Justo Sierra O´Reilly
(1814-1861) Jurisconsulto, literato, periodista y político. Nació en Tixcacaltuyú, del antiguo partido de Sotuta y falleció en Mérida. Se le considera el patriarca de las letras yucatecas del siglo XIX. Se graduó de abogado en 1838 en el Colegio de San Ildefonso de la Ciudad de México. En Mérida obtuvo el doctorado en Derecho por la Universidad Nacional y Pontificia del Estado. Como político resultó enemigo del centralismo. Fue vocal de la Asamblea Legislativa que desconoció el gobierno de México y dispuso la soberanía de Yucatán en 1846. En 1847 gestionó en Washington la desocupación de la Isla del Carmen por el gobierno estadounidense. Luego buscó ayuda para reprimir a los indios rebeldes de la Guerra de Castas y, por órdenes del gobernador Santiago Méndez, propuso a Estados Unidos el dominio y la soberanía de Yucatán a cambio de salvar de aquel conflicto a la provincia. Fungió como diputado al Congreso de la Unión en 1851. Como jurisconsulto escribió las “Lecciones de derecho marítimo internacional” que arregló para la Escuela Nacional de Comercio, primera obra en su género en todo el país. También elaboró el “Proyecto de código civil mexicano”, en 1859, por encargo del gobierno de la república. Estudioso de la historia de Yucatán, pagó la impresión de la obra de López de Cogolludo acerca de la historia antigua de Yucatán. Publicó y prologó el “Viaje a los Estados Unidos de Norteamérica”, de Lorenzo de Zavala. Tradujo del inglés y anotó la obra “Viajes a Yucatán” de John L. Stephens. Fundó en 1841 el primer periódico literario, “Museo Yucateco”, al que le siguió el “Registro Yucateco”, tesoro de noticias sobre historia, arqueología, ciencias y bellas artes y, posteriormente, “El Fénix”, donde se hicieron célebres sus “Efemérides yucatecas” y sus “Consideraciones sobre el origen, las causas y tendencias de la sublevación de los indígenas, sus probables resultados y su posible remedio”. De sus jornadas a Estados Unidos escribió sus impresiones firmadas con el seudónimo de José Turrisa, que se reúnen en cuatro tomos bajo el título de Diario de nuestro viaje a los Estados Unidos y Canadá. Como novelista es considerado el padre del género en Yucatán: es autor de “Un año en el hospital de San Lázaro”, “La hija del judío”, “El secreto del ajusticiado” y las novelas cortas “Doña Felipa de Sanabria”, “Los bandos de Valladolid” y “El filibustero”. Luis González Obregón reconoce a “La hija del judío” como “la primera novela histórica propiamente dicha que se escribió en nuestro país”. Sánchez Mármol escribe sobre Sierra: “La hija del judío” y “Un año en el hospital de San Lázaro” (son) verdaderas creaciones que le aseguran un puesto eminente entre todos los noveladores del mundo”. Un monumento a su memoria, inaugurado en 1906 por su hijo Justo Sierra Méndez, entonces ministro de educación, se levanta en la avenida Paseo de Montejo en Mérida.[1]
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CARTA III
Melchor a Manuel
Mérida, 30 de diciembre de 1823
¡Consumóse, en fin, la tan temida catástrofe! Antonio partió ayer al hospital de San Lázaro, y nosotros hemos quedado sumidos en la más profunda desolación. Se parece la de don Pablo, a una casa mortuoria y enlutada; pero Antonio marchó con la misma serenidad, con que un hombre, resignado enteramente a la voluntad divina, acata y obedece los altos designios del cielo.
