Castillo Torre, José

(1891-1978) Abogado, escritor y político. Nació en Mérida y murió en la Ciudad de México. Obtuvo el título de abogado en la Escuela de Jurisprudencia y Notariado. Fue colaborador de los gobiernos de Salvador Alvarado y Felipe Carrillo Puerto. Ocupó otros cargos políticos y magisteriales. Fungió como director de la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad Nacional del Sureste. Fue senador de 1940 a 1946 y diputado de 1949 a 1952. En esa época evitó que se despojara a Yucatán de la posesión de su red ferroviaria. En 1934 publicó el libro que más fama le dio, El país que no se parece a otro, que no es precisamente un trabajo de estricto carácter histórico, como afirma el propio autor en el proemio de su libro: “los monumentos y documentos antiguos de Yucatán son todavía muy oscuros y de ellos no puede deducirse la verdad completa”. Pero tampoco es la suya una obra escrita con el único propósito de divertir. La sólida ilustración de Castillo Torre, unida a su espíritu investigador y a su cariño por las tradiciones del suelo en que nació, dota a El país que no se parece a otro de un valor constructivo de cultura y sentimiento (…) Sus escritos y artículos periodísticos se encuentran reunidos en la obra En la tribuna de la Cámara y en la tribuna de la prensa. Otra colección de discursos está en La nueva diplomacia de América, así como en Palabras de paz y de guerra. Redactó un ensayo biográfico sobre Carrillo Puerto: A la luz del relámpago. Escribió también Por la señal de Hunab Ku en 1950. Para Esquivel Pren ha sido “el último de los grandes oradores parlamentarios que han ocupado las tribunas de Yucatán y de México”[1].

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SELECCIÓN DE EL PAÍS QUE NO SE PARECE A OTRO (El Mayab)[2]

PLAYAS DE COCOS Y ANACAHUITAS

El mar es nuestro viejo amigo. En nuestros sueños infantiles aparecía ya imponente y azul. La distancia no borraba el prestigio de su palacio de oro y de cristal. A Simbad nunca lo hemos visto, y su turbante se enrolló en el níveo cuello de nuestros primeros años.

Después de una lluvia, al contemplar las calles meridanas convertidas en canales, la figura del mar lejano acudía a nuestra imaginación. Las conchas y los caracoles salían a relucir sus colorines en el júbilo de los juegos inocentes.

En las noches rientes y estrelladas, líricas hamacas de luceros en lo alto de la ciudad de Mérida, el susurro del viento en las copas piramidales de los cipreses remedaba en nuestros oídos la música marina. Los caminos planos y largos nos hacían pensar también en la playa que los aguardaba para enjugarles los cansados pies. Un año sin ver el mar, era una pena para nuestra sensibilidad infantil. ¡Cuántas aflicciones como ésta no enturbian la alegría de los niños pobres!

Con el transcurso del tiempo el mar se ha señoreado resueltamente de nosotros; se ha convertido en algo indispensable para nuestro ser. Su atracción irresistible nos subyuga misteriosamente. Es verosímil que en nuestro amor al monstruo intervengan fuerzas ancestrales, legiones de antepasados insulares que desafiaron las tormentas atlánticas en los barquichuelos de las Canarias, mientras el Pico de Tenerife apuntaba la tragedia con su índice erguido.

Nuestro raro amor al mar se nutrió con el yodo y la sal de las playas de Yucatán. Los abuelos navegantes sonrieron al vernos gozar la chispa fugaz del pez saltarín y la greguería de la espuma en la arena leve. Al salir de pesca, en la madrugada, envueltos en el resplandor lila del crepúsculo, desleíase en nuestro alborozo la herencia secular, no la de los indios, que ellos fueron sedentarios cultivadores de la tierra, sino la de los bienaventurados canarios del archipiélago. El África atlante es, quizás, la que nos empuja hacia el mar.

Nuestro primer dibujo infantil pergeñó una navecilla con las velas desplegadas. En las nubes nómadas creíamos ver naves aventureras, y adivinábamos la forma de los mástiles y de las áncoras. Esperábamos con regocijo la caída de las tormentas de mayo; y sobre las rúas, convertidas en arroyos broncos, dejábamos deslizarse barquitos de papel. Cada uno llevaba su nombre caprichoso escrito en la proa. ¡Cuántos hermosos sueños se han alejado más tarde, como aquellos barquitos de papel de nuestra infancia! Nunca faltaba en la escuadra velera el “Bellérophon”, el navío inglés que condujo a Napoleón I al destierro de Santa Elena. Y esta erudición se explica por el milagro de tres libros que sirvieron de alimento indigerible a nuestra precoz infancia: las “Memorias de Ultratumba”, “La Araucana” y “El Bernardo”. En nuestra imaginación novicia, Caupolicán se revolvía con los guerreros de Roncesvalles y Roldán saludaba con su lanza a Bonaparte. Las octavas reales de los poemas heroicos sonaban a canto litúrgico que Galvarino acompasaba con su muñón sangrante.

