Duch Gary, Juan
Juan Duch Gary nació en Mérida el 19 de diciembre de 1943. Hizo estudios de Ingeniería Agronómica en la Universidad Autónoma de Chapingo y un postgrado de Economía en París. Fue director de la Escuela de Economía de la Universidad de Yucatán y ha ocupado diversos cargos públicos. Se inició en la poesía bajo la asesoría del poeta asturiano Inocencio Burgos durante los años 70. Perteneció al taller literario “Platero”. Ha publicado en la revista del citado taller y en los periódicos locales “Diario del Sureste”, “Novedades de Yucatán” y en la revista “Páginas”. Participó en el libro colectivo “Identidad Provisional” (1981), editado por el grupo literario “Platero”, con la sección “Cada voz es tu voz”.
Obra poética: “Imposible no mirar”, revista Platero No. 7, diciembre de 1977, número dedicado a este autor, con un soneto de Clemente López Trujillo; “Canto a Rocafort”, plaqueta; “Diagonal de sombra”, Platero Colectivo, Mérida, 1983; “Memoria en Ochil”, Cuadernos de Platero No. 2, Mérida, 1984; “Asimetrías”, Cuadernos de Platero No. 5, Mérida, 1988, con un poema de Rubén Reyes Ramírez, a manera de presentación[1].
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Selección de La Voz ante el Espejo[2].
Es una mirada honda
Revista Platero, 1974.
Es una mirada honda
la que me tiene clavado
sobre esta costra de asfalto.
Es una dura conciencia
la que me cierra y me ata
sobre este mundo de hierro.
Yo podría volar, si no mirara
adentro de los ojos del llanto
de los hombres que pasan a mi lado,
de los niños que juegan en la calle,
de los viejos que arrastran su cansancio
por este mundo de olvido inexplicable.
Yo podría fugarme de esta celda
si no viera la pena que aletea
en la parte de adentro de los rostros,
en el fondo de todas las miradas,
en la llaga de todos los dolores
que fraccionan la piel y la aprisionan
por la cruel dictadura de la carne.
Yo podría volar si no mirara…
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Antes que despunte el hierro
Antes que despunte el hierro,
la nube habrá bañado
de luz la transparencia
y todo golpe morirá en campaña,
cegado por la suave
textura de la risa.
Antes de que despierten las sonrisas,
el hierro habrá bañado
de sangre los sentidos
y toda flor marchitará sus alas,
quemada por el agrio
destello de la guerra.
Pero no. Era preciso entrar en tierras de agonía,
humedecer las plantas de los pies descalzos
en el barro imperioso de lo desconocido,
hundir la frente en los oscuros corredores,
tocar el aire enrarecido del escándalo
con el frágil marfil de manos y quimeras,
para nacer después ya convertido en cuarzo,
ya flor incandescente,
ya corazón agudo,
ya espíritu crecido.
O bien, para morir por vez primera.
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No importa
No importa que la voz interrumpa
el ritmo del capullo inflexible
o la maduración del silencio en el aire.
No importa que la canción impregne
la atmósfera grave con su oleaje
o que los pasos llenen la tranquila
y cristalinamente pura carrera del agua.
No importa que la tarde se incendie
con el rumor de un canto en el paisaje.
Cuando la sombra horizontal se yergue
y la furia del fuego rinde los servicios
del pedernal desmantelado,
ya no es el trino de las aves
ni el llanto espontáneo de los sauces
ni la armonía monótona del río que cae
ni el vendaval silbante y ciego,
sino la voz estremecida,
la que gobierna el orden
y subordina el encanto a la esperanza.
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Sangre y esencia de Miguel Hernández
Identidad Provisional, 1981.
Me llamo barro aunque Miguel me llame,
Barro es mi profesión y mi destino
que mancha con su lengua cuando lame.
Miguel Hernández
Barro fuiste, Miguel y barro eres.
Arcilla desbordada en mariposa,
amasada con lágrimas heridas;
lodo ferruginoso y combativo
empujado por ráfagas antiguas,
desde la gris estancia soterrada
hasta la cúspide más alta y sola
en que pudo brillar la voz del Hombre.
Tus huesos quebradizos y tus sienes
que fueron taladrados por el rayo
ensancharon el ritmo silencioso
de la luz, al paso de tus penas.
Qué agónica vida te legó el destino:
apuñalada tu corteza en cada aurora,
impregnada de brillos de rocío
tu intrépido espíritu selvático
y tu sonrisa líquida de niño.
Ninguno como tú sintió la vida
y nadie como tú vivió la muerte,
barro vital, arcilla luminosa,
carne reciente y en el centro llamas,
resplandeciente cántaro de lluvia.
¡Cómo pudo la bestia hincar los dientes
en la más trascendente alfarería
de tus frágiles formas moribundas!
¡Cómo pudiste tú, viento del pueblo,
cantar sobre el aire enrarecido
del solitario claustro subterráneo
en que la llaga torrencial desparrama
su oscura pestilencia de siglos!
Cada voz es tu voz de barro y llanto;
cada pena es tu pena y agonía
y cada soledad es tu misterio.
Barro fuiste, Miguel y barro eres.
Barro fueron tus enlutadas profesiones
y barro sustancial fue tu destino.
Vida llama de arcilla incandescente
fue tu empapada vocación de luna.