Felizmente, la enfermedad se había estacionado desde algunos días antes, en fuerza del régimen curativo que prescribieron los médicos. Antonio pudo así, en esta tregua que le concedió el mal, reunir todas sus fuerzas físicas y morales para soportar, con valor y denuedo, el amargo trance que le esperaba. Mientras que todos nosotros vertíamos, en silencio y a hurtadillas, copiosas lágrimas, él sólo aparecía imperturbable, tranquilo, y algunas veces franco y jovial. Yo creo, sin embargo, que de noche, cuando se encerraba y se separaba de nuestra vista y cuidado, cuando se encontraba solo y frente a frente con su horrible situación, con sus recuerdos y con su fantástico porvenir, entonces, daría rienda suelta a su intenso dolor; porque es imposible que en su imaginación de fuego, en su susceptibilidad tan viva, dejase de obrar poderosamente el influjo de una posición tan singular, y a la cual estaba muy lejos de creer que llegaría. ¡Tan rara y caprichosa le parecerá sin duda! Así no los daban a entender, en algunas mañanas, su mirar sombrío y melancólico, su vos hueca y entrecortada, y la irritabilidad de su ánimo. Pero estos episodios eran cortos, momentáneos, y sin mayor expresión; porque si don Pablo en sus ademanes, en su acento y en todo cuanto practicaba, a vista de su hijo, daba señales de resignación y sangre fría, no era menor el afán de Antonio en disimular sus pesares, en presencia de su infeliz padre. Ambos, según entiendo, sólo aparentaban valor. Esperemos en Dios que, a la larga, lleguen realmente a obtenerlo, porque de lo contrario, uno y otro serían víctimas de la más tremenda desesperación. Puedes figurarte cuán triste y aflictivo sería mi papel en una escena, que se repetía a menudo. Con ambos tenía que fingir impasibilidad, cuando yo estaba sufriendo una cruel agonía, un horrible martirio, que se redoblaba más y más, al observar que hasta los parientes y los amigos más íntimos de la familia, esquivaban la casa de don Pablo, y huían de ella, como podría huirse de un lugar inmundo y pestilente. Los únicos, además del incomparable doctor y yo, que jamás abandonamos al padre y al hijo, que visitaron con asiduidad, cariño y benevolencia al pobre enfermo, fueron el cura V***, el padre Suárez, y el venerable cura de Temax don Manuel Jiménez, nuestro sabio y virtuoso maestro de gramática latina, y que, desde el fondo de su prisión de estado, inculcó a Antonio las filantrópicas máximas, que hoy sirven de base a su carácter dócil, amable y tolerante, que apenas se ha alterado con la enfermedad. Todos los demás, no han dado muestras de saber lo que ocurría en aquella mansión de penas y dolores. Una especie tan chocante, como odiosa, no pudo escaparse de la fina penetración de Antonio.
-¡Ves, Melchor, díjome un día, cómo el mundo, este mundo ruin y miserable, me da nuevos motivos para no sentir su pérdida! En otro tiempo, mi casa era muy frecuentada, y considerada por todos. Los que a ella concurrían, y se llamaban amigos, me rendían mil obsequios y miramientos. Hoy es diferente: El ídolo se ha convertido en monstruo, el apuesto mancebo en vestiglo, y el amable Antonio en un asqueroso lazarino. Entonces, todos huyen del monstruo, del vestiglo, y del leproso. ¡Qué mundo, Dios mío, qué mundo!
-¡Tienes tal modo de ver las cosas! Me parece que hay demasiado con los males positivos que sufres, Antonio mío, para que vayas a creártelos facticios. ¿Por qué, pues, te atormentas así, y fijas la consideración en lo que no vale la pena? ¿No estamos a tu lado los que te amamos con sinceridad, sin abandonarte? ¿No procuramos, en lo que cabe, dulcificar tus amarguras, y aliviar tus pesares? ¿Qué te importa lo demás?
-Bien dices, es verdad; y sabe el cielo cuánto agradezco, en lo más intimo de mi corazón, todo lo que mis amigos verdaderos hacen por mí. Dios los bendiga a todos. Yo no me quejo, ni me lamento, por la conducta de los que antes aparentaban estimarme, ni por la frialdad e indiferencia de mis parientes: no. Quizá, yo mismo, no estaría libre de obrar del propio modo, en circunstancias idénticas. Pero me indigna, amigo mío, me indigna extraordinariamente el conocer, aunque demasiado tarde, que esta misma sociedad que huye de mí, sin curarse de la villanía que encierra tal proceder; esta sociedad que se horroriza al saber de mi dolencia, que me proscribe de la manera más fría y salvaje, confinándome a un hospital solitario, habría, sin embargo, tolerado mis crímenes por mayores que fuesen, y tal vez los habría aplaudido. Me maldicen porque estoy leproso. Fuera yo un libertino consumado, y los verías canonizarme.