El año feliz que disfrutábamos del verano en la playa, era nidal de dulces emociones. Antes de marchar, soñábamos con la arena húmeda y las cisternas diminutas que abríamos en la ribera. El viento de la estación nos anticipaba la caricia salobre de la extensión marina. Y al mar volvíamos como alegres desterrados.

Ahora, cuando ya la vida desflecó con aire tempestuoso los penachos de los sueños impúberes, dándoles la apariencia de plumas mustias y atormentadas, el mar sigue siendo sedante para nuestros nervios y página en la que aún queda espacio inédito para apuntar emociones nuevas. La luz solar reverberante en la espalda cobriza del pescador, nos conjura con ensalmo de rito y las velas cándidas infladas por el viento nos llenan de contento ingenuo. Si alguna vez nos fuera dado escoger nuestro sepulcro, quisiéramos dormir cerca de la orilla arrulladora, vigilados por la sombra de los altos cipreses melancólicos y trovadores.

No sabemos cuál playa de Yucatán es la más hermosa. Todas se cubren con la misma arena menuda y blanca. Las pequeñas dunas arrúganse con idéntica gracia, y las uvas marinas ofrecen al descuidado viandante los mismos racimos. ¿Los cocos de Chicxulub? ¿Los icacos de Sisal? ¿Los mangles de Celestún? Todos llevan el sello imperial del mar.

Las playas yucatecas poseen la indolencia del desmayo y se arrastran voluptuosamente hacia el agua. Son como blancas sábanas de baño puestas a secar al desgaire, bajo la caricia fulgente del sol. No se precipitan con la audacia acrobática de las gaviotas; no saltan en montón como los juguetones delfines. Su acercamiento al mar es armonioso. No se sublevan nuestras playas al aproximarse a las olas; se rinden y se entregan a ellas, amorosamente, sin furias, en abrazo gentil y callado. ¿De dónde nace esa mansedumbre del beso de la tierra al mar?

La mansedumbre, he ahí el don natural de las playas ardientes de Yucatán. Mansedumbre adorable de los rizos de las olas, de los granos lucientes de la arena, del abanico verde de las palmas, de la garganta musical y tierna de los pájaros, y de las flores del campo, moradas, blancas, amarillas, azules…

En la sonda de Campeche la suavidad marina es la de un cordero pascual. Los vellones de la espuma se dan a la tonsura del viento, y sus copos de nieve matizan la seda del piélago azul. El sol ponentino refleja el rayo verde de los pintores, el cetro de Poseidón, el rey del mar, que se muestra como Homero lo describe en la Ilíada, “sobre su carro de ruedas de oro en forma de concha, tirado por rápidos corceles y rodeado de nereidas”.

Las playas del Golfo de México depuran su preciosismo decorativo en Florida y Yucatán. Las primeras sirven de refugio a los vertiginosos norteamericanos. Allí los rascacielos de Chicago y New York se perfuman de madreselva, y el trono de los millonarios se convierte en el recreo artificial del Trianón de María Antonieta. En las costas de Yucatán la verdadera calma rusticana existe, la Naturaleza esplende sin maquillaje, y la luz eléctrica no estropea la poesía del cielo; la luna empuja inocente los algodones de las nubes, y la Osa Mayor no tiembla por sus joyas ante el atrevimiento de los gangsters; el ojo puede mirar a la Estrella del Norte desnuda de afeites, e invocarla como los astrónomos mayas lo hacía desde la terraza de sus observatorios. En la Florida, la civilización enterró el idilio de Atala y Chactas; en Yucatán, las olas cantan todavía el amor de Nicte-Ha.

No sugieren nuestras playas recuerdos guerreros de gran monta. Los mayas las mantuvieron vírgenes hasta el día en que la Conquista trajo sus belicosas carabelas. Después los filibusteros las recorrieron en viajes de riesgo y aventura. Campeche escuchó la ronca voz de William Parck, Pie de Palo y Diego, el Mulato. Sus murallas en ruinas testimonian el antiguo temor a los trajinantes marítimos de la Isla de la Tortuga.

