Peniche Ponce, Carlos

Carlos Peniche Ponce nació en Mérida en 1950. Hizo estudios de derecho en la Universidad de Sonora y de química en la UNAM, en donde se graduó en economía. Participó en el taller de creación literaria del prosista y cuentista Juan José Arreola. Fue guionista y corrector de estilo de guiones de televisión educativa y de capacitación en el Canal de Televisión de la República Mexicana.

En Mérida se integró al cuerpo de redacción de la Enciclopedia Yucatán en el Tiempo. Fundó y dirigió la revista cultural local Signos, en ella, publicó un prolijo ensayo sobre la figura y obra poética de Atahualpa Yupanqui. Ha colaborado en la revista regional Camino blanco, donde aparece su relato “Lluvia núbil”. También en las revistas nacionales Tragaluz, Proceso, Cultura urbana y ProÓpera, con prosa poética y crónica literaria.

Entre sus publicaciones se encuentran: Otro día de luz, poesía en prosa sobre el paisaje meridano –prologado por Juan García Ponce y publicado por el Fondo de Cultura Económica en la Colección Letras Mexicanas. Esta obra fue presentada en Mérida, DF y la FIL de Guadalajara por los poetas Javier Sicilia, Raúl Renán, Manuel Salazar, Zulai Marcela Fuentes, Carmen Villoro y Laura Solórzano, respectivamente. El Fondo Editorial del Ayuntamiento de Mérida publicó su volumen Rostros de palabras, ensayo seleccionado por el Consejo Municipal de Ediciones Literarias donde se examina y admira la obra de trece escritores yucatecos. Asimismo, es coautor del opúsculo Justo Sierra O’Reilly. Tres visiones de su obra.

Peniche Ponce coordinó la edición de textos en los libros de arte Mérida, palabras y miradas, y Teatro Peón Contreras, biografía de un monumento. Escribió la introducción de la novela futurista Eugenia de Eduardo Urzaiz en la edición de la UNAM, del libro colectivo Un pedazo de mar por bocacalle. Homenaje de amistad a Fernando Espejo, y del volumen Dejaron huella…de Jorge González Argüelles.

Ha publicado en la prensa local: crítica de cine, artículos literarios y semblanzas de ciudades mexicanas. Desde 2002 es profesor del departamento de Humanidades en la Facultad de Contaduría y Administración de la Universidad Autónoma de Yucatán.

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Selección del autor

LLUVIA NÚBIL

Montada a pelo en brioso tordillo –del que pendían grandes ollas con tamales