Calero Rosado, Manuel

(n. 1946) Abogado y escritor. Nació en Mérida, Yucatán. Cursó la carrera de abogado en la Facultad de Derecho de la UADY, desempeñándose como Notario Público del Estado. En 1985 ingresó al Taller de Literatura del Centro Estatal de Bellas Artes y dos años después al de la Universidad Autónoma de Yucatán. Fue socio fundador del Centro Yucateco de Escritores; a partir de entonces participa en eventos culturales y literarios organizados por esta asociación, el Instituto de Cultura de Yucatán y otros organismos culturales de Mérida e Izamal. Representó al Estado en el II y el III Encuentro de Narradores de la Frontera Sur. Es Premio Estatal de Literatura 1989 en la modalidad de Cuento por “Hacia el fin de la noche”; becario del ICY (1997-1998) y del PACMYC (1999). Sus cuentos aparecen publicados en revistas y suplementos culturales como “Navegaciones Zur” y “El Juglar”. Ha publicado, también, “El visitante de la tarde” (1991); “La noche junto al muro” (1992); “Viejas cicatrices” (1992); “Memoria del viento” (1999), “En voz de los pintores” (2003) y “El Licenciado Mata. Isabel y otras historias que no están de más” (2006)[1].

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SELECCIÓN DE EL VISITANTE DE LA TARDE[2]

OJO DE MANIQUI

La ciudad te rodea. La luz de la avenida se refleja en las hierbas. No hay salida.

¿Qué consiguieron Juan y tú en estas playas de artificio, tierra de nadie? Saliste del pueblo sólo para olvidar tu intento de escribir y joderte más los nervios. Y Juan nunca tuvo empleo.

Gilberto Estrella, frustrado escritor. De ayudante de albañil y de plomero caíste a menos. Terminaste de velador en una tienda y pararás en la cárcel.

Imagina la luz, la pluma y el papel en este basurero, especie de cueva y haz como que escribes; piensa lo que ocurrió la noche de tu infancia y sabrás los motivos.

Recuerda tu pueblo, la casa: el aire se filtraba por las paredes, agitaba las tapas de los roperos y hacía que los sillones se mecieran al compás de la llama del quinqué. Vibraban las láminas del techo al rozar con ellas los gajos del flamboyán. Cerraste los ojos para rezar mentalmente, porque el día anterior a la lluvia que invocaste, muy de mañana, viste a tu padre en el patio midiendo unas tablas y le preguntaste por su nuevo trabajo.

-Qué, ¿no lo ves? Es un ataúd. Aquí meterán a don Chucho, el alfarero, por preguntón. Y te retiraste de inmediato de su presencia.

Te quedaste solo en casa porque tu padre no volvería sino hasta anochecer, tropezando contra todo. Por la tarde cogiste del suelo dos varillas de madera y las amarraste en cruz. Con la ayuda de una silla clavaste a San Dímas en uno de los postes que servían de sostén al techo. Lo hiciste justo entre la hamaca de tu padre y el cerro de ataúdes que para entonces, en previsión de la lluvia, ya habían amontado en el rincón para evitar que se mojasen.

Por obra del demonio no pasó por tu mente la idea de cortar las puntas; los brazos de San Dimas. Dejaste las varillas como estaban: filosas, cortadas en diagonal y al llegar tu padre a casa (borracho como siempre), se tendió en la hamaca y se puso a roncar.

El cansancio de haberlo ayudado con el acarreo de los muebles hasta el rincón, no fue suficiente para hacer que desistieras del plan que te trazaste de antemano: quemarlos todos a la vez.

Claro, no eran roperos, su trabajo que nunca entregaba terminado, sino ataúdes, sillones de difuntos. Caminaste de puntas para que el viejo no lo oyera y les rociaste el petróleo del quinqué.

Rugieron las llamas. Tu padre despertó y echó a correr para apagar el fuego. Pasó por tu cruz y una de sus puntas le penetró en un ojo. Lo oías recriminarte: cabrón, mientras me rajo la madre por ti, te lo pasas leyendo y escribiendo pendejadas. Y tenía sobradas razones para decirlo. Ya sin el taller, tuvo que hacerla de albañil y de plomero para sostener tus estudios. Tú, un ingrato, nunca te graduaste. No pisaste siquiera la facultad.

