dejaban al besar la húmeda arena
Entre su espuma nacaradas conchas.
Era la tarde tan serena y pura
Y arrullaban tan dulce las palomas…!
Mas, di qué importa si esperaba en vano
Verte a mi lado por ser dichosa!
Yo te esperé como la flor incauta
Al ave tierna en la risueña aurora,
Que ya olvidada de su amor primero
En oros campos su canción entona.
¡Cuántas veces, creyendo que venías
a mi lado, con planta cautelosa
a tu encuentro corrí: mas era el ruido
que formaban las auras en las hojas.
Di, ¿por qué ayer como en pasados días
No viniste a buscar a quien te adora?
¿No sabes que sin ti, de la existencia
Ni el cielo tienen luz, ni el viento aroma?
Llorar me hiciste en mi dolor inmenso
cuanto tú el ansia de mi amor no ignoras;
¿por qué faltaste a nuestra dulce orilla
si sabes que tu ausencia me acongoja?
En vano te esperé; pasó la tarde
y miedo tuve de encontrarme sola,
y me alejé de la desierta playa
cuando la noche derramó sus sombras.
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La flor de mi esperanza
La siempreviva, N° 34, 1871
Ayer te vi rodeada de ventura
En tu tallo lucir esplendorosa.
Te ostentabas ¡oh flor! Blanca y hermosa
Feliz mecida por el aura pura.
Contemplaba tu nítida blancura,
Aspirando tu aroma era dichosa…!
¿Dónde fue tu belleza, blanca rosa?
¿Dónde está tu cáliz la frescura?
Oh! balsámica flor, tan sólo un día
Goce de tus perfumes y belleza,
Y te llego a perder, realidad fría,
Cuando creí que era eterna tu grandeza.
Ay! dulce flor de la esperanza mía
Vuelve a lucir y acaba mi tristeza.[5]
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Soledad
La Siempreviva, N° 17, 1871.
Aquí no cantan las aves
Ni suspira la paloma,
Solo se siente el aroma
De alguna ignorada flor.
De alguna flor misteriosa
Que del mortal escondida,
En la inocencia adormida
Pasan sus horas de amor.
Con su vistoso ropaje
Esta apartada rivera,
No viene la primavera
Con sus galas a encubrir.
Y solo se oye el murmullo
Del agua del mar serena,
Formando olas que en la arena
Ligeras van a morir.
O ya del ciprés sombrío
El débil, y vago acento,
Que deja al pasar el viento
Que su ramaje besó:
Que es triste como el suspiro
De algún proscrito viajero,
Que llora en país extranjero,
La patria que abandonó.
Yo vago con mis memorias,
Todo es para mí sombrío,
La playa, el bosque, o el río,
Del ave el dulce cantar
En la soledad callada
Donde tan libre respiro…
Puede acaso mi suspiro
Hasta los cielos llegar.
Un paso doy, y ya encuentro
De os muertos la morada,
Allí está la tumba helada,
Del ser más caro que amé.
Antes que lleguen las sombras
De la noche funeraria,
Mi dolorida plegaria
Por su amor elevaré.
¡Ay! Aquí libre levanta
Su vuelo mi pensamiento.
En la solidad yo siento
Que mi alma se eleva a Dios:
Mas ay! dichoso del niño
Que se aduerme en la inocencia,
Ignorando en su existencia
Que pasa el placer veloz.
Yo idolatro esta rivera;
Cual sus aguas bulliciosas
Fueron las horas hermosas
De mi encantada niñez:
Aquí, yo al sentir un día
De la vida el desencanto,
Exhalé el primer canto,
Y sonreí la última vez.
Adiós, rivera querida,
Siga tu mar murmurando,
Que yo, en mi cansada vida
Sigo mis penas cantando[6].
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En tus días
La Siempreviva, N° 36, 1871
Bello fuera el instante en que la aurora
De tu natal iluminara el día,
Si entre las flores que su luz colora
Pudiéramos gozar de todo poesía.
Si ajeno el corazón de tantas penas
Sus pasadas delicias encontrara,
Si a la tranquila luz de las horas serenas
Nuestro cielo sin nubes se ostentara.
Si aun pudiera volver aquel instante
De inocencia, de amor, de dulce calma,
Encantos nos brindara el áurea errante
Y los lagos, las flores y la palma.
Ay! si volviera la ilusión divina
Bello fuera el celaje y la montaña,
Dulce el canto del ave peregrina,
Rica la luz que el horizonte baña.
Mas ya que sola mi cansado acento
Doy a la soledad: en mi quebranto
Recoge tú mi pobre pensamiento,
Mi suspiro de amor, mi tierno canto.
No quisiera, mi bien, darte este día
Los suspiros de mi alma infortunada,
Mas no hay aromas, luz no melodía
Para quien llora su ilusión pasada[7].
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Crítica Literaria
Valdés Acosta transcribe el juicio que acerca la lírica de nuestra poetisa emitió la escritora Laureana Wrigth de Kleinans, de esta manera:
“Sus cantos son poesías del corazón que siente y hace sentir; en ellos retrata sus emociones, sus pensamientos sencillos y dulces, sus creencias íntimas y su risueña esperanza religiosa, en medio del constante desconsuelo de las penas que han acibarado su existencia. Si estilo no es varonil ni profundo, es tierno y delicado”.
También transcribe el juicio de Francisco Sosa, quien dijo de ella:
“Sin que nos mueva un exagerado amor a la gloria del suelo en que vimos la luz, podemos asegurar que podría formarse con las poesías mejores la Srta. Tenorio, un libro precioso que daría mucha honra a las letras mexicanas… Si nombre puede figurar dignamente junto al de Sor Juana, Dolores Guerrero, Isabel Prieto, Esther Tapia y otros hijos de la patria”[8].
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[1] Diccionario de escritores de Yucatán. Roldán Peniche Barrera. Gaspar Gómez Chacón.. Ed. por Instituto de Cultura de Yucatán junto a la Cámara de Diputados, LVIII Legislatura. 2003 P. 150-51
[2] Los vuelos de la rosa. Mujeres en la poesía de Yucatán. Rubén Reyes Ramírez. Ed. por el Instituto de Cultura de Yucatán. 2005. P. 43, 44.
[3] Op. Cit. Los vuelos de la rosa. Mujeres en la poesía de Yucatán. P. 44.45.
[4] Op. Cit. Los vuelos de la rosa. Mujeres en la poesía de Yucatán.. P. 46-47.
[5] Op. Cit. Los vuelos de la rosa. Mujeres en la poesía de Yucatán. P. 52
[6] Op Cit. Los vuelos de la rosa. Mujeres en la poesía de Yucatán. P. 48,49,50.
[7] Op. Cit. Los vuelos de la rosa. Mujeres en la poesía de Yucatán. P. 52 y 53.
[8] Extraído de Historia de Yucatán. Tomo I. Ed. de la Universidad de Yucatán, México, 1075. P. 236-7