De los temibles piratas de antaño, lo único que vive es la tradición bermeja, el relato oliente a sangre y brea. ¡Cómo resuenan las medallas oxidadas de esas tradiciones en el fondo translúcido del ópalo nocturno! El narrador desentierra la plata de Veracruz, las perlas del Río de la Hacha y el oro de Portobelo, revuelve el bálsamo del Perú, el añil y la grana con los pesos de minas de a ocho, y la figura de Laurent de Graaff aparece sobre la cubierta de su urca, con el hacha de abordaje enarbolada y la leonina melena tremolante. Luego, a medida que los cuernos de la luna deshojan el ramaje de las nubes, la ilusión termina y el fantasma de Lorencillo se aleja cual si fuere en busca de alguna rica flota perulera.

En nuestros días las costas yucatecas duermen su siesta tropical sin sobresaltos. Los filibusteros barbudos y hercúleos se esfumaron en la lejanía brava y romántica del mar. Nada interrumpe la modorra del trópico. Únicamente el Castillo de Tulum rememora las faenas primitivas de los navegantes mayas, y tan sólo de los caducos baluartes campechanos nos llega el murmullo confuso de la leyenda corsaria. Dulce y divina paz la de nuestras playas soñadoras; paz de enredadera florida y mansa, de guías lozanas y caprichosas, silvestres y perfumadas; paz bucólica y resplandeciente: la del pescador señero que comulga en el altar del amanecer y que ofrenda líricamente su vida al agua y al viento.

Los incansables constructores mayas cubrieron la tierra de templos y palacios y labraron la piedra con fervor. Su tarea se detuvo en la línea fúlgida del mar. La nueva raza conquistadora rompió apenas la soledad religiosa de la playa. Y ésta sigue libre y montaraz como las garzas y los flamencos. ¿Qué tesoro más bello que el de estas playas, donde el oro solar se derrite a chorros sobre las garzas níveas y los flamencos rosados? El pozo y la palmera del oasis, que brindan refrigerio y alivio al tuareg del desierto, no tienen la poesía radiante de las costas de Yucatán. ¡Playas silentes, de anacahuitas fragantes y cocos de azúcar! ¡Playas de arena y sol!

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LOS GRANOS SAGRADOS DEL MAIZ

No conocemos a fondo la influencia de la cultura en la alimentación de los pueblos. Hemos oído hablar de lo contrario, es decir, de los efectos que la alimentación produce en el avance espiritual de los hombres. De aquí que a veces se trate de la cultura del trigo, del arroz y del maíz. No deja de ser singular que estas gramíneas se repartan la subsistencia de las tres razas más importantes, y que los blancos coman trigo, los amarillos arroz, y los rojos maíz. Los negros están todavía en la edad de las nueces y las bellotas.

No es nuestro objeto estudiar la cultura americana o del maíz, sino dedicar algunas líneas a la cocina de los mayas, y meditar sobre la fina inteligencia que los llevó al extremo de convertir en verdadero arte la preparación del diario sustento, combinando los frutos y semillas y sazonándolos debidamente.

Es indudable que si los mayas no hubiesen conseguido una forma destacada de vida, su cocina doméstica no hubiera sido tan rica en ingredientes y tan artística, por decirlo así, ya que los pueblos primitivos se alimentan rudamente y no comienzan a gustar los placeres de la mesa hasta que no florece su vida a la sombra de la cultura. Los banquetes de Lúculo presuponen la cultura romana; los europeos del milenio, período de miseria y espanto, se nutría con simples vegetales, masa de harina y carnes mal ahumadas. De la polenta a las murenas, y de la manzana al albaricoque, la civilización de Roma recorrió largo tiempo en su cuadrante. Pero volvamos a los indios mayas, cuya sangre corre por nuestras venas y cuyo gusto hemos naturalmente heredado. Hay necesidad de pensar en el Perú y fijarse en los restos ilustres del imperio incaico (en Bolivia perdura también en los nativos quechuas mucho del remoto pasado), para dar con otros indios distintos de los mayas, que empleen las múltiples maneras que éstos tienen de preparar el maíz, la planta sagrada de los aborígenes. Los mayas aderezan docenas de tamales y de atoles, cada uno de ellos de diversa manera y sabor. Un racimo de siglos se mantiene ingrávido sobre cada una de las obras maestras de la cocina de los antiguos indios. Un hervor más o un hervor menos, basta para realizar el milagro de la diferenciación; y entre un hervor y otro, la cultura maya corrió por cauces milenarios de perfeccionamiento, lo mismo en la técnica de la arquitectura que en la del comal doméstico.

