Reyes Ramírez, Rubén
(1953). Poeta, ensayista y antropólogo. Nació en Mérida, Yucatán. Fue alumno en la Escuela de Carentes de Vista y en la Escuela de Colombia. Cursó la carrera de Derecho e hizo estudios de licenciatura y maestría en Antropología Social en la Universidad Autónoma de Yucatán. Actualmente estudia el doctorado en Ciencias Filológicas en la Universidad de la Habana. Se ha desempeñado profesionalmente en el INCA Rural, Dirección General de Culturas Populares, Banrural Peninsular Fideicomiso Henequenero y la UADY. Destaca su actividad en revistas y periódicos desde 1976, habiendo colaborado en Páginas (ICY), Granma (La Habana), Unomásino, Reforma, Acentos, Signos, Diario de Yucatán, Unicornio, Diario del Sureste y otros. Ha dictado conferencias y presentado ponencias en diversos eventos culturales, entre ellas “Para un diálogo sobre los contemporáneos”, “Identidad y expresión poética en Yucatán. Cimientos para tender la mirada”, “Paz, frente al arco de su lira”, “Una meditación por mi ciudad” y “El papel de la Universidad en Latinoamérica”. Los trabajos de investigación social y crítica literaria lo han llevado a ejercer la docencia en la Facultad de Ciencias Antropológicas y la Escuela de Arquitectura de la UADY, donde fue coordinador del área de Humanidades. En la Universidad Modelo dirige la Escuela de Humanidades que imparte las licenciaturas en Letras Hispánicas y en Comunicación, así como la especialidad en Literatura Contemporánea de México y el Caribe. El año de 1974 marca el inicio de su quehacer como escritor al incorporarse al Taller Literario Platero, en cuya revista publicó sus primero poemas. Participó en los colectivos Identidad Provisional, Poemas de octubre y Espejo de presagios. Parte de su poesía está contenida en Pequeño brindis por el día (1987), Ocupación del aire (1922), Centinela del espejo (1993) y Conjugación de hojas para un crepúsculo (1995). En autor de la serie en dos tomos La voz ante el espejo, Antología general de poetas yucatecos y la colección integrada por diez títulos La huella del viento, editada por la UADY, que contiene ensayos sobre la vida y obra de escritores fundamentales en la literatura yucateca: Wenceslao Alpuche, Ernesto Albertos Tenorio, Carlos Moreno Medina, Beatriz Peniche de Ponce, Honorato Ignacio Magaloni, Roger Campos Munguía, Rosario Sansores, José Díaz Cervera, Clemente López Trujillo y José Peón Contreras. Recientemente publicó Delio Moreno Cantón, poesía, narrativa y teatro dentro de la Colección “Capital Americana de la Cultura”.
Ha recibido reconocimiento como el Premio Ciudad de Mérida 2000 en poesía, Medalla al Mérito Artístico otorgado por el ICY y el Premio de Literatura Antonio Mediz Bolio (poesía1987). En 2003 CEPSA Editorial le publicó Estrategia para tomar la flor. También publicó Los vuelos de la rosa, mujeres en la poesía de Yucatán y Crónica del relámpago, cantos del fuego amotinado y coautor de Arquitectura de las palabras, Voces merideñas – voces meridanas (Universidad de los Andes, Venezuela. 2008)[1].
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Consagración del fuego
1.
Era la lumbre ritual en intención del vuelo,
humeaba el tálamo de la alborada
y un gesto ingenuo,
de rosas asombradas por el sitio,
vertió la túnica
bajo el hervor de la consagración del aire
transgrediendo en el orden un designio.
6.
El huerto es una construcción de mi silencio.
Sólo esta tarde podía traerte:
tus manos
o tu sombra en la orilla del instante.
El limo en la lluvia me hace humilde:
como al principio, puedo creerte.
para vivir, basta el velo húmedo del incendio
la desnudez del hallazgo que mora en ala de ternura
y roza la cercanía íntima del pecho.
