Amaro Gamboa, Jesús

(1903-1992) Médico y escritor. Nació en Tixkokob, Yucatán y falleció en la Ciudad de México. Sus inquietudes intelectuales lo llevaron desde la adolescencia a participar en actividades periodísticas en la redacción de revistas estudiantiles como Demóstenes y en las labores culturales de la Sociedad José Peón Contreras. Entre sus obras narrativas figuran Y acabó su camino con la muerte (1958), La palabra entonces (cuento premiado en los Juegos Florales Ramón López Velarde organizados por el Ateneo Cultural de Zacatecas (1958), Y nunca de su corazón, relatos que enfocan temas folclóricos y costumbristas; la novela Sueño sin fin: crónica de una utopía (1972) y Relatos de la tierra maya (1972). Como maestro impartió cátedras en diversas escuelas incluyendo la Escuela Preparatoria de la Universidad de Yucatán, de la que sería rector en 1936. Su trabajo docente en el medio rural le permitió conocer el lenguaje maya actual junto con la herbolaria regional, creencias y procedimientos curativos precoloniales, que le sirvieron para escribir su ambicioso estudio en tres tomos: El uayeísmo en la cultura de Yucatán, Vocabulario de el uayeísmo en la cultura de Yucatán e Hibridismos en el habla del yucateco (obra que no pudo concluir) así como el cuento Chumín (1926). En este mismo año resultó premiado en los Juegos Florales convocados por el Club Mérida con su ensayo biográfico La personalidad de Francisco de Montejo el Mozo; también obtuvo el Premio Bennet otorgado por la institución estadounidense del mismo nombre con La cultura maya, trabajo de investigación histórica (1927). Muy joven aún pasó a residir a la Ciudad de México donde desempeñó diversos cargos siempre relacionados con la medicina, el magisterio y la literatura. Formó con otros yucatecos radicados en la capital, como Alvar Carrillo Gil, Antonio Betancourt Pérez, Fernando Castro Pacheco y Elmer Llanes Marín, la Asociación Cívica Yucatán que dejó en los años cincuenta huellas en la lucha cívica y la promoción artística y cultural. Por años publicaron la revista Yucatán y editaron obras de Octavio Paz y Ricardo López Méndez y un libro testimonial titulado Testamento del optimista. En 1985 se le otorgó la Medalla Eligio Ancona por sus méritos literarios [1].

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SELECCIÓN DE LA PALABRA ENTONCES[2]

LA PALABRA ENTONCES

“… ése es mi nombre; pero me dicen La Póntiac. La señorita Póntiac. Ha de ser por la marca del primer coche que tuve. El que todos me conocieron en la Facultad.

“El difunto tenía una obsesión. Bueno, si así lo quiere usted, digamos: mi difunto. Yo lo quería locamente. Y él a mí. ¿Le parece extraño que llore? No creo que tenga que pedirle perdón a usted si lloro. Y es que aunque él no me hubiera querido, yo le hubiese amado, como lo amé, desde el primer momento. ¡Si se tuviera la libertad de comenzar de nuevo en el amor! Si la primera vez que una se casa fuera a prueba, no sucederían estas cosas. Y no estaría yo, por ejemplo, hoy, en esta oficina policiaca.

“El difunto –mi difunto- como usted quiere que lo diga, tenía una obsesión: “Cuando me muera, Póntiac, pon tus senos sobre mi boca”. Y siempre tenía el cuidado de aclarar, a renglón seguido: “Cuando me esté muriendo, claro”. No me mire usted así. Le estoy diciendo la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

“Cuando murió, él tenía su boca sobre la mía. De repente sus labios dejaron de estar tensos, renitentes, agresivos con amor. De tibios, no diré que de pronto se volvieron fríos ni que hubiesen adquirido la rigidez de la muerte. Rigidez cadavérica le llaman a eso. Pero tuve la sensación de que ya no me estaban besando; al menos con el calor de siempre. Por eso digo que se hicieron fríos. Fríos para el amor. Fue cuando lancé un grito de espanto; un alarido que debió ser histérico; que debió oírse en otros cuartos y en la administración del motel. De otro modo no hubiesen corrido a tocarme la puerta con desesperación. Y a preguntarme a gritos que qué me pasaba. Grité porque me di cuenta de que esos labios eran los de un ser ya exánime. Porque se me deshizo y su cuerpo perdió el tono de la vida y sentí que pesaba doblemente, su cuerpo, sobre mí.