-¡Oh, no! ¡Qué trastornos de ideas, mi querido Antonio! Te dejas arrebatar, y juzgas a tus prójimos con demasiada severidad, lo cual proviene del natural disgusto, que debe causarte la indiferencia o necedad de algunos impertinentes, en quienes no debías ni pensar, sino para compadecerlos y perdonarlos. Sí, debes hacerlo así. Tú tienes bastante cordura y buen seso, para conocer lo que puede una preocupación en ánimos vulgares, y aun en los que no lo son. ¿Qué quieres, pues? Dícenles que tu enfermedad es contagiosa, y huyen porque temen infestarse. ¿Quién les persuade de otra cosa?
-Tienes razón, querido Melchor, tienes razón. No la hay, ciertamente, para obligar a otros a hacer algo, que pudiesen ver como un sacrificio costoso. Y luego; ¿para qué? ¿Qué utilidad me resultaría de ver atormentarse a los demás, tan solo, acaso, para verlos representar, delante de mí, el ominoso papel de aquellos amigos que ejercitaron la paciencia del más paciente de los hombres? Te repito que tienes razón; pero ¿mi pobre e infeliz padre también está lazarino? ¿No hay quien consuele a ese desventurado anciano? ¿Tan pronto se han olvidado los multiplicados beneficios, que derrama siempre sobre todos los desvalidos, que imploran su bondad? ¿No hay compasión para ese hombre?
Hablaba ya con tal vehemencia y exaltación, que temí, por algunos momentos, que volviese a caer en sus anteriores arrebatos; pero no pasó de allí, suspiró, y luego, luego, recuperó su serenidad, y seguimos hablando pacíficamente.
Don Pablo escribió oportunamente a su corresponsal de Campeche, encargándole, con particular empeño, que dictase todas las medidas conducentes, a fin de que no faltase a Antonio cosa alguna, a su llegada al hospital. Nada ha dejado de hacerse, con el objeto de que no vaya a echar de menos las comodidades de su casa, en lo que cabe. Libros, pinturas, muebles decentes, y cuanto pueda servirle de utilidad o recreo, todo se ha dispuesto de antemano. Don Pablo está muy satisfecho y consolado, al ver cumplidas fielmente sus órdenes.
La ocupación de Antonio, en los últimos días de su permanencia en casa, fue muy noble y filantrópica. Repartió por conducto del cura Jiménez, una multitud de limosnas a viudas y huérfanos desvalidos: encargó que se comprasen libros para estudiantes pobres: hizo que su padre condonase la mitad de sus deudas, a los infelices indios, que sirven en la hacienda: distribuyó una gruesa suma entre los criados domésticos; y rogó a don Pablo, que otorgase carta de libertad al negro Joaquín y a sus dos hijos. Todo se hizo al pie de la letra, y con la mejor voluntad del mundo. Don Pablo parecía el ejecutor testamentario de su hijo.
La víspera de su partida, me leyó algunos pasajes de las “Harmonides de la nature” de Saint-Pierre. Yo le vi enternecerse extraordinariamente. En seguida tomó su flauta, que en los días anteriores ni siquiera había mirado: tocó, largo rato, unas variaciones muy tristes y melancólicas: ejecutó después la patética marcha de Luis XVI, luego la animadísima de Riego, y terminó con una extravagante variación de notas y tonos, que no producían armonía ninguna. Rompió, al cabo, en mil pedazos el instrumento; y haciendo traer un gran brasero, arrojó al fuego aquellos fragmentos, con una multitud de papeles de música, dibujos, cartas y apuntes. Todo lo vio consumirse lentamente, sin la menor muestra de emoción; pero sabe Dios los pensamientos y los recuerdos que, en aquel momento, se cruzarían en su mente. Un solo papel reservó para sí con mucho cuidado, y yo creo que era el billete fatal del aquel infame pirata. Nada le pregunté, ni me pareció conveniente interrumpirlo en aquel desahogo, que eran, sin duda el poster “adiós” a sus recuerdos e ilusiones.