No soportabas verlo con su ojo de cristal. Tampoco tu madre pudo aguantar sus continuas juergas. Por eso huyó con el camionero que cubría esa ruta. Y tú a Cancún para un trabajo que te jodió los nervios por tanta mala noche. Porque a diario, antes de cerrar el almacén, sentías que el maniquí de la tercera fila, el del ojo rasgado, te seguía con la mirada mientras efectuabas la revisión. Y anoche Juan te dijo: hoy no podré ayudarte hasta cerrar. Debo volver temprano para limpiar el departamento que Charlie me prestó. Te entró tal angustia, que tu tartamudeo, lo que dijiste para retenerlo, debió delatarte.

Tu caso, porque era un caso, comenzaba a divertirle.

“Revisaremos las filas de atrás y te dejaré solo con las de alante”. Y te colgaste de su camisa cuando pretendió dejarte. Por eso Charlie te ordenó colgar las etiquetas con los nuevos precios en los maniquíes. Hizo luego el corte de caja y se marchó también.

Ponías los cartoncitos en los muñecos de la sección de niños, cuando oíste que algo se arrastraba al fondo sobre el cemento del piso. Después un sonido agudo como de cristales que se agitan. Te cercioraste que eran los candiles en la sección de perfumería y que la ventana del pasillo estaba abierta. La cerraste. Era el viento que entraba por el pasadizo. Las lámparas dejaron de vibrar, pero el ruido al fondo era más intenso.

Carraspeaste. Querías que notaran tu presencia. Y los pasos continuaron avanzando.

Corriste hacia la oficina, buscaste en el cajón del escritorio, no hallaste la pistola; Charlie siempre la dejaba. Pero te asomaste de nuevo al pasillo: la figura rígida, el hombre de piedra bajo el umbral, la capa que colgaba a sus espaldas y el ojo brillando en la penumbra, te horrorizó. Retrocediste unos pasos y tus pies chocaron contra un pedazo de tubo en el suelo. “Gilberto, sino sirves para velador pa’ que carajos serás bueno”. Y decidiste abrirte paso a macanazos.

Saltaste por encima de los estertores del yeso para venir a esconderte. ¿Hasta cuándo? –Gilberto Estrella, frustrado escritor, mantén esta esperanza, tu bromista amigo vive aún. Sal de una vez de este monte.

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EL MANUSCRITO

Les decía con suavidad desde la mesa de tribuna: “Si omití problemas de interés para muchos de ustedes, hágamelo saber de inmediato. Diré cuanto pueda y sepa, compañeros”.

Seres de rostros desencajados y llenos de tics, abandonaron sus asientos, cosa que no se permite en nuestras reuniones de grupo, y tambaleantes, avanzaron hacia mí. Señalaban hacia el sitio donde corrí a ocultarme arrastrando la mesa. Abrían y cerraban la boca como agonizan los peces y al hacerlo sus labios emanaron un líquido purulento. Vi que movieran los dedos en forma discordante para tratar de asirme y de inmediato me escondí detrás de la tribuna. Más todo fue en vano porque me capturaron.

Con sus colgajos malolientes, los oí gritar: “Sujétalo de ese brazo, Eulogio. Aguántalo así. Que no se mueva”. Y vi de cerca sus rodillas huesudas.

Sentí que los harapientos me levantaban. Me transportaron por un túnel de oscuridad donde oí que una mujer sollozaba. Yo repetía con insistencia: “Compañeros, si omití…” Y se ponían cada vez más fieros o irascibles.

“Bájese compañera Sandra. Bájese y espérenos aquí. Volveremos por usted más tarde”. Después, el ruido de un portazo y luego, luego me perdí; no supe más de mí, hasta que sentí un pinchazo.

Entonces comencé a hilvanar ideas. Palabras que aisladas escuchaba se ordenaron en mi mente en frases claras. Las acciones recobraron sentido, concordancia con las imágenes de lo que en realidad acontecía junto a mí. Deduje: si por un momento sentí que me arrollaba un remolino, era porque mi cuerpo atado por la camisa de fuerza rodaba por el suelo. Al verme libre de ella todo se desvaneció. Sin duda era la vuelta a la conciencia. Pues me he rehabilitado en este hospital a donde me trajeron mis amigos. Y los pasos que oigo en el corredor me dicen que vienen a trasladarme al piso alto con los demás. No será para atarme e inyectarme de nuevo sobre las ropas como tantas veces lo han hecho desde que ingresé. Si vienen a lo primero, les daré a los doctores mi manuscrito. Me dieron pluma y papel y esa terapia se agradece.

