Campos Munguía, Roger

Roger Campos Munguía nació en Mérida el 20 de noviembre de 1955.

Fue maestro de literatura universal e hispanoamericana de 1976 a 1983 en el Colegio Americano y de psicología rural. Becario de investigación en el Centro de Estudios Económicos y Sociales Dr. Hideyo Noguchi de la Universidad Autónoma de Yucatán (UADY). Colaborador de la Enciclopedia Yucatán en el tiempo. Miembro del consejo editorial de la revista Signos(1992). Actualmente prepara una antología de literatura yucateca, la cual abarca desde el siglo XVI hasta nuestros días y un libro sobre Pablo Picasso.

Sus primeros trabajos literarios los publicó en la antología Siete poetas, poesía joven de Yucatán (1979). Junto con Joaquín Bestard, fundó y dirigió el taller de literatura de la UADY, 1986-1988.

Diseñó y coordinó en ese mismo lapso, con Francisco López Cervantes, el programa editorial del Instituto de Cultura de Yucatán (ICY).

Ha publicado sus trabajos en Síntesis (1977), El Búho (suplemento cultural del Diario del Sureste), “Ahora”, “Contraseña”, “Integración”, “Camaleón” (1991-1992), “México en el Arte” y “Unicornio” (suplemento del periódico “Por Esto!”). Fue coordinador editorial de la revista “Páginas” (1986-1987) y miembro del Consejo Editorial del Gobierno del Estado.

En 1986 participó en el encuentro de Escritores en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas.

Fue presidente del jurado en el género poesía libre de los juegos Florales de Mérida de 1992. Ha escrito más de 100 obras, muchas de las cuales se encuentran aún inéditas.[1].

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Selección de La Voz ante el Espejo[2].

En su silencio de muerte

En “Siete poetas jóvenes”, 1979.

A la memoria de Carlos Chávez

No acabo de entender este rigor inexplicable,

el de la misteriosa muerte en tu costado,

ni el preciso instante del ocaso,

el de la otra sombra, aquella que postula

la inagotable muerte del olvido

en la soledad del fatigado sueño…

Antigua y desdichada, sonámbula

y nocturna, la imperiosa muerte sigue,

precisando en las lágrimas del hombre

la antigua y dolorosa incertidumbre

de su infinito desvelo inevitable.

Así ha crecido. En la piel y el corazón

del hombre. En el arduo principio de la aurora,

fue la cifra adversa de algunos inmortales.

Abel, fue su primer testigo. Caín, su primer verdugo.

Sócrates, el griego, la conoció en el poder

mortal de la cicuta. Siddharta, el Gautama,

en la quietud infinita del nirvana. Cristo,

el galileo, en la cruz piadosa del martirio.

Hoy, aquí y ahora, en Dakar o las Filipinas,

en Sumatra o en Borneo, cerrando el ciclo

de su cercana historia, el último hombre muere,

mirando en la ceniza de su muerte

la grandeza y el destino impostergable

del crepúsculo y la rosa…..

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El fuego originario

Retablo de nuestro siglo,

reflejo de nuestros sueños,

conjuración sobre la piedra,

llaga ardiente bajo el cielo,

profecía y clamor de nuestra memoria,

línea deshabitada por el tiempo,

espacio de palomas en el alba,

tu pintura es el combate

y la cauda que nos deja el viento,

es el eterno fuego originario

que surge en nuestra mirada,

es nuestro silencio eternizado

sobre la tierra, el mar, la soledad

y los olivos tristes de España.

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El espacio doloroso

Nadie, nadie tiene nombre,

aquí, en esta tierra,

en este polvo superviviente,

en este aire febril y salobre.

Agusti Bartra

Fue en el Montseny. En los veranos de Campins, (cerca de Montnegre) donde tú le vertiste al hombre tierra gris sobre los ojos, fue ahí donde lo amortajaste de arcilla fresca para que creciera cubierto con las hojas del otoño, fue ahí donde se abrió el sexo de la tierra para que el barro miserable del que estamos hechos creciera henchido de surcos en nuestro pecho abierto. Fue ahí. En el Montseny. En algún verano de Campins, donde surgió indagadora la palabra…

¿Dónde estaba Dios cuando con rabia entre los labios le revelabas el pecho herido de la tierra miserable en cada trazo del pincel sangrante…?

¿Dónde estaba Dios cuando cubriste de cal y arena el rostro y la ceniza de los muertos…?

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Incisiones y grafismos

Vestigios trágicos de la piel

escarnecida y transparente,

(España del siglo XII en llamas,

sometida y surcada a latigazos),

polvo unánime y rumor que nos oprime,

sombra mineral e inmóvil

de un nuevo y doloroso paraíso,

surco engendrado y dividido

por el hambre y la miseria innumerable,

tus incisiones y grafismos:

símbolos iluminados y desnudos,

presagios de antiguas profecías

que nacen del castigo acumulado

de un dios sin rostro y sin memoria,

enmudecido y descarnado por el fuego.

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Ruinas enterradas de otro tiempo

(Herencia de la carne y de la piedra)

Los orígenes del fuego, 1981

Fragmento.