Por la noche, el doctor y el padre Suárez se llevaron a Don Pablo; y aun hoy hubo de volver a casa, renovándole, al entrar, todas las heridas de su corazón, el llanto y los alaridos de la familia. Yo, el negro Joaquín y tres domésticos, debíamos acompañar a Antonio hasta las inmediaciones del hospital; pero al verme listo y dispuesto para emprender la marcha, se opuso tenazmente, suplicándome, con la mayor vehemencia y expresión, que no abandonase a su padre en manos de su propio dolor. En vano le hice ver que don Pablo quedaba bien acompañado, mientras yo volvía, o tú llegabas: nada, él insistió tenazmente, y tuve el amargo sentimiento de no llevarlo al término de su viaje fatal.
Al tiempo de abandonar la casa de sus mayores, entendió que don Pablo estaba ausente. Mostró mucha conformidad, y me dijo que mejor era así. Penetró entonces en el dormitorio principal, se arrodilló al pie de un Crucifijo, hizo una oración tierna y fervorosa, besó con respeto la cama en que nació y en la cual espiró también hace pocos meses doña Felipa, echó una rápida ojeada sobre todos los muebles antiguos que adornaban aquella estancia y… “vamos” dijo sin inmutarse. Acercaron la litera, me apretó la mano y… partió.
Sí, y partió nuestro pobre amigo, para no volver jamás.[2]
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CAPÍTULO III
EL COLEGIAL DE SAN JAVIER
Dejemos al Deán dirigiéndose por las calles solitarias de Mérida al punto que mejor le convenga, y al jesuita entregado a sus nuevas labores. Nosotros bien podemos volver a la casa de don Alonso y entrar hasta la habitación destinada a María, con objeto de examinar su corazón.
Esta adorable criatura, protegida por el amor y desvelos de don Alonso y su esposa, querida y contemplada por todos los de la casa, ¿era feliz? ¿Sentía en su alma -¡alma de niña!- aquella satisfacción inefable, aquel dulce y suavísimo placer, que únicamente resulta del goce íntimo de una aventura sin contradicción, sin obstáculos de ningún género? ¿Había, en fin, misterios en su corazón? ¡Oh, sí! Los había y muy crueles en verdad.
No bien hubo dado María los primeros pasos en la vida, cuando dirigiendo una atenta mirada a su alrededor, reconoció desde luego que se hallaba en una posición extraña y singular. Sintió algunas impresiones pasajeras al principio; pensó después, y quedó asombrada ante las consecuencias que su pensamiento le ofrecía. Cierto que don Alonso y su esposa llamábanla hija; cierto que el cariño y cuidadoso esmero de estos esposos la protegían contra las acechanzas del mundo. Pero a vuelta de todo ello, notó que nadie le daba el apellido de la casa; que cuando se hablaba de ella, por más que don Alonso y doña Gertrudis procurasen evitarlo, era como de una persona extraña a la familia; y que se hacían frecuentes alusiones a la infecundidad de aquel matrimonio.
María volvió a pensar, y a fuerza de pensar llegó a una importante conclusión. “Yo no soy hija, pues, de los que he tenido por padres…! Entonces, ¿quién soy yo?” Y para resolver esta cuestión, trajo a su examen una serie de hechos aislados. Don Alonso y doña Gertrudis, si bien le proporcionaban la más esmerada educación, llevando a casa los mejores y más acreditados maestros de la ciudad, evitábanle, sin embargo, todo roce y conexión con las hijas de otras familias. Llevábanla únicamente a los templos; pero las visitas, los espectáculos o cualquier otra pública concurrencia, todo le estaba prohibido; sometiéndose al caballero y su esposa a las mismas privaciones, sin duda por no hacerlas más crueles a María.