No. No les daré mis apuntes a esos duendecitos que armados de una jeringa ahora asoman a la puerta.

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FUGA

Se me acusa de un crimen que nunca cometí. Entraron a mi celda esta mañana y me enseñaron las fotos. En verdad, odiaba a Bermudez. Sobre todo cuando me encerró en el cuarto y guardó la llave. Pero jamás tuve el valor para tocarle siquiera un pelo.

“Me importa un carajo que estés enfermo. Me debes tres meses de la renta… Paga”. Y blandía su bastón contra mí, tendido en el lecho con fiebre.

“Paga, o te atravieso el cuello con este palo.”

No dejaba de escuchar sus pasos cuando bajaba por los escalones a gritarme tonterías. Era un majadero como pocos. Golpeaba en las paredes del pasillo y en la puerta de mi cuarto que él mismo había cerrado.

Pero hasta entonces, yo estaba embrutecido. Ignoraba el poder oculto de mi mente o que la fuerza del medio accionara a favor de mis deseos, los materializara. Lo descubrí esta tarde cuando la guardia me llevaba a rastras hasta el juzgado a rendir mi declaración. La imagen de las fotos –la de Bermudez degollado- cobró vida en mi cerebro: me recordaba la pesadilla en la pocilga que me alquiló. Era la primera vez que comparecía ante un tribunal. Oía el murmullo, las voces en la sala: me interrogarán sobre cosas que no sé. No podré decirles: que sus pisadas en la madera, sus gritos frenéticos, hicieron que me levantara de la cama –aún dormido- y fuera hasta la cocina; tomara de ahí un cuchillo, subiera por las escaleras hasta el cuarto del viejo y lo matara mientras dormía, para luego degollarlo –como aparece en las fotos- y meterlo en mi ropero. Sería irrisorio.

Pero, si me amenazaba, ¿por qué no di parte a la policía? y ¿quién le teme tanto a un anciano? Me preguntarán razones, hora, lugar del crimen y jamás podré saberlo. Dormía cuando irrumpió en mi cuarto la policía y me detuvo. Al pasar por la sala –esposado y todavía en piyama- no vi que hubiera huellas por donde supuestamente lo llevé arrastrado hasta mi closet. No existían. Ni sobre la madera de los escalones, ni en el piso del pasillo.

Nunca estuve armado. Ni siquiera me dejaron cambiarme el piyama. Repito: dormía cuando me sacaron de ahí.

Mientras avanzaba hacia las voces del umbral, meditaba acerca de mi suerte. Lo que sería mi vida a partir de entonces: amaneceres apenas perceptibles por un oblicuo rayo de sol sobre alguna alcantarilla a mitad de un pasadizo de lodo y podredumbre. Ecos de lamentos, presos entre fierros, que se cierran en espera de un proceso largo, recargado de artimañas y formulismos… Todo eso me esperaba y sentí que me llené de odio. De inaudito rencor contra los jueces, fiscales, abogados, alcaides, reporteros y cuanta gente se hallara en el penal. Y me quedé estupefacto al notar que el murmullo cesaba. Me vi solo por el pasillo. Caminé cauteloso hasta la puerta. Aceché en la sala: vi mi solitario expediente y las fotos de Bermudez sobre la mesa del juez: tomé todo eso de ahí y me dije: regresaré a mi celda para quemarlos y después podré salir a la calle sin ningún temor, incluso atravesando el silencio de esta sala.

Así lo haré en efecto, aún cuando escucho de nuevo sus pasos… Los golpes del bastón por el pasillo.

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SELECCIÓN DE LA NOCHE JUNTO AL MURO [3]

EL CAZADOR DE MAYO

Justo se acomodó la lámpara en la gorra de beisbolista, con la visera al revés. En la oscuridad de la milpa brillaban nítidos los ojos del ciervo; su cornamenta erguía las puntas ante el ruido de la carga en el fusil. Y la pólvora estalló tras de la albarrada, llenó el aroma del monte, quebró ramas y huesos, dejando un rastro de sangre en la brecha. Justo quiso seguir a su presa, pero el brillo de otros ojos opacó su intento de saltar por la albarrada: la venada ofrecía el pecho a su escopeta de repetición. Y cargó de nuevo y nuevamente el horizonte se resquebrajó ante el disparo.

