Pérez Piña, Pedro I.

(1888-1965) Médico, novelista y dramaturgo. Nació en Ticul, Yucatán y falleció en Mérida. Cursó estudios en el Instituto Literario del Estado y los profesionales en la Escuela de Medicina; se graduó en 1920. Radicó por muchos años en el puerto de Progreso, Yucatán, consagrado al ejercicio de su profesión y a la literatura. Escribió las novelas “Atavismo”, editada en Barcelona en 1930; “El precio de una estrella”, “Progreso”, 1938; “El oro de Caín”, “Madre por derecho”, 1935; “El rival”, “Los irredentos”, 1930. Permanecen inéditas: “Sobre la misma senda”, “El redentor”, “Kamiro Yalu”, y las obras teatrales: “La hidra”, “Por un beso”, “Nueva luna de miel”, “Los pequeños tiranos”, “Los frescos”, “Gato por liebre”, “El hijo de la loba”, “Casarse por inocente” y “El brasero apagado”. Además, terminó un libro de versos llamado “Naderías”, editado por la revista “Juventa” editada en Progreso; el ensayo “Paisajes meridanos”, aparecido en la “Antología Mérida”, realizada por Fausto Hijuelos Febles en ocasión del IV Centenario de Mérida; Biografía de D. Pablo Moreno Triay, premiado en los Primeros Juegos Florales de Valladolid, 1945. Algunas de sus obras teatrales fueron representadas en Mérida por compañías dramáticas visitantes. Fue promotor de la creación de la Escuela Secundaria de Progreso[1].

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FRAGMENTO DE ATAVISMO[2]

Don José había presentado a su ahijado a algunos de los más fragantes capullos del pensil meridano, sin que lograra que ninguno de ellos llamara su atención.

Poco tiempo antes de cumplir su mayor edad llegó la temporada veraniega de Progreso y como acostumbraban cada año, padrino, ahijado y un grupo escogido de amigos, se trasladaron al chalet que tenían a orillas de la playa, por el barrio aristocrático de Yaxactún. Cierta noche que jugaban una partida de brisca, uno de los amigos de Álvaro hizo caer la conversación sobre el tópico de las temporadistas más bellas y alguien terció, diciendo, que todas las muchachas andaban amoscadas porque en el barrio de Xculuckyá había una doncella de raro encanto y de singular belleza que era la causa de que más de media docena de noviazgos hubiesen acabado mal. La tal beldad, era una españolita salerosa que aunque a todos sus cortejantes prodigaba sonrisas, no tenía empacho en darles calabazas.

La conversación apasionó al grado de interrumpir la brisca; algunos dudaron de la existencia de la doncella; otros, fanfarrones, apostaron que a ellos se rendiría la plaza y los restantes guardaron silencio, estando entre los últimos, Álvaro, quien aunque había aparentado no importarle la noticia, por la noche al ir a dormir, una idea lo tuvo largo tiempo en vigilia: marcharse al día siguiente muy de mañanita al barrio de Xculuckyá. Este, situado al Oriente del puerto, menos elegante que Yaxactún, presentaba en aquel momento, las cinco y media de una fresca mañana, un aspecto encantador: a cada momento surgían, gallardas, las figuras de las bañistas con sus pintorescos trajes de colores, ciñendo sus mórbidos senos y sus sonrosadas carnes, para hundirse con fruición en las salobres ondas marinas.

Las casitas, unas de madera y palmas de huano y otras de madera y tejas, diseminadas aquí y acullá, algunas de ellas sin seguir simétrica enfilación, abrían con orgullo sus puertas para volcar en la arenosa playa los bouquets de fragantes rosas que durante la noche habían albergado en su seno.

En toda una extensión de trescientos metros de la playa parecían levantarse, vistos a distancia, pequeños montículos de movible nácar; eran las bañistas que ora salían, ora se sumergían, ora retozaban, ora formaban artísticas pirámides humanas dentro del agua, ora, en fin, se alejaban veloces bogando en frágiles barquichuelos.

Después de entregarse largo tiempo a la natación, emprendían la marcha a sus hogares formando compactos grupos y recatándose de las indiscretas miradas de los jovenzuelos que, estacionados a alguna distancia de la playa, se entretenían en admirar las pantorrillas más perfectas.