Señoras y caballeros frecuentaban aquella casa; y si bien María era siempre llamada a dar muestras de sus raras habilidades, desusadas entonces entre el bello sexo; y aunque la precocidad de los talentos excitaba la admiración de todos, sin embargo, no se mostraba ésta sino con cierto aire protector y con cierto no sé qué incisivo, que hería las fibras de su delicado corazón, dejando caer en él gota a gota una amargura profunda, un veneno corrosivo que destruía lentamente las fuentes del placer y de la vida en aquella alma infantil.
Entonces observó también que, no sólo el caballero y su esposa le evitaban extrañas conexiones, sino que también las familias relacionadas con ellos coincidían en el mismo objeto, es decir, rehusaban que sus hijas se pusiesen en contacto con María. Así pues, formada en el seno y bajo la protección de una de las casas más ilustres de Mérida, encontrábase, sin embargo, sola y desairada por los de fuera de ella.
-Entonces –pensó María- ni soy la hija de don Alonso, ni tengo título alguno para exigir el aprecio y consideración de los demás. Tampoco soy una hija expósita de esta casa, pues entonces llevaría su nombre. Soy, pues, la hija de alguna familia maldita.
Y María lloró, y se abatió su corazón, y empezó, en silencio y sin apariencia ninguna, a ser infeliz.
Para llegar a estos resultados, los años habían transcurrido, y cuando María tocó al catorceno de su edad, formó una resolución seria y se dijo a sí misma:
-Pues bien, ignoro quién soy, quiénes fueron mis padres ni la suerte que me ha destinado la Divina Providencia. Mas sea cual fuese mi destino, yo juro que sabré arrostrarlo con dignidad y firmeza.
El curso de esta historia mostrará si María supo o no cumplir fielmente su propósito.
Don Alonso y su esposa habíanla seguido atentamente, observando sus dudas y vacilaciones. Habíanla dejado en plena libertad de discurrir sobre su situación, sin atreverse, no obstante, a aventurar una sola palabra, un solo signo que descubriese el misterio de su nacimiento. Esmerábanse más que nunca en protegerla, en amarla y en hacerla menos sensible aquella aflictiva situación. Convenciéronse al fin de que aquella niña estaba resignada, sin haber ellos pasado por la prueba, cruel ciertamente para su corazón, de entrar en explicaciones penosas. Su amor puro, sincero y desinteresado, era el mejor escudo que podría proteger a María contra los insultos y el desprecio de los demás. Persuadióse de ello la pobre criatura, y con esta creencia había llegado a recobrar el curso de sus habitudes tranquilas: su resolución de obrar cuando el caso se presentase era firme e invariable.
Pero aunque dueña de sí misma y muy capaz, por la energía de su alma, de realizar aquel propósito, no lo era para evitar que llegase a asaltarla alguna de las muchas pasiones que se presentan en el círculo de la vida. María, pues, era presa de una de ellas. Amaba y era amada.
Admiraríase cualquiera, supuestos los precedentes expresados, que María hubiese sido llevada a una situación en que pudiese hallar, en medio de su aislamiento absoluto, un corazón que comprendiese el suyo. Para todos, en efecto, era un misterio profundo este amor, si no fuese para los dos amantes, y para un tercero, que habiendo llegado a comprenderlo, se arredró ante sus consecuencias, guardó silencio y por de pronto sólo pensó en destruirlo.
María sólo iba a los templos. Bien: en un templo encontró un amante.
En medio de la pompa y majestad del culto de nuestros padres, cuando al deslumbrante brillo de mil luces, al suavísimo perfume de resinas aromáticas y a la dulce armonía de los cánticos religiosos, suben nuestras plegarias hasta el trono del Excelso, María escuchó una voz mágica que correspondió al punto con una de las fibras de su corazón. Era un día de gran solemnidad en la iglesia de El Jesús; los jóvenes colegiales, amaestrados cuidadosamente por los padres de la Compañía en el canto eclesiástico entonaban desde el coro himnos divinos al Señor. María, inteligente como era en la música, fijó su atención en la voz dulce y melodiosa de uno de aquellos cantores.