Lo llenó de júbilo la claridad de las huellas que la venada dejó en el desenfreno de su fuga.

Justo esperará la mañana para recorrer con perros la milpa. Montado a caballo, buscará a la presa en el potrero cercado con púas y alambre. Sabe que al mediodía mayo revienta de calor y polvo y que la hembra al menos, sobre todo si está preñada, no resistirá a las heridas del cuello. El macho podrá escapar hacia la podredumbre de alguna zopilotera, la venada no.

El joven dormirá en la cocina para despertarse al alba de esta noche sin luceros. Mamá le hará un café negro en la hornilla de carbón. Luego se acercará a la hamaca: Hijito, dijiste que te hablara antes de que amanezca. Y él oirá sus chanclas junto a la mesa y el rumiar del caballo amarrado al álamo, pero el reflejo del quinqué de viento en los ojos de su madre le recordará los de su presa, en la madrugada amarga de café y cigarros.

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DETRÁS DEL CERCO DE ALAMBRE

Kilómetros atrás, en la distancia oscura del recuerdo, ha quedado la tarde de infortunio, el pueblo olvidado. Sin embargo, siente que el aire le voló el sombrero, y ve que sus brazos, sus rudos brazos de jinete, tiran con fuerza de las riendas.

Héctor no siente el cuerpo. Tampoco las heridas en la espalda ni el golpe de la rama que le abrió la frente. Percibe el tufo del caballo y el agrio sudor de su piel. No siente la piel. Sólo el vértigo del galope y la furia del viento le indican que tuvo dos accidentes, dos caídas. Entonces la vergüenza le pica adentro, muy por dentro. Y se echa para atrás, vuelve a tirar de las riendas con violencia.

Dos caídas, había tenido dos caídas y en tan sólo una tarde: la primera fue en El Lienzo, y a plena fiesta charra. La sufrió cuando quiso tirar al novillo de la cola, hacer que rodara por el piso como un barril de músculos y huesos. Se acuerda que estuvo de bruces en la grava con olor de estiércol al aflojarse el cincho de la silla; que el cielo se llenó de panzas y sudores por encima de su mirada, y que eran sólo panzas de bestias los jinetes que llegaban a socorrerlo. La segunda caída sucedió en el monte, al salir del pueblo: había cogido al caballo del bozal y sujetándolo con fuerza del hocico, le cruzó la cara a golpes de fuete. Y lo hizo una y otra vez, hasta el cansancio, en el silencio de una plazoleta enhierbada, pues alguien debía pagar por tan grande humillación. Volvió a montar un caballo encabritado… Monta aún. Está en el lomo de ese animal, que ahora se rebela: estira el cuello por delante y eriza la crin, llevándolo a galope en dirección al monte cerrado de espinas y bejucos, porque Héctor lo sigue flagelando y nada detiene el desenfreno de la huída. Ni los tirones del fierro entre los dientes, ni la barrera del aire en contra. Y cabalga en terreno de piedras y troncos de milpa, al esplendor de la noche. Sabe que al final de esa vereda sin nombre, que nunca marcó la ruta del rancho, se extiende la alambrada: ve el brillo de las púas. También divisa la arboleda que hay detrás del cercado y la espesura del ramaje.

Sin poderlo evitar, uno de sus brazos, de sus forzudos brazos de vaquero, continúa tirando de las riendas, en tanto que el otro maneja con destreza el látigo, haciéndolo tronar. El hocico del caballo avienta espumarajos sobre su cuerpo, y él sabe que la espuma (por los violentos “jalones” del freno de metal) se irá volviendo escarlata, color que manchará por siempre el tinte bronce de su piel. Está consciente que al final de todo no habrá más que la noche y sus cantos de viento, sus trinos de cigarras; que abrirá los ojos a esa eternidad, por brechas y senderos sin destino… La rama, la gruesa rama que de improvisto le cercenó la frente, la ve pasar; atraviesa nuevamente, sin que lo sienta, la hendidura de sus huesos. Y él cabalga, sigue cabalgando.

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SELECCIÓN DE NO NACIMOS PARA CELEBRAR [4]

Mamá en la pluma

Con mi madre en la pluma no puedo más que escribir:

Mayo se inflama de tu recuerdo, cuando me decías ante el repique de las campanas a las ocho, en Fátima: -Luego irás al parque a jugar, pero lo primero es lo primero. Fingías rigor en tus palabras, porque la mano que apoyabas en mi hombro, con el misal y el rosario, me conducía irremediable pero dulcemente el tormento de tus rezos.