Y al llegar a sus hogares, ¡qué de prodigios para mudar la ropa! La generalidad de las casas, sólo compuestas de salón más o menos amplio destinado para sala de recibo, comedor y dormitorio, si acaso se dividía momentáneamente por medio de una sábana extendida por dos cordeles atados en sus extremidades superiores.

De servicio sanitario ni qué hablar; de cocina tampoco, porque siendo casas habitadas por sus dueños durante el resto del año, éstos, al empezar la estación veraniega, convierten en habitación familiar sus cocinas, dándose el curioso caso de ver que vivan en alegre promiscuidad gentes que quizá no vuelvan a verse las caras durante muchos años.

Pero así es la temporada; todo el puerto forma una sola familia que se disgrega cada fin de mes para ceder el paso a los nuevos familiares próximos a llegar; este disgregamiento dura seis meses del año.

Los temporadistas llegan al puerto reflejando en el semblante gran contentamiento, aunque sepan que vienen a pasar estrecheces o que para llegar necesitan durante el resto del año sujetarse a muchas privaciones. Unos días, una, dos o tres semanas, ajustándose a sus posibles; pero todos sentían la necesidad de ir a la playa. Los más escasos de recursos o los que no quieren abandonar el confort del hogar, destinan el domingo para visitar la playa. ¡Y es de ver la heterogénea muchedumbre que desfila! Trenes con doce y quince vagones yendo y viniendo con el paisaje apiñado hasta en los estribos; camiones corriendo por la carretera con rapidez vertiginosa y congestionados de carne humana e interminable fila de automóviles, las más de las veces chirriando sus ejes por exceso de pasaje. Es la fiebre de la playa que ha contaminado a todo el Estado. Todos se precipitan sobre los vehículos, como quien poseído de un hambre famélica se precipita sobre un mendrugo de pan.

Al llegar al puerto, ¡qué cuadros más disímiles!: junto al indiferente y rico burgués que ha surcado varias veces los mares, el humilde visitante pueblerino que con ojos de incredulidad mira por primera vez la inmensidad del océano, mientras sus pequeños, de asombro en asombro, van recogiendo conchitas y caracoles para la abuela y los hermanos menores que se quedaron en casa; junto a los niños acaudalados, montando sus velocípedos y automóviles, los niños pobres, los más tímidos hurgándose las narices con ojos de envidia y los más audaces pugnando por alcanzar en su carrera los juguetes.

Por doquiera que uno vaya ve pequeños grupos, familias enteras o amigos que se han cotizado a tanto por cabeza, entreteniendo el estómago con pequeñas golosinas, y los que llegan más limitados en recursos pecuniarios, se dirigen a la playa y a la sombra de las casas, de los muelles o de las pequeñas embarcaciones, con las asentaderas sobre la blanca arena, sacan sus cazuelas de comida, aderezada desde la víspera, y la devoran ávidamente con ayuda de sendos tragos de agua que han traído ex profeso en botellas o en pequeños garrafones; no faltan matronas que mientras con una mano se engullen el bocado, con la otra sujetan al rorro que succiona el seno materno con desesperación, porque la leche, chorreándole por la comisura de los labios, amenaza pasarle por las narices; los hermanos mayores protestan porque no sienten satisfecha el hambre. “No, señor; ya basta. No han venido a comer, sino a pasear; además, hay que procurar que la digestión sea ligera, porque sólo se han dado un baño en el mar y faltan dos, y quién sabe si podrán volver otro domingo”.

Cuando la tarde declina, la caravana inicia el retorno: se dijera que no es la misma que llegó en la mañana: caras grasientas y congestionadas por el sol; ojos somnolientos de cansancio; cuerpos cubiertos por la arena, de la cabeza a los pies; conjuntivas reventando en sangre.

Todavía faltan dos horas para que salga el tren y ya los vagones han sido tomados por asalto, en medio de la protesta de los que han sufrido un rudo pisotón, un brusco magullamiento o la pérdida de un asiento que ya creían asegurado; de los camiones, ¡para qué hablar!; las gentes se apiñan mucho antes del paradero pugnando por desalojarlos de la carga que trae de Mérida; es inútil que protesten los conductores; la avalancha humana los arrolla saltando por las ventanillas, golpeando con los codos a los que se atraviesan o empujando con las posaderas unas veces y otras con los hombros, a los que tienen por delante.