Acostumbrada a guardar compostura y circunspección en la casa de Dios, permaneció inmóvil, fija la vista en el altar, sin atreverse a volver la cabeza hacia el coro y buscar allí la fuente de aquella suavísima armonía. La voz no era de un hombre: era de un niño, de un ángel enviado a la tierra para cantar las glorias del Señor y difundir así la paz, la benevolencia y el amor en este mundo de miseria. ¡Oh! quien no sepa comprender los sublimes misterios que encierra el dulcísimo canto de las iglesias, tampoco puede comprender ciertas emociones tiernas del corazón.
Profundamente extasiada, María siguió aquella voz en todas sus modulaciones, sin perder una sola de sus notas; y lo que al principio había sido mera simpatía artística, al concluirse los oficios era algo más serio. María soñó, arrebatada en las alas de su imaginación, subió hasta un mundo desconocido en donde todo era hechizo y amor; allí, como en la encantada isla de Armida, vio jardines amenos, risueños prados, fuentes bulliciosas corriendo sobre florido césped. Allí vio voluptuoso joven, radiante de gloria y felicidad, que era rey de aquellos solitarios dominios, que la recibía postrándose a sus pies, despreciando las vanas preocupaciones de la tierra y ofreciéndole su corazón rebosando de amor y de ternura. ¡Dorados sueños de juventud! ¡Cuán pronto os desvanecéis al duro y frío aspecto de la imponente realidad!
Desde aquel momento quedó perturbado el espíritu de María. Sus humildes preces al Altísimo eran frecuentemente interrumpidas, al escuchar aquella voz, cuando asistía a las funciones religiosas de El Jesús.
Pasáronse así dos meses. Era un día de gran solemnidad lúgubre en la Santa Iglesia Catedral. Celebrábanse, con noble y magestuosa pompa las honras funerales del finado señor rey don Felipe IV, ídolo de la ciudad de Mérida, porque Su Magestad habíala otorgado, sin solicitarlo, el título de “muy noble y muy leal”, al anunciar al cabildo el fallecimiento de su padre, ordenándole levantarse pendones para jurarle como sucesor de la monarquía. Había allí la más brillante concurrencia. Los cuerpos y comunidades religiosas estaban presentes. Los colegiales de San Javier ocupaban, en bancos forrados de terciopelo negro bordado de plata, el pasillo balaustrado que del coro de los canónigos sube al presbiterio, en el cual veíase colocado un espléndido catafalco.
Las señoras más principales de la ciudad, vestidas de luto riguroso, habían ido a la catedral a pedir al cielo el descanso eterno del gran monarca que, en los inagotables tesoros de su regia magnificencia, había rubricado con su excelsa mano, sin acatar en ello, tal vez, los títulos y cartas de nobleza de la olvidada capital de una colonia pobre y humilde. María, en unión de doña Gertrudis, también estaba allí ocupando uno de los sitios más próximos al pasillo balaustrado.
A las ocho de la mañana comenzó el lúgubre clamor de las campanas. El Capitán General, acompañado de todas las autoridades, entró en la iglesia en medio de pausadas salvas de artillería. El señor Obispo, con inmensa cauda morada, entonó los oficios fúnebres con el primer réquiem.
Latió con vehemencia el corazón de María. Desde las primeras entonaciones del cántico mortuorio, aquella voz dulce y argentina del colegial de San Javier resaltaba entre las demás. María no pudo vencerse: resolvióse, en fin, a dirigir la vista hacia el punto de donde brotaba aquella armonía divina. Para ello no necesitaba emplear ningún movimiento irregular ni descompuesto, que pudiese ser justamente censurado de persona alguna; bastábala hacer un ligero movimiento para satisfacer su inocente curiosidad. La tentación era fuerte, vehemente, irresistible. Y María no resistió.
Miró al fin y quedó casi petrificada de terror al sentirse bajo la influencia de una mirada penetrante, viva y fascinadora, que la observaba con la atención más escrupulosa. Todos los sueños de María estaban casi realizados. El colegial era un joven hechicero; era un niño dotado de todos los graciosos encantos con que la naturaleza suele esmerarse en adornar a las criaturas.