La luz de mayo hoy se nutre de mis nostalgias, y si voy a mirar la agonía de tu jardín sin color, mis pasos se oyen huecos en las paredes por donde se arrastra el tiempo, y suenan a lamento las campanas en el aire de Ginerés, porque sus tardes se fugan con su aroma a horneado de galletas y con los silbatos de los carritos maiceros. El recuerdo de esos claros domingos se instala en mí, me envuelve en el insomnio de una vida que no avanza, no se ordena sin ti, y sólo se repite y no hace más que reiterarse con la huella que nos dejarás:

Yacías en la cama, mientras llenaba con tu nombre unos papeles para la gente del carro gris, ajena al dolor de papá, a quien encerré en el cuartito de los vitrales y las mesas. El iba y venía de ahí para acá sin escuchar ni entender nada. Estabas fría cuando te besé y tu semblante sereno era tan bello como el dolor de papá: no golpeaba con los puños las paredes ni las mesas.

Hoy tomo la pluma y no puedo más que escribir:

Las nubes incineran la salida al patio y al carro de tu funeral, sobre mí se apoya el peso inerte de tu cuerpo al descender contigo por la rampa. Y me disculpo ante tu féretro. Te digo adiós, mamá, mientras la tarde derrama el sol ante mis ojos.

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Crítica Literaria

Sobre Manuel Calero, Jorge Cortés Ancona escribe: “Manuel Calero gusta de que sus personajes lleguen a situaciones límite en las que se ven obligados a recurrir a salidas falsas. En su obra nos encontramos un Yucatán que nos parece extraño. Como que la realidad se distorsiona, parece vuelta del revés. Sin embargo, es creíble y auténtica. Aun en casos tan simples como el de “La Chica de la Gabardina”, una ironía no apreciada a primera vista se impone sin desubicarse de su contexto. Pareciera que lo grotesco de la cotidianidad se encubriese con su constante repetición, con su aparente falta de sentido (Calero, 1991).

Por su parte, Svetlana Larrocha dice de él: “…Y Calero es Calero. Tiene un estilo completamente definido. Cada texto de las dos partes que conforman el presente volumen (El Licenciado Mata. Isabel y otras historias que no están de más, 2006) refiere la madurez alcanzada por este autor, que ingeniosamente se regodea con la descripción cómica de lugares y momentos, de actitudes excéntricas y personajes singulares que llegan casi a la ridiculez -vista esta categoría no como peyorativa-, pero equilibradamente conformados, que innegablemente son sombra y reflejo de la declinación de nuestra sociedad (…) Manuel Calero se desplaza y se yergue directo para nombrar situaciones cotidianas pero atemporales y ambiguas son llevadas al extremo de una atmósfera netamente peninsular y, sin embargo, universal –tal vez lowryana-.

Es así como entonces somos escuchas y cómplices de las historias que aparecen en El Licenciado Mata. Isabel y otras historias que no están de más, que en su entorno social –condición urbana, condición rural, qué importa- nos refieren el desencanto de un pasado irremediable, y asimismo, la incertidumbre de un futuro que, de alguna manera, día a día, a todos nos toca vivir”[5].



[1] Diccionario de escritores de Yucatán. Peniche Barrera, Roldán y Gaspar Gómez Chacón. Compañía Editorial de la Península, S.A de C.V. México, 2003. P. 42.

[2] El visitante de la tarde. Calero, Manuel. Cuadernos del Taller Literario 11. Universidad Autónoma de Yucatán. México, 1991. Pp. 39- 48.

[3] La noche junto al muro. Calero, Manuel. Cuadernos del Taller Literario 15. Universidad Autónoma de Yucatán. México, 1992. Pp. 17- 24.

[4] No nacimos para celebrar, Varios autores. Ediciones de En la Mira. Colección: La Hoja Murmurante, Separata de Arte Libertario. Editorial La Tinta del Alcatraz. Mérida, Yucatán, México, 1992.

[5] El Licenciado Mata. Isabel y otras historias que no están de más. Calero, Manuel. Instituto de Cultura de Yucatán. Mérida, Yucatán, México, 2006.