Es indiscutible que a la llegada de los españoles los indios de Yucatán sabían, entre muchas otras cosas, la de comer como hombres civilizados. Fray Diego de Landa lo observó en su Relación, y concreta el asunto en párrafos que no resistimos la tentación de reproducir y que mantienen en su corteza ortográfica del siglo XVI el zumo frutal de la alabanza. Dice Landa: “Hazen guisados de legumbres y carne de venados y aves monteses y domésticas que hay muchas y de pescados que hay muchos y que así tienen buenos mantenimientos, principalmente después que crían puercos y aves de Castilla”. Y en otro lugar: “Hazen del maíz y cacao molido una madera de espuma muy sabrosa”.

En otra parte hemos dicho que los indios de Yucatán defendieron palmo a palmo sus usos y costumbres, disputando a los invasores el dominio del medio, y que a la postre lograron completo triunfo en algunas esferas y consiguieron crear en otras una mixtura indo-española que da al mestizo su fuerte personalidad. Sería muy curioso seguir el proceso de esa disputa en el terreno de la culinaria vernácula, y marcar la transformación que sufrieron los platillos importados por los españoles, bajo las exigencias del gusto aborigen y la necesidad de aprovechar los frutos y productos de la tierra y suplir con ellos los que, por su costo, no podían traerse de la lejana Europa. Hay que observar, antes de pasar adelante, que los indios yucatecos eran y siguen siendo fundamentalmente vegetarianos. No comían carnes más que por excepción, y se regalaban con las sabrosísimas del faisán y del venado.

Los españoles carnívoros impusieron el uso de la carne a los mestizos y les enseñaron a emplear la manteca de cerdo, base de la cocina del pueblo de Castilla. El pimiento fue substituido por el achiote para colorear los guisados, y comenzó el uso del ajo y la cebolla. Los indios impusieron las tortillas de maíz y sus vegetales, como la chaya, el quelite, el xmaculaam, la calabaza, el epazote, el macal, el camote, la yuca, la jícama, el frijol, los ibes, etc., etc. De la reunión de todos aquellos elementos surgió la cocina criolla, o mejor, mestiza. El clásico cocido español se vio en la necesidad de abandonar el garbanzo por el ib, y así se transformó en el puchero yucateco. Por la época de esta serie de ensayos, en los refectorios franciscanos y en las casas de los conquistadores aparecieron en Yucatán los más famosos platos mestizos: el escabeche oriental, que recuerda la tradición vizcaína, y el relleno negro de pavo, que trae a la mente las costumbres sensuales de los árabes andaluces, tan aficionados a los manjares suculentos y decorativos.

Lo que nunca hemos podido explicarnos bien es por qué, habiendo sido tan pobre la Capitanía General de Yucatán, pudo nacer en esta provincia una comida que requiere el empleo de condimentos que constituyen artículos costosos de importación y que el yucateco consume inmoderadamente, como las preciosas especies orientales del clavo, la pimienta y el comino, sin contar el azafrán, las alcaparras y aceitunas. El modesto “pan y chile” del proloquio, no rezó jamás con los criollos y mestizos, y éstos y aquellos comieron y continúan comiendo con el buen gusto de los viejos frailes. El hecho que apuntamos resulta extremadamente curioso, porque en la Nueva España, en regiones más ricas y fértiles, abundantes en recursos naturales, donde la aclimatación de los artículos de Castilla es propicia, la cocina se conservó pobre y no ofreció la variedad de combinaciones que muestra la de la antigua Capitanía General de Yucatán. Pero no sólo las comidas eran las selectas en esta comarca, sino que la misma bebida presentaba los caracteres de la opulencia, sin que en realidad existiera en la Península de los mayas. En efecto, la bebida cotidiana, obligatoria dos o tres veces al día, era el chocolate, la “espuma sabrosa” que decía Landa, a base de cacao de Soconusco o Tabasco, harina, canela y huevo.