Así pues, la impresión física había sido profunda. Para los que sepan las relaciones que existen entre lo físico y lo moral, no debe ser sorprendente ver principiar de un modo tan raro este singular amor. María ocultó sus ambiciones, sin embargo, conociendo cuán funesta podría ser esta pasión para ella y para el que se la había inspirado. Resolvió dominarse en su conducta ulterior, y empezar de esta manera a cumplir con su propósito.
¡Pobre niña! El corazón estaba herido en lo vivo; y si bien pudo alejar de todos la sospecha de lo que en él pasaba, no por eso logró borrar la impresión recibida.[3]
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Crítica Literaria
Publica únicamente cuatro textos que se pueden considerar cuentos largos o novelas cortas. En todos ellos la realidad que describe es comprobable, certificada por la historia. Aunque no fue el primero en escribir novelitas históricas, acota Luis Leal, fue él quien por primera vez realiza un estudio concienzudo de la historia de su provincia, Yucatán, en la que sustenta sus obras narrativas. Los cuentos de Sierra se asemejan a las leyendas y tradiciones.
Jurisconsulto, político y periodista, es el iniciador de la novela histórica y, también, uno de los cultivadores más talentosos de la novela de folletín.
“La hija del judío” (1848-1849), su obra más conocida y valiosa, es una novela de folletín, con todo lo que ello implica de apresuramiento en el desarrollo de la anécdota, ligereza en la creación de los personajes, periódicas sorpresas innecesarias (coincidentes con el fin de cada uno de los folletines) que intentan enardecer el interés de los lectores y desmedido afán de multiplicar las aventuras (con motivo o sin él) en que se ven envueltos los protagonistas. La cualidad básica de la novela de folletín, la de ser entretenida, también se halla presente en “La hija del judío”: una novela de este tipo que no es interesante, no llega al tercer capítulo: el repudio del público lo impide.
La novela, cuya acción ocurre en Yucatán a mediados del siglo XVII, cuenta las desventuras de María, hija de un rico mercader de origen portugués a quien la Inquisición acusa de judaizante, encierra en la cárcel y confisca sus bienes. Para evitar que María reclame la fortuna de su padre, la Inquisición la recluye en un convento. Los jesuitas protegen a la hija y al padre, se enfrentan a la Inquisición y al final triunfan: María regresa al mundo, se casa con el hombre que ama, recupera su patrimonio (el que comparte con sus benefactores) y vive feliz. En el epílogo, Sierra informa que el padre de María escapa de la cárcel, huye a Portugal y participa en la guerra contra los españoles.
El argumento es típico de una novela de folletín; lo que no es usual es que Sierra incida en la novela de costumbres, tome partido contra la dominación española y denuncie la intolerancia religiosa.
La otra novela de Sierra, “Un año en el hospital de San Lázaro” (publicada entre 1845 y 1848), contemporánea de “El fistol del Diablo” de Payno, es difusa en cuanto a la estructura y confusa en lo que se refiere a la historia que narra. Los personajes resultan poco convincentes por su escaso apego a la realidad.
Antonio, el protagonista leproso, escapa del lazareto y nos enteramos, gracias al epílogo, que después de concluida la acción de la novela “quedó enteramente curado de su dolencia, se halló en la toma de Missolonghi y a principios de 1837 vivía aún en la ciudad de Esmirna”. Los epílogos son otra de las ingenuas delicias que deparan las novelas de folletín.
Viajó a la ciudad de México como diputado por Yucatán en 1851; en 1856 fue electo nuevamente diputado al Congreso de la Unión pero los acontecimientos políticos de la península le impidieron hacerse cargo de su curul. En su tiempo se habló poco de sus discursos, los que, se dijo, eran serios y nada dados a las exageraciones retóricas.
Publica el año de 1851, en cuatro volúmenes, “Impresiones y recuerdos de un viaje a los Estados Unidos y Canadá”, obra que hasta la fecha no se ha reeditado. En ella alternan las memorias, los relatos históricos y las vivencias junto con las observaciones y análisis propios de los libros de viajes. Sierra viaja a Estados Unidos por orden del gobernador Santiago Méndez con el fin de presentar al gobierno de ese país una proposición en la que se ofrecía, escribe Antonio Castro Leal, el dominio y la soberanía de Yucatán a la nación extranjera para que salvara a la provincia de la guerra de castas. Sierra fracasa en su misión, que principia en 1847 y termina el 16 de junio de 1848 (idéntica proposición se hizo, por otros conductos, a Inglaterra y España). Es oportuno informar, concluye Castro Leal, que, dos días antes, la ayuda que tanto buscaba Yucatán para reprimir las sublevaciones indígenas, la otorgó el gobierno de México el 14 de junio.