“Acababa de recomenzar a besarme después de decirme aquello de gozarme amoroso con todos sus sentidos y con su pensamiento: con su tacto, mi piel, a la que aplicaba epítetos diversos sobre todo superlativos que él sacaba de los más tiernos diminutivos. ¿Qué por qué digo epítetos? Porque lo eran; eran exactos como vocablos que su gran talento adecuara a las peculiaridades de mi epidermis. Mi voz, con sus oídos. Con sus ojos, con esa sin par avidez de su mirada: mis propios ojos, mi cara, mis cabellos, que él parecía peinar con su visión voraz. Mi cabello…

“… eres hermositamente incomparable, Póntiac; morenitamente hermosa, como un cielo con luz de las estrellas…”, por ejemplo. Y esas otras cosas comunes pero bellas con las que mienten los enamorados; mucho más los enamorados sabios, como él. No en vano era dueño de su propia filosofía, propia y peculiar.

“¿Qué dónde nos conocimos? Ah, sí. ¿Dónde nos conocimos? Nos vimos la primera vez en Ciencias Políticas. Adiviné que yo tenía miedo de amarlo y que él me amaba. Nada de a primera vista. Sencillamente lo supe, así. Me cambié por eso, huyendo, a Filosofía y Letras. Y ahí estaba él, también. Fue como algo que la persigue a una y de lo cual no se puede escapar. Más bien de lo que no se debe escapar. ¿Sucumbir? Fue como cosa del destino; el destino en que empecé a creer. Llegamos a amarnos sin llegar a decirnos nunca ese lugar común de que éramos dos incomprendidos. Nuestro pasado –después lo supimos- era el de dos vidas calcadas al carbón. Lo supimos después.

“De la mujer de él no sé nada. De mi esposo… Perdón si lo ofendo a usted. No es mi intención. El caso es que hay hombres llenos de soberbia, engreídos, rebosantes de orgullo, “orgullosamente” seguros de sí mismos; con una seguridad terca, que ofende, particularmente a la que tienen por compañera de su vida. Si quisiéramos saber qué los engríe, de qué se vanaglorian, qué luminoso halo los corona y los conduce a pensar todo eso: que la mujer, su mujer, es poco menos que una cosa, llegaríamos a la conclusión de que nada, absolutamente nada. Mi esposo es uno de ésos: sencillamente un hombre altanero, muy contento de sí mismo, de ser él quien es, sin ser nada. Me casé con él sin saber por qué. Bueno… creí que llegaría a amarlo.

“No lo odio. Sencillamente sé que no tiene nada de qué enorgullecerse. Cuando nuestros comunes amigos le dicen que de lo único que podría estar orgulloso es de tenerme a mí por su mujer, hace una mueca, un mohín de desprecio. Y lanza dos o tres onomatopeyas de risa sarcástica. Algunas veces añade, arqueando el cuerpo, echándolo hacia atrás en actitud de desafío; de un desafío en que se concede el triunfo por descontado: “¿orgulloso de eso? Ni siquiera de ser el único que se la… Y aquí dice con todo desparpajo lo que ya hace años que no hacemos. “El único”, recalca. Y ahora es cuando seguramente tendrá que saber la verdad. ¿Qué otro remedio me queda? ¿Decirme él alguna galantería? Jamás. Mucho menos en la intimidad. A eso también le hubiera llamado sobajarse: situarse muy por debajo de la mujer. Sobre todo de su mujer.

“Su machismo –creo que es cuestión de haber querido siempre sentirse macho –no le permitió nunca decir algo que pareciera aceptación de mi hermosura. Al menos eso es lo que dicen todos: que soy hermosa. ¿Usted también lo cree? Gracias, licenciado. Es usted muy amable.