Paradójico resulta comprobar que precisamente fuera en la más pobre de las provincias del reino español, donde se comiera mejor durante el período de la Colonia. ¿Se debió acaso a que allí las gentes no podían darse más lujo que el de la mesa? No tenemos respuesta firme para tal pregunta. Sin embargo, a falta de otra, podríamos creer que la explicación de esto encuéntrase en el hecho de que los españoles radicados en Yucatán procedían casi en su totalidad de la Villa y Corte, de donde venían con el nombramiento de empleados públicos, trayendo las costumbres de Madrid, que era entonces el centro más refinado de la monarquía. No hubo, efectivamente, en Yucatán, la inmigración heteróclita y abundante que venía en busca de minas y riquezas rápidas, inmigración de tipo aventurero y de las más bajas clases sociales. Al Yucatán colonial llegaban regularmente hijosdalgo favorecidos con partidas y asignaciones del presupuesto, canongías y prebendas que sólo alcanzaban quienes comprobaban limpieza de sangre. Estos hidalgüelos, lo menos que podían hacer, era comer bien en el mísero rincón de América al que llegaban a vivir burocrática y temporariamente; y a fe que se despacharon a su gusto, en compañía de los venerables franciscanos y dignatarios de la Iglesia, dedicándose al consumo de las especies que tan célebres hicieron a las Islas Molucas.

Los mayas actuales no son comparables en civilización a los que elevaron las fábricas suntuosas de Uxmal o Mayapán. Apenas son el reflejo de sus poderosos antepasados, y nada puede ya resucitar los días en que los emperadores mayas recibían en Chichén Itzá embajadores del Asia y regían sacerdotalmente un pueblo constructor e inteligente, que ha dejado cubierto de reliquias maravillosas el suelo americano. No existe en nuestra época un indio americano capaz de leer los jeroglíficos de las estelas grabadas por sus mayores, ni de esculpir otro Chacmool. De la misma manera, ¿qué pueden enseñarnos nuestros indios actuales de lo que sus abuelos supieron del arte de combinar y preparar sus alimentos? Las tres o cuatro docenas de platillos indígenas, a base de maíz, son la reminiscencia imperfecta de una herencia doméstica que se ha ido perdiendo a lo largo de los siglos. La chaya y la pepita de calabaza siguen en uso en los hogares indios; el xtabentún deja su rara fragancia en el anís importado; el balché se ha convertido en bebida que los mestizos conocen literalmente; pero ¿qué fue el balché contemporáneo del vino de Noé, y a qué ambrosía la flor del xtabentún entregó las primicias de la miel de su corola?

Lo único que persiste del pasado es el hecho de que el maya, al calor de sus ruinas estupendas, sigue siendo el indio americano que mejor prepara los granos sagrados del maíz. El arroz no ha tenido en el Oriente la diferenciada y rica aplicación que el maíz en las manos de los indios de Yucatán. Y al contemplarlos doblados bajo el yugo de la faena diaria, en el descanso de la milpa, sacar del zabucán el pozole y desleírlo en actitud saturnina, hemos recordado el verso de Rueda: “el pan se debiera comer de rodillas”.

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Crítica Literaria

El país que no se parece a otro de José Castillo Torre, “es un libro que aglutina las concepciones universales de la antigüedad, con el desarrollo, el peregrinar y el esplendor de la cultura maya. Teorías y visión de la mentalidad europea y mundial sobre la inmigración de las razas americanas. Lo gnóstico y hermético, el pasado que dio pie a la desaparición cataclísmica de los continentes malditos.

Libro escrito con pasión por rescatar al Mayab y colocarlo en el sitio que merece: un primer plano entre las culturas de la humanidad. Esfuerzo por poner a nuestro alcance e ilustrarnos, junto a los argumentos que ligan al pueblo maya con las razas de un desarrollo excepcional en el pasado.

Aún en el momento actual, perduran muchas interrogantes; de ahí que mirar con los ojos de esto visionarios de tan encendida imaginación, nuestras raíces culturales se llenan de luces y se convierten en una imperiosa necesidad para saciar nuestra curiosidad.

Esfuerzo de un gran poeta que conmocionó (y aún hoy conmueve) hace unos cuantos años, al mundo estudioso o interesado en la cultura de los mayas. Libro polémico, que no deja de maravillarnos por el esplendor y la fantasía de una civilización sólo comparable a las más grandes que se dieron en el pasado”[3].


[1] Diccionario de escritores de Yucatán. Peniche Barrera, Roldán y Gaspar Gómez Chacón. Compañía Editorial de la Península, S.A de C.V. México, 2003. Pp. 47-48.

[2] El país que no se parece a otro. Castillo Torre, José. Biblioteca Básica del Mayab. Maldonado Editores. Yucatán, México, 1992. Pp. 71-110.

[3] El país que no se parece a otro. Castillo Torre, José. Biblioteca Básica del Mayab. Maldonado Editores. Yucatán, México, 1992.