En 1939 Héctor Pérez Martínez da a conocer el diario inédito que Sierra escribió con motivo del viaje arriba citado. Su título: “Diario de nuestro viaje a los Estados Unidos”. En 1953 Marte R. Gómez prologa y anota el “Segundo libro del Diario de mi viaje a los Estados Unidos”, que lleva como subtítulo “La pretendida cesión de la Península de Yucatán a un gobierno extranjero”.
En “Impresiones y recuerdos” Sierra confiesa que su modo de escribir es un tanto desparpajado y no tiene mucha cohesión. “No tengo estilo propio debido a que siempre escribo de prisa y atento únicamente a la provisión de datos y noticias que de antemano me surto para emprender un trabajo”. Pese a la modestia de su credo estético, este libro de Sierra interesa por lo que dice y la manera como lo dice. Sierra lo compone con la cabeza fría y sin remordimientos: más como yucateco separatista que como mexicano.
Emmanuel Carballo[4]
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“Surgió en Yucatán quien había de elevar la novela al grado de estudio de observación material y psicológica: fuelo el fundador y maestro de aquella literatura D. Justo Sierra. No fue flojo en el género, como en ninguno podía serlo tan profundo pensador; su imaginación, al igual que sus otras facultades mentales, corría parejas con su laboriosidad. Aparte de lo que, de carácter ligero, compuso, leyendas y traiciones, en las que reveló sus aptitudes para la novela, escribió 5 de éstas, todas ellas superadas por La hija del Judío y Un alo en el hospital de San Lazaro, verdaderas creaciones que le aseguran un puesto eminente entre todos los noveladores del mundo.
En la primera denunció un poder de fantasía que le habría envidiado el mismo D. Manuel Fernández y González para su prístina manera; la segunda, escrita en el difícil estilo epistolar, tiene el fondo, la entonación y el colorido de la novela moderna, concepto por el cual se adelantó a sus tiempos. Sus novelas, como sus escritos correspondientes al género, diólas a luz bajo el seudónimo de “José Turrisa”, anagrama de su nombre, en los periódicos de que fue fundador o dirigió, que ya quedaron anotados en otra parte. Es lástima que esas sus dos principales producciones, como otra de autor distinto de que luego hablaremos, hayan caído en olvido y estén corriendo el riesgo de perderse por completo.”
Sánchez Mármol
Letras Patrias[5]
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La hija del Judío es de un merito indisputable, pues es la primera novela histórica propiamente dicha que se escribió en nuestro país. Sucesos históricos y novelescos, todos son verosímiles, sin que por esto haya dejado el autor de introducir una que otra ficción para hacerla interesante. En la Hija del Judío, están referidas varias tradiciones de Yucatán y descritas las costumbres de la época colonial.
Luis González Obregón[6]
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[1] Diccionario de escritores de Yucatán. Peniche Barrera, Roldán y Gaspar Gómez Chacón. México: Compañía Editorial de la Península, (2003) P. 145 y 146.
[2] Un año en el hospital de San Lázaro. Sierra O’Reilly, Justo. Tomo I. Mérida, Yucatán, México: Ediciones de la Universidad Autónoma de Yucatán, 1997. P. 51- 60.
[3] La hija del judío. Sierra O’Reilly, Justo. Tomo I. México: Editorial Porrúa, S. A. (1982), P. 23- 28.
[4] Diccionario Crítico de las Letras Mexicanas. P.228-9.
[5] Historia de la Literatura de Yucatán. José Esquivel Pren. Tomo VIII. Ediciones de la Universidad de Yucatán. México, 1975. P. 20-21
[6] Op. Cit. Historia de la Literatura de Yucatán. P. 19.