“Nunca creí poder cumplir los deseos del difunto. De mi amado difunto. Sabía yo que sería imposible. Lógicamente él tendría que morir en su hogar. Yo, a su tiempo, en el mío. A menos que no diéramos el paso definitivo: que algún día nuestro amor fuese sancionado, por la ley de los hombres al menos. Por la Iglesia era imposible. Los dos estábamos casados, cada uno por su lado, ante Dios. Era pues un sueño irrealizable. Por tanto, su deseo vehemente me llenaba el alma de tinieblas. “Cuando muera, Póntiac, has de poner tus senos sobre mi boca”. Y nunca se olvidaría de reiterar: “Cuando me esté muriendo, claro”. Y es que no lo deseaba sobre su cadáver. Lo soñaba para en vida, aunque agonizante, sobre sus labios. Lo decía más bien como una orden que debiera cumplirse algún día, fatalmente.

“Y cuando con sus sentidos ya no podía tener noción de mí, o sentía que no podía o no debía amarme sólo con ellos, era entonces el cambiar su manera de amarme, advirtiendo: “La palabra entonces…” Y con la palabra –sus palabras- decía envolverse, otra vez, en mi perfume, el de mi cuerpo. Y cuando la palabra había sido ya, exhaustivamente, la expresión de todos sus sentidos, sería con el tacto, entonces, de sus labios, el volver a sentirme, recorriéndome toda, trocito a trocito. Y con el de sus manos suaves y tibias, o el de sus mejillas azulencas, siempre tersas después de rasurarse, con cierta rasposidad que me encantaba cuando ya avanzado el día, debíamos vernos en ese ahora trágico motel. “Eres limpia y sincera de ti misma. Te atienes a tus propios aromas, a tus peculiares esencias”. Y repetía amarme con el olfato en mis olores. Y en mi voz con sus oídos. Y en mi risa también. Y en mi pecho, cuando adosaba a él una de sus orejas y: “Lo oigo, Póntiac, lo oigo. Lo escucho latir regularmente, como ahora late el mío. Como está latiendo. Como quiero que lata siempre, largo tiempo –vivir- para amarte largo tiempo también, como espero que lata siempre.” Bueno, yo digo todo esto de una manera tan vulgar. Él, en cambio. Pero poco más o menos eso fue lo que me dijo hoy, antes de morírseme. Como media hora antes. Y añadió gozoso: “Ya me han checado. Estoy perfecto. Mi corazón camina con el ímpetu y la regularidad de un corazón sin falla. Me lo afirmó el cardiólogo. Mi cardiólogo. Tensión arterial: la de una persona de treinta años que ha de vivir muchos más.

“La palabra entonces, Póntiac. Pero esa música. Tu música” –e hizo un intento de abandonar el lecho para apagar el radio.

No te pares, no te pares. Yo lo apago.

“Cambia a otra estación. La que prefieras, menos ésa”. Sabía él que la que estaba era mi música preferida: escandalosa y retozona.

Sí, yo me paré y fui hacia el radio. ¿Qué si desnuda? Completamente desnuda. Eso le gustaba: verme así, en pie, o caminando sobre la alfombra. Era su otra manera de amarme. Y alababa mi cuerpo, comenzando, otra vez, con eso de “La palabra entonces…” No había en el mundo otro igual. Ni siquiera parecido, según él. Yo digo que era por simple galantería. O sencillamente por ilusionarse con lo que era suyo. ¡Y vaya si lo era! ¿Qué si había visto muchos para poder comparar? ¡Claro! Sí que debió haberlos visto, aunque nunca me lo dijo. ¡Había viajado tanto! No, eso no; no era un libertino. Era un amante perfecto, un artista, un poeta para el amor.