6

Hay que llorar sobre la sequedad intacta

de la piedra y el techo salobre de la muerte,

arrancarle las espinas a la tela,

derramar lágrimas en la pintura,

olvidar el espacio y la sangre,

regresarle al hombre las paredes olvidadas,

el tiempo y la hora exacta de la vida,

la soledad convertida en sueño o en astillas,

los dientes enterrados, las llagas, las encías…

o sepultarlo de una vez para siempre

con las costras azules de todas sus heridas.

12

…al mirar en ruina

los muros...

Emilio Prados

¿De qué sirven nuestros nombres

cuando ardemos con muchas cicatrices

en el origen mismo del fuego y la palabra?

¿De qué sirven nuestras voces

desgranadas, vacías y cerradas,

cuando nada se salva…?

Nada queda. Sólo la memoria devorada,

sublime, encarcelada y solitaria,

se alza sobre los muros deshojados

de esta tierra seca y despiadada.

Mérida, mayo de 1981.

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Ciudades

Inédito.

Dolor en elegía por las calles

braza nocturna

ceniza oscura entre el azúcar de los ojos

despierta el verdor herido de las hojas

la savia olorosa a fruta de trópico en ayunas,

llevamos el corazón dulciadolorido,

frutienardecido,

escanciado de vino y de mujeres en parto,

la mujer es nuestra tumba,

el oráculo esplendoroso de la madrugada desnuda,

teja sobre nuestro pobre corazón sin raíces,

sobre nuestros odios de abigeos de la luna.

Nada regresa. Todo es de la carne y sus esquinas:

del Tiempo: esa piel sobre el desierto de sal

de nuestro cuerpo.

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Pátzcuaro[3]

1)

a la orilla del lago un pez sale del agua y vuela

las redes atrapan hojas que ruedan en el aire

alguien tira una piedra al lago y flota

el sol es un caligrama en el paisaje.

a)

la vigilia de la palabras

el agua sueña el insomnio del lenguaje

su dádiva de caracoles oscuros

el fuego es una lengua sin cabeza

todo aparece y desaparece.

2)

corbatas amarradas a los árboles

las hienas se pasean sobre las escalinatas de la iglesia

un zapato gira en el horizonte

la luna salió por la herida de la mañana

Vasko: en la muerte somos el candado de la muerte

Dios es la llave que se ha perdido.

b)

sueño y ensueño: el día se enrosca en sí mismo

dentro de un pino circula nuestra sangre

una moneda de plata saluda a una mano

la mano como ofrenda en la palma del pie.

3)

la palabra se materializa en la voz

la voz es un eco de la carne

albas cicatrices verbo

el ojo mira por el ojo de la ventana

un paraguas se detiene para esperar la lluvia.

c)

un hombre juega a la oca con las piezas del ajedrez

al ajedrez con dados

cruza el viento mostrando sus dientes de aire

el aire de duerme sobre una nube.

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Crítica Literaria

Un claro relámpago para el dolor

Si el poema es experiencia, la conciencia del dolor y, en todo caso, el dolor en la conciencia es – a mi juicio – la experiencia poética de Roger Campos Munguía.

Llena de afirmaciones el tropel que abren – y en ocasiones, incendian – las imágenes de la oscuridad y la Nada, y que denuncian y alertan de lo efímero de la luz, hasta cuando se trata del amor (el amor también se pudre, nos advierte) su poesía es, en el fondo, una creación del dolor. Y esta creación es, en sí misma, una impostura. Pero en su expresión, no hay engaño. Es la dialéctica misma de su ser la que se nos revela: el poeta, sin duda, está persuadido de su palabra: lo prueban, no solo la coherencia que persiste durante todo el poema, sino inclusive su actitud vital ante ese ‘claro relámpago’ que es la conciencia de la muerte. Pero, aunque por momentos nos convenza también a nosotros – aunque con si resplandor de templada pulcritud este ‘relámpago’ nos prepare en algo para el dolor – es en la angustia del poeta, en esa angustia de la conciencia, donde él se descubre a sí mismo, y donde por tanto, se siente vivo. Y la poesía entonces, es el medio – por dominado, deseable – para decirnos que aún vive, que – pese a su destino inexorable, que conoce bien – aún está entre nosotros. Porque, a fin de cuentas, «El acto verbal trasladado a la página es una lucha contra la muerte. Sed de imprimir la huella, afán de no ser barrido por el huracán del tiempo, la palabra escrita rinde testimonio de lo que somos, de lo que fuimos cuando ya no estemos».

De este modo, Roger Campos Munguía – ese dolor en la conciencia, que es en el fondo de su máscara literaria – es tan sólo un poeta que quiere decirnos que vive, aunque haya de morir como todos. Encuentra en el lenguaje el sitio de la vida, y en la búsqueda de la poesía, un sentido cierto de vivirla.

Rubén Reyes Ramírez[4]

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[1]La voz ante el Espejo. Tomo II. Reyes Ramírez, Rubén. Instituto de Cultura de Yucatán, México. 1995. P. 213- 214.

[2] La voz ante el Espejo. Tomo II. Reyes Ramírez, Rubén. Instituto de Cultura de Yucatán, México. 1995. Pp. 215- 218.

[3] El poeta en el lago. Roger Campos Munguía. Coedición de Compañía Editorial de la Peninsular, S.A. de C.V. y Ayuntamiento de Mérida 2007-2010. México, 2008. P. 17 a 21.

[4] La huella del viento. Universidad Autónoma de Yucatán, Mérida, Yucatán. 1997. P. 52-3.