El gesto entre la lluvia es eco en fuga del ave.
Todo en la tarde tiene actitud de desvelo;
pero el olvido en la arena envejecida del risco
se resiste a venir,
ser nombrado en la hora insomne, navegante del aliento.
Todo en la tarde tiene magnitud de exilios;
pero el aire, sólo el aire vencido que construyó mi gesto
deposita en la ronda del espejo un verdor matutino del instinto
y organiza en medio de la sombra,
(como ritual secreto de la piel en el agua)
el naufragio por el fuego.
Resplandor en la arena
2.
El corazón es una mecha que lagrima en el silencio, en una llama sola:
purísima como la mirada; sin límites como el deseo.
La herida que rezuma es un acíbar en el aire cancelado de la calle. Un
viejo incendio
derramándose por los bordes taciturnos y callados de la luna.
Arde el instante de la claridad.
Algún espejo llora su propia resplandor insomne.
Cuando nace la pupila, en el entrecejo se desagarra un velo como lágrima
en el suicidio
de la transparencia.
Sólo la ternura entiende que en el instinto del agua hay una edad de
ausencias y que el
derrumbe tiene en sus cuchillos un halo inasible de llovizna.
sólo la ternura entiende de la diáspora en el gesto y los gritos
soterrados de la lluvia.
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Tentativa de la nube
9.
Si para el encuentro con la nube, de la llama,
aguza sus arcillas el milagro,
si para la espiga de la luz más alta
desnuda el tórax un latido intacto,
tensa de claridumbre
yergue la pupila el himno
con su traza diurna de revuelos
por el polen matutino del aliento.
En la punta del risco del insomnio
hemos de pagarle al buitre eternamente
hasta que e agua limpie los escombros,
el hurto del fulgor
para la edad de la sonrisa.
Sólo el rocío bajo el arco en el huero de tus labios,
sólo tu nombre de agua
es en la piedra del tormento
bálsamo.[2]
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FUNDACIONES
De Ocupación del Aire.
Para que funde el corazón
y lo redima,
proclamo la textura del sonido,
residencia del alba,
habitación invicta de la transparencia,
región azul del aire
en la camisa.
Para que asista al pecho exhausto
Convoco al acto de la flama,
aspiración del risco,
ocupación permanente del rocío,
gestación desnuda de la rosa
en la llovizna.
Para que exhume clara la semilla
propongo la palabra,
fecundación del iris en las manos,
conspiración secreta del silencio.
Poner al fuego la palabra
para exhumar la claridad del tiempo.
Es oficio del lumbre
dejar a flor lo que resiste,
lo que en la espuma se despierta
y nace.
La alondra tiene que surgir al risco
invicta de la flama,
para instalar su magnitud de lirio
en la insurgencia del espejo.
La alondra brota en el delirio
como temblor de luz
que se inmola en la flama del aliento.
Poner al fuego la palabra
para exhumar
la condición aérea de las manos
y habitar el risco
desnudo
en la vigencia del hallazgo,
ocupación fecunda de la atmósfera.
Muriendo nubes en la sombra,
desmantelando huellas
o atisbos
en la campana de la noche,
suicidándose el aire en los recintos,
vino de pronto el alba
con su tierra de flor abierta,
con los pájaros guerrilleros,
albañiles,
con su chal de transparencia sobre el tiempo.
De la sombra afloró el incendio
en un gesto de júbilo,
como agua de asombro
entre las manos,
a golpe de intemperie, redimida.[3]
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Tras el muro
La noche se refleja
en el inmenso espejo de su luna
y un prado de agua gris
le incendia la mirada.
Irene Duch Gary.
La noche residual se asienta;
trasiega un prado inmenso.
Garza madre
la luna estiba los ecos,
desvelos de infinito en la humedad.
Ensalivada de ausencia,
la consigna del silencio
inunda el espejo gris del aire.