“La palabra entonces…” Y sus superlativos de halagarme toda. Los hacía de los más tiernos y acariciadores diminutivos, terminándolos en mente, como adverbios más bien. “Eres estupenditamente hermosa, hermositamente estupenda, cariñositamente bella, deliciositamente perfecta.” Y otros muchos así. Yo dije siempre que eran superlativos. Y él nunca me dijo que no lo fuesen. Se espejaba en sus superlativos para abarcarme toda. Y era como sentir su hambre de mí, la de todos sus sentidos, sobre toda yo, sobre toda mi piel y mi cuerpo todo cuando me miraba andar sobre la alfombra.

“Sobre tus formas, Póntiac, se adosa, suavecitamente, mi mirada. La palabra, entonces, Póntiac, la palabra entonces… Y te curvo de ojos y te frotan, deslizándose sobre ti, los rayos de luz de mis miradas. Los que de mis ojos parten hacia ti; y se posan sobre ti, en toda tú, sin moverse por instantes; y gozo con mis ojos, fugazmente, cada micra de tu piel y, en todas ellas juntas, tu forma total, la de tu cuerpo. Aunque es al revés volteado –raras veces se ponía pedestre y adocenado- Póntiac, al revés, si hemos de ser científicos hasta en el amor. Porque son los rayos de luz que de tu cuerpo parten los que llegan hasta mis ojos, entrando a través de mis pupilas, hasta el fondo de mi yo. Pero no por eso es menos cierto lo primero. Y si no… Corre las cortinas… O apaga la luz. Y serás borrosa, borrositamente desdibujada en la penumbra…

“No señor. No es que todo eso me lo hubiese aprendido de memoria. Sino que todo es como imitar el tono de voz de una persona, o su manera de hablar, o de expresarse. El estilo, su estilo, digamos. Y así era su estilo de amarme con palabras. El estilo con el que yo me dejaba amar. O me sentía amada. Y me gustaba que me amara. Nunca soñé que pudiera ser amada de tal modo. Por otra parte, sus pensamientos, sus ideas acerca de mí, fueron siempre los mismos; pero cada vez los expresaba con palabras diferentes. “La palabra entonces…” Con diferentes combinaciones de palabras. Como hacen los poetas. “La palabra entonces…” Era cuando parecía que se le hubiesen agotado las palabras o que no encontrase ya las que debían expresar sus viejos pensamientos sobre mí y sobre su amor por mí. ¿Yo? ¿A eso? No sabría decirle. Pero creo que siempre traté de responderle con una sola palabra cariñosa. No viene al caso.

“Y ese hombre debía morírseme pronto, hoy. Súbitamente, cuando me estaba besando, después de haberme dicho, una vez más, cómo, de qué manera y cuánto me amaba. Cuando acababa de decírmelo y sentí que había sido la última vez. Cuando yo le amaba más que nunca. Y sin que pudiera yo cumplir sus deseos tantas veces expresados, para cuando se estuviera muriendo. El, que siempre soñó eso. Y tal vez, como ha sucedido, morir en mis brazos. Quizás por eso me exigía ya que nos viéramos más a menudo. Y que pasáramos más horas juntos, como si fuésemos algo más que amantes que andan poco menos que a salto de mata. Bueno, algo más; sentirnos como esposos: marido y mujer; juntos, siempre juntos. Lo que sabíamos que no podía ser…

“Y ahora: él, para la autopsia. ¿Qué se ganará con eso? Le he dicho la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad acerca de su muerte. Y yo, lo que nunca imaginé, en una delegación del ministerio público, en tanto se investiga la causa de la muerte –la más natural- de un hombre. Ahora sí siento mi soledad, esa soledad, la de su ausencia, que tanto temí; estar sola, sin él, en este mundo.

“¿Detenida? Ya lo sabía yo. No hay más remedio que atenerse a las consecuencias de este amor, de esta muerte, de mi naciente soledad. Hay en la vida cosas que lo valen todo, todo, absolutamente todo. Y ahora tendré que avisarle a mi marido. ¿Me permite usted su teléfono?

1968

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CON SUS OJOS LIMPIOS

Él la estaba mirando con sus ojos limpios. La traspasaba mirando a través de ella, sin verla, sin tocarla ni herirla con la mirada de sus ojos limpios; porque estaba mirando al infinito a través de ella con sus ojos limpios, llenos de un brillo de candor asustadizo.