En el rústico hogar de tu paisaje,
en la hipócrita bruma de las calles
y en la húmeda sombra de la cárcel
desdibujabas todo y te llevabas
el corazón poético del aire.
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Como el odio
Como la rabia, como el golpe
de un caballo famélico,
como el aire cortante del huracán
en la montaña,
llegó hasta mí el inmenso,
el infranqueable aletazo del odio.
No supe entonces si lo que me golpeaba
las empapadas sienes
era desvelo pasajero: pasión de un solo instante
o atmósfera tenaz establecida
en las grietas profundas del aliento.
Ignoraba si el hacha de canceroso filo
que cercenaba mis sentidos
como a ramas jugosas del ciruelo,
era de acero subterráneo
o de calcio soluble.
El tiempo transparente me llevó de la mano
por entre pasadizos oscuros
y me depositó en un valle
de horizonte redondo.
Entre un mar y otro mar,
entre el cielo abundante
y la tierra de profundidades ignoradas,
entre el hostil guijarro y la amable corola,
entre el agua y el sol:
entre todas las formas de la naturaleza
derramada, vi el misterioso caracol del odio,
jugando entre las rosas y los fresnos
el intrépido juego del destino del hombre.
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Préstame la luz
Préstame la luz que te envuelve,
para mirar a la distancia
y saber por fin si están ahí mis sueños
guarecidos, temblorosos, esperando el final,
como si todo no fuera más que eso:
un camino que acaba,
un puente que se hunde,
y una rosa que deja caer
sus pétalos al suelo.
Préstame la luz que rueda
bajo tus manos tibias,
para romper con ella el infinito
y alcanzar lo interminable
que está siempre en el fondo
que todas las palabras
que pasan por mis ojos
cuando duermo.
Préstame la luz que nació de nosotros
pero que estaba en ti
cuando la vida solía mantenernos
a cada lado del camino
por el que juntos venimos transcurriendo
y por el que un día,
entraremos en el reino del todo y de la nada.
Dame la luz que te guarda y que nos une.
ponla al alcance de mi mano,
para poder salir contigo,
cuando el aire se enfríe,
de estas cuatro paredes fronterizas
que el tiempo nos puso.
Sólo tu luz hará que nuestra vida
se extienda más allá de la vida.
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Tregua
1.
Para bien y para mal: para la vida.
Para el viento y la lluvia derramados,
En la más profunda grieta del misterio.
Para el invierno y para las corolas extendidas.
Para la atmósfera y para el ghetto.
Para las hojas sangrantes de feroces cuchillos
y parta las silenciosas almohadas
de amortiguados sueños repetidos.
Para la harina de finísima sangre
Y para el hambre.
Para la ola y para el cieno.
Para la poderosa intemperie de los astros
y para el grave sudor de la caverna.
Para el hacinamiento y para las arenas solas.
para la moneda de hierro
y para el amor silenciosos de los desposeídos.
Para el sol que corta con su transparencia de vidrio
y para el sol de las infinitas caricias germinales.
Para el Hombre
Y para los colmillos y las garras.
2.
Yo he recorrido la pestilencia de los sumideros,
que agregaron dolor tras dolor
y angustia tras angustia, a la vital anatomía
de mis sienes erguidas.
Pero la espiral del ciego vuelo
transita lo mismo silencios que locuras,
aridez que vehemencia; escándalo que treguas.
Y surca las ágiles alturas diseminando gotas
de plasma incandescente
o metales rápidos por el tiempo infinito.
He sufrido en la piel y la carne vacilantes,
la roja mordedura de perros intranquilos,
herméticos de furia, ácidos de frío,
lastimados –podridos- de impotencia vacía,
flagelados por el acervo vivo
de un horizonte claro que no miran
sus ojos, sin párpados, de ofidio.
Están y se quedaron en una de las tantas
volutas de mi giro.
Ahí, atrincheradas en el lodo,
perdidas para siempre en las tinieblas mezquinas
que despiden sus cuerpos, se ven aglutinadas
las máscaras histriónicas,
con que quieren cubrir sus rostros amarillos.
Se han quedado en un tiempo
que mi tiempo ha perdido.
Un tiempo clavado, sin ventanas, sin esperanzas
de génesis ni espiga.
Un áspero tiempo endurecido, yerto y mordaz
como un cardo del monte.
Un tiempo deshilachado, raído,
encerrado en un molde funerario.
Acartonado y quieto, como un opaco pergamino.
Desplazando sonrisas y blasones,
por la vertical escalinata me sube,
en un advenimiento
de viento y llamarada, la intempestiva
espiral de pan y llaga, de azufre y remolino,
de sílice y de nube,
de atmósfera terrestre y ronco grito.
Para mi cuerpo en otros cuerpos repetido,
por una plaza interminablemente rica
de espacio y de futuro.
Ardiente, difundida su luz,
Transcurre a borbotones.
(…)
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Crítica Literaria
“En la poesía de Duch Gary, se alza el ser en desamparo. Su preocupación por el abismo humano y el sinsentido de las cosas y la vida es permanente (…)
Sus textos pueden leerse en momentos diferentes de un mismo significado: fluyen, gravitan y se asientan en un sitio preciso, hasta tocarse y articularse en un perfil definitivo”.
Roger Campos Munguia
Antología General de la Literatura Yucateca
Inédito.
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