Se astilla la soledad
en cada resplandor de incendio.
Tras el muro
escarba el tiempo una mancha,
grito despeñado en el umbral.
No hay colinas en el sitio.
Remolinos sin barreras
El paso de la noche arrastra las pupilas
En los surcos clandestinos del rencor.
Hojas de lluvia,
rescoldos de puño y sangre
naufragados
ensombrecen la quietud.
Brota en carne el dolor.
Es un cuchillo en la herida del porvenir,
alarido que revienta
en la oquedad limpia de la sien.
Se quiere ser un relámpago,
cincel de muro y sombra que escudriñe
como el látigo
y desgarre con su yesca
el tiempo y la soledad.
Y esta larva de futuro
-inflorescencia-
esta certeza de niños,
pueblo desatado,
se me quiebra en el silencio más fugaz.
Dispara el corazón la antorcha.
Garza madre
la luna estiba sus lienzos,
como gritos,
espejos incendiados de la voz.[4]
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Por la tierra
…nos han revelado una patria… íntima.
La miramos hecha para la vida de cada uno…
Casi la confundimos con la tierra.
Ramón López Valarde
Es la tierra
huella india de mi cara,
la que incendian.
Es el gesto que me extirpan de las cuencas.
Es el viento
con sus nubes y sus árboles,
con su pajarera
y la lluvia de hojas
en la noria olvidada del cerro.
Es el vuelo de las armas,
el fragor
y las esperas.
Es la huella la que asaltan.
Nos arrebatan el sueño, de las lágrimas.[5]
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Crítica Literaria
Querido compañero Rubén:
Volé de Mérida la Yucatán a Villahermosa leyendo el nuevo poemario tuyo que me diste (hermano también afortunado de tu libro anterior Pequeño brindis por el día), y regresé de Villahermosa a Mérida releyéndolo. Las mías fueron, pues, literalmente lecturas en el aire: que quizás sean las que requiere este libro tuyo, liviano como un pájaro.
A la ciudad tabasqueña fui para participar en las Jornadas Internacionales Carlos Pellicer. En ellas se suele rendir homenaje no sólo al inolvidable autor de “Colores en el mar y otros poemas”, libro de alba que inaugura la poesía actual de tu país, sino también a otros grandes tabasqueños, y entre ellos a poetas tan distintos y tan necesarios como José Gorotiza y José Carlos Becerra. Sin duda tal circunstancia pesó en el hecho de que leyera tu poemario tratando de situarlo en el seno de la poesía mexicana, en la que estás inmerso. Creo que eres de la generación o promoción David Huerta, pero no te siento emparentado con su poesía caudalosa, pletórica (ha sido el que acaso sea el poema más extenso que he leído); ni tampoco con esa poesía que ha cortejado la vida inmediata, de la brusca ternura de Sabines a la lúcida visión de Pacheco: entre las muchas que podría hacer, hago dos salvedades en lo que toca a la poesía de esta generación, que es la mía: la voz suntuosa y profunda de Becerra, y las voces al mismo tiempo estremecidas y sofrenadas que, no obstante su independencia unas de otras, pudieron agruparse en “La espiga amotinada” y “Ocupación de la palabra”; tampoco te siento emparentado con el dolor sabio y cotidiano de Bonifaz Nuño; ni con la poesía de Paz, una poesía de la inteligencia (de esa inteligencia que Gorostiza llamó “soledad en llamas”, que es como poner a arder al aislamiento altivo de Góngora o Válery en el fuego de Orozco); ni con el tumulto escandalosamente vital de Efraín. Pero al llegar a algunos Contemporáneos me detengo: porque sí siento tu poemario emparentado no con un poeta individual de ese grupo, sino con la atmósfera nítida, clara (como el diamante, no como el cristal) que quizás sea de las pocas características comunes de aquellos solitarios. Lo que también me llevó a pensar en el juicio que hace cuarenta años Citio Vitier emitió sobre la tarea naciente de un poeta cubano entonces joven, al hablar a propósito de un título suyo de “un libro claro y fino, resueltamente en la línea de la esbeltez (…) Es la suya una poesía tierna, ardiente, dibujada, hecha de imágenes que sólo rozan la faz de lo real con delicado y tímido tacto. Lirismo erguido, en cuyo fondo hay siempre un fervor por los misterios virginales…” Yo aplicaría esas palabras a tu libro. Y, claro, ante él me pregunto qué sentido puede tener esa suerte de regreso que, en el caso del poeta cubano aludido, suponía hacerlo a la poética de cubanos coetáneos de los Contemporáneos mexicanos, como Florit y Ballagas: no es extraño, por cierto, que este último cerrara la bella antología Laurel, hecha en esencia, y no sólo por el prólogo de Villaurrutia, desde una perspectiva contemporánea, lo que explica sus muchas virtudes y también sus pocas y tristes lagunas, aunque en varios órdenes esa ya semisecular antología no ha sido superada.