Y la mujer lo estaba vejando con las más hirientes y soeces palabras antes de hacerlo con las manos, con las uñas, con los filos de su rabia y su rencor.

Y él, con sus ojos limpios, silencioso, sumiso, sereno, como sin estarlo estuviese de rodillas, con una sonrisa que le brotara de muy adentro, sin malicia alguna y sin deseo de volver mal por mal, insulto por insulto, diatriba por diatriba.

Sí, era verdad. Tal vez hubiese sido verdad: que fuera amado por esa mujer extraña. Pero sólo ahora, después de todo, se enteró de que bien pudo haber sido amado por ella, cuando la única que debió amarle en verdad era la que ahora tenía delante, la que ahora lo estaba victimizando, zahiriendo, atenaceando con su furia, pulverizándolo con su amargo egoísmo, con todo su egoísmo y con todo su odio de mancharlo y romperlo en pedacitos y volverlo a armar para volver a reducirlo a más menudos fragmentos.

Y lo seguía increpando; y lo seguiría increpando; ella era la única que debió haberlo amado y no otra alguna. Ninguna otra. Aunque siendo la única que debió amarle no pareciera que le había amado, que lo estaba amando o que lo amaría por siempre, sin por ello decirle las palabras dulces y mentirosas que la otra, tal vez, seguramente quizás, le recitaría, le declamaría, le metería zalamera por todos los poros de su cuerpo.

Y él no lloraba aún con sus ojos limpios y era posible que no llorase más con ellos; pero estaba llorando por dentro, por ella, por la otra, por la ahora ausente, con el alma ya de por sí pulverizada; en sus ojos limpios, lucientes de humedad, había un brillo de recuerdos vistos y vividos, de recuerdos de saber que había sido amado, o que le pareció que lo fuese, o que alguien le hubiese dicho que lo amaba y que él creyese que así había sido; porque lo había creído y lo había sentido y lo había palpado; porque había sido amado por quien no tuvo ningún deber de amarlo, por quien se sabía sin la obligación de amar a un hombre humilde como él.

Y él seguía mirando a su mujer con destellos de dulce indiferencia en sus ojos limpios, de una deliciosa bien lograda ausencia de este mundo, de no estar en él ni con el pensamiento, porque su pensamiento sólo estaba en ella, lejos, allá, quién sabe dónde; pero tal vez en algún sitio, un lugar donde tendría que estar; porque ella no podía, no podría nunca dejar de estar, siempre, en algo, en alguien, en él, en su recuerdo pensamiento.

Y tenía ante sí, indiferente, a esta otra mujer, sereno, en una clara ataraxia de todo su ser, en situación de vida latente de esperar que ocurriera y transcurriese algo, ni agradable ni desagradable; algo que no era, que no existía, que no se percibiese con ninguno de los sentidos, en tanto ella, la de este mundo, lo increpaba egoísta, rabiosa, iracunda, pretendiendo hacerlo confesar lo inconfesable.

Y él con sus ojos limpios, sereno, indiferente, en espera del rasguño de la ira, aguardando el dolor de los filos de una rabia egoístamente femenina.

-Di que ella no se suicidó por ti.

Él, entonces, se estremeció esta vez, como si sólo ahora se hubiera venido a enterar de la muerte de ella, de que ella estaba muerta. Y siguió mirándola fija, imperturbablemente, sin verla, traspasada de la mirada de él, de esa mirada que se perdía a través de ella y que ahora sí, parecía herirla con una herida ancha y total por donde le escurriese todo su egoísmo.

Sólo él sabía el significado de la mirada de sus ojos limpios; sólo él sabía de su desamparo, de su soledad, de su agonía, sólo él que miraba a la mujer, transparente, sin verla, sin oírla, sin sentirla frente a sí, teniéndola frente a él; sin percibir nada de ella ni de nada con ninguno de sus sentidos; porque estaba solo, solo consigo mismo y con el recuerdo de la difunta, la suicida; solo, como si de pronto se hubiera quedado solo en el universo, sin esa mujer que tenía enfrente y que le vejaba y quería hacerle confesar lo inconfesable:

-Di que tú no hiciste nada para que ella te amara. Di que ella no se mató por ti.