Por fin llegan las primeras horas de la noche y con ella casi desaparece la población flotante del puerto. Ahora sigue el arribo de las personas que no vienen por conocer la playa, sino por gozar del aire de la carretera; desfilan lujosos y potentes autos particulares por la Avenida del Malecón, en tanto que los hermosos palacetes lucen iluminación extraordinaria; sobre el mullido y verde césped del parque Álvaro Torre Díaz retozan los niños; los columpios, las barras, los trapecios, los velocípedos, son disputados por los pequeñuelos; el ensordecedor ruido de los patines sobre el pavimento de concreto, aturde los sentidos; la banda de música del Estado puebla el aire con las notas de la rapsodia de Listz, y cuando ya se ha apagado el eco de la última nota, se escucha la grata melodía de una canción regional, entonada por un par de trovadores, mientras a lo lejos se mira el tenue parpadeo de las luces de algún barco que llega o de algún bote pescador que se remonta.

Sopla un fresco viento de tierra; la brisa se ha dormido como si el mar quisiera castigar a los que han desdeñado durante el día contemplar su grandiosa inmensidad.

Álvaro, avizoró casa por casa, sin encontrar a la persona que buscaba y ya se iba, corrido, porque pensó que le habían jugado una broma, cuando al dar la última mirada a la playa tropezó con una joven que iba acompañada de un viejo, que supuso sería su padre. Sintió que el rubor se le subía a la cara; no le cabía la menor duda de que aquella era la beldad mencionada por sus amigos; era la única cara desconocida; deslumbrado ante tanta gracia y tanta belleza, casi se arrepintió de su curiosidad. Saludó con el sombrero y su saludo fue contestado cortés y graciosamente. Desde aquella mañana se acabó para Álvaro el sosiego; en su corazón, hasta entonces indiferente, se clavó el primer dardo del amor. La planta, al sentir el primer beso del sol, se irguió con ansias de renuevo. Era el primer amor que llegaba, ese primer amor tan lleno de dulcedumbre cuando se comprende, y tan lleno de acíbar cuando se refugia en un corazón ingrato.

Álvaro no tenía más que un pensamiento: Aurora.

Con tesón y fe benedictina asedió la plaza hasta que se rindió. ¡Maldita aquella hora! Él, que no había amado, apuraba golosamente y con singular deleite todas las frases de ternura de su prometida y se entregaba a ella maniatado. Renunció a todos sus sentidos, abominó de su yo; él sólo era corazón y éste le pertenecía por entero a su amada.

Algunas veces, después de casado, intentó recuperar su personalidad; pero sólo librando ligeras escaramuzas, que a la postre, le producían un secreto placer: ver que su esposa, en su cólera, crecía en belleza y arrogancia.

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Crítica Literaria

“Atavismo” es una novela apasionante. Se ve en ella la mano del médico que hurga con el dedo y corta con el bisturí o el escalpelo los tejidos enfermos para ponerlos a la luz del día. Cuando opera en el espíritu de los hombres es seco, frío, inexorable (…) Esas escenas de don Modesto, adúltero con “la Pancha”, y brutal hasta el crimen con su esposa y con su hija, son breves y cortantes lecciones de Anatomía descriptiva de la Comedia Humana. En general, pasa por las páginas de esta novela el soplo frío de la miseria de los hombres, a ratos con agria crudeza de realismo torturante; pero hay algo que la salva de caer en el “zolaísmo”, y que la sujeta a nuestras manos, suavizando los tonos doloridos; ese algo radica no ya en las pasiones que cruzan por los caminos del novelista, sino en la noble pasión del novelista por lo que es suyo, por lo que es nuestro, por lo que tiene de bello, glorioso y grande el viejo solar yucateco (…) La bibliografía de Pérez Piña nos demuestra que es el novelista yucateco más proficuo, más fecundo, sobrepasado en cantidad al acervo novelístico de don Eligio Ancona y buscando, como él, desentrañar la vida yucateca, novelar lo nuestro (Enciclopedia Yucatanense, Segunda Edición. Tomo V. Gobierno de Yucatán. México, 1977. Pp.664-666).



[1] Diccionario de escritores de Yucatán. Peniche Barrera, Roldán y Gaspar Gómez Chacón. Compañía Editorial de la Península, S.A de C.V. México, 2003. Pp. 121-122.

[2] Atavismo. Pérez Piña, Pedro I. Novelistas Hispanoamericanos II. Editorial Cervantes. Barcelona, España, 1930. Pp. 156-161.