Pues bien, esa suerte de regreso de que he hablado tienen para mí, entre otras que no me interesa subrayar, dos razones posibles: una, el capítulo de una evolución que conduce a la palabra propia; otra, lo que Verdi llamó un ritorno all´antico.
La primera razón nos remite a algo que subrayaron Goethe y Juan Ramón, y es el hecho de que, en cierta forma, cada poeta vuelve a vivir la historia de la poesía hasta él: así, de la misma manera como aquel joven poeta cubano apareció armado en alguna medida con armas de poetas considerados de la generación de la Revista de Avance, los cuales alcanzaron madurez en la década del treinta, y conoció después (ya había empezado a hacerlo antes de 1952, como también destacó Vitier) la experiencia de poetas de Orígenes, y al cabo dio con la voz suya, sin renegar de ninguno de sus aprendizajes (lo sé bien, porque ese poeta fui /soy yo); de la misma manera, digo, tú, Rubén, a partir del mundo Contemporáneos irías conociendo otras etapas, en que incorporarías entrañablemente vivencias poéticas sucesivas hasta desembocar en ti mismo.
La segunda razón difiere de la anterior en cuanto no implica capítulos sucesivos, sino el reconocimiento de las goethianas “afinidades electivas”, o de la contemporaneidad de lo no contemporáneo. En atención a los hechos así, se produce un ritorno all´antico para encontrar, en obras anteriores pero semejantes, fuerzas para las faenas del presente. Un ejemplo clásico de ello lo dieron, en este siglo, los poetas españoles llamados del 27: llamados así precisamente porque en 1927 conmemoraron entusiasmados el tricentenario de la muerte de Góngora, en cuyo centelleante metaforismo vieron un antecedente de sus propias aspiraciones, como lo había intuido más de dos décadas antes el fundador de la actual lírica en castellano, Rubén Darío, quien en sus prodigiosos Cantos de vida y esperanza (1905) dedicó al cordobés su memorable “Trébol”. Neruda, al rendir a García Lorca dolido homenaje póstumo (en vida le había dedicado uno de los intensos poemas de Residencia en la tierra: “Oda a Federico García Lorca”) dijo que Federico fue de los pocos poetas de su grupo a los que la geometría gongorina no había congelado la voz: criterio que, delicada pero firmemente, impugnó Alberti, creo que con razón, pues para los mejores poetas del 27 español Góngora fue un estímulo o un taller (más que una escuela), y no una cárcel de hielo.