Y él la veía con sus ojos limpios como si no la viera. Como si no existiese. Como si no fuera nadie, nada. Como si estuviese solo en el cosmos.

Y fue cuando la mujer rompió en alaridos por el crimen sin nombre de su marido: el haberse dejado amar por una mujer extraña, ajena, por una mujer que no era ella, su mujer.

1970

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Crítica Literaria

“En la “solapa” del libro “Y nunca de su corazón”, el propio Amaro Gamboa hace una confesión de parte: “Hasta Chumín, el autor siguió una temática folclorista, cosa al parecer lógica cuando se vive en una tierra tan llena de tradiciones y de leyendas como el sureste mexicano. Después, sin dejar de hacer literatura folclorista, regional y nativa, sus relatos se impregnaron de realismo en la trama, con algo de ficción como vestidura. Por último, sus temas asumieron el perfil de la denuncia y la acusación con un barniz de virulenta ironía.”

Ciertamente, el arte narrativo de Jesús Amaro Gamboa ha ido ascendiendo, paulatinamente, del folclorismo tipicista hasta el universalismo del “caso concreto”, que puede ubicarse “aquí y ahora”, pero también “mañana y en cualquier parte”, sin perder por ello su fisonomía intransferible de auténtica experiencia.

Entre los bien urdidos “Relatos de la Tierra Maya” del libro “Y nunca de su corazón” y la psicología urbana de los personajes de “La palabra entonces”, hay una diferencia –de grado si se quiere- pero de importancia básica para juzgar la evolución de los temas y la consolidación de las estructuras literarias.

En este proceso de lúcido acendramiento, el centro de las preocupaciones narrativas se ha ido desplazando del folclorismo al costumbrismo, primero y del realismo puramente extremo a las complejas texturas de la introspección psicológica, después; en una palabra: de la anécdota narrada con más o menos ingenuidad al dominio de un estilo intencionado y eficaz.

No importa que el autor persista en la idea de que sus relatos no son de búsqueda; Amaro Gamboa, como el otro doctor novelista, Mariano Azuela, son de los que no buscan, pero encuentran. El autor procura que su experiencia íntima y los problemas que de antiguo preocupan a su espíritu –lo sexual, lo social- vitalicen la urdimbre narrativa sobre la cual se asienta su teoría cuentística (…) Baste decir que en este libro de paseja calidad narrativa, hay unidad temática, solidez estructural y algo más que acierto expresivo, esa suerte de malicia lingüística que Enrique Azcoaga, el prologuista del argentino Mallea ha dado en llamar, con gran agudeza, “tensión prosódica”. ¿De cuántos libros se puede decir lo mismo?

Cuentos de antología mayor resultan “Abstractum bar”, “La palabra entonces”, “El crisantemo verde” y “Febrícula”, para sólo mencionar los que habían sido publicados antes de que se organizaran en libro.

Leyendo estas páginas –como aquellos fragmentos del apócrifo Chilam Balam de Tixkokob que la fantasía realista del doctor Amaro inventó para desilusión de eruditos y “deleite de indiscretos” –sentimos en verdad que se hace “tierno nuestro corazón, dulce nuestra lengua y hondo nuestro saber”

RAYMUNDO RAMOS

“El Cocay”, Temixco, Morelos

Octubre de 1972[3]



[1] Diccionario de escritores de Yucatán. Peniche Barrera, Roldán y Gaspar Gómez Chacón. Compañía Editorial de la Península, S.A de C.V. México, 2003. Pp. 27.

[2] La palabra entonces (Diez Cuentos eróticos). Amaro Gamboa, Jesús. América. México, D. F., 1972. Pp. 127-151.

[3] La palabra entonces (Diez Cuentos eróticos). Amaro Gamboa, Jesús. América. México, D. F., 1972. Anteproyecto de Prólogo.