¿Una de estas dos razones explica lo que he creído apreciar en tu poemario, Rubén? Es aventurado arriesgar una respuesta. En todo caso, tu numerosa flama (que nunca condesciende a ser llama, como en los demás mortales), tu aire, tu viento, tu ave, tu pájaro, tu alondra, tu colibrí, tu lumbre, tu sombra, tu niebla, tu flor, tu rosa, tu violeta, tu espejo, tu sueño, tu desvelo, tu risco, tu marzo, tu octubre (he nombrado algunos de los sustantivos recurrentes en tu poemario: sé que si añadiera los verbos o los adjetivos también recurrentes el mundo evocado no sería otro) nos hacen señales que decodificamos con clave contemporánea, sin perder acento tuyo. Creo que, a partir del libro que comento, Bachelard te hubiera considerado poeta del aire. Por lo que, al volverte a nobles preocupaciones colectivas que sé que también viven en tu alma generosa (pienso, por ejemplo, en un texto como “En las oscuras raíces. Autorretrato de un minero insomne”), la palabra evanescente como que se resiste a volverse mano sobre la áspera realidad: lo que sí lograron, entre otras metas, los poetas de “La espiga amotinada”, bien con palabras ya no evanescentes. O, en medio de la luminosidad de tu voz, suenan demasiado prosaísmos como “Y no pienso únicamente en aquello que sospechas”. En cambio, qué logrados esos versos purados, purificados, ingrávidos:
Poner al fuego la palabra
para exhumar la claridad del tiempo.
Es oficio de lumbre
dejar a flor lo que resiste (…)
ave solitaria en el velamen del gesto (…)
Media en la noche el templo del rocío
con sus destellos (…)
Caballo con luz del viento, relámpago (…)
Torrencial inminencia de la flama (…)
Designios como pájaros (…)
el cerco de la luz
se abisma en surcos,
estampida de astillas en el tiempo (…)
clamor de cuchillos.
ulceración de estrellas en el agua (..)
como el ave huérfana en la niebla (…)
y sorprender el gamo en su escondrijo (…)
las hogueras
- alientos fracturados de la luz,
astillas en el sueño (…)
como si fuera la quilla de un velero,
luna que se apaga sobre el polvo (…)
le agradezco en lo íntimo
su intacto resplandor
de gema (…)
con su frágil intención de hoja,
de rama esbelta,
y copa en el crepúsculo (…)
E incluso levantados por amor, como “Nada, nada sino tú. /Contigo la luz y el desamparo”.
Es frecuente, a ti te ocurre también, que en autores de estas ráfagas felices ciertos versos adquieran autonomía en poemas largos, y sean los poemas breves, de versos ganados todos, los más logrados. Tales son, para mi gusto, por ejemplo, casos como el de “Devenir”, y en especial el de ese texto que es “El colibrí del aire” y que quiero traer aquí:
Aparece en el centro de la altura
como un fuego
-intenso y diminuto-
condensando la luz en equilibrio
En un claro de ausencia
la llama cita,
revienta de fulgor el aire
y sitia al gesto
entre los párpados y la sorpresa
con el incendio
de los relámpagos en la pupila.
Gota en la atmósfera
de sangre en alto,
aparece
como el hallazgo de la música,
desnudando el resplandor en el delirio.
¿Qué más, querido Rubén, hermano joven? No hace mucho me acompañaste en tu Mérida nuestra hermosa noche de poesía y comunión. Y ahora me has dado la satisfacción de que te acompañe en este mediodía de tu libro. Gracias otra vez y el abrazo y la esperanza en ti y en tus sueños.
Roberto Fernández Retamar.
La Habana. Febrero de 1992.[6]
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[1] Diccionario de escritores de Yucatán. Peniche Barrera, Roldán y Gaspar Gómez Chacón. Compañía Editorial de la Península, México. 2003. P. 131.
[2] Revista de Literatura Mexicana Contemporánea. N° 40- Año 15. Ediciones y Gráficos Eón. México, enero-marzo 2009. P. 36 y 37.
[3] Ocupación del Aire. Rubén Reyes Ramírez. Universidad Autónoma Metropolitana. México. 1992. P. 13, 14 y 15.
[4] Op. Cit. Ocupación del Aire. P.23-4.
[5] Op. Cit. Ocupación del Aire. P. 70.
[6] Op. Cit. Ocupación del Aire. P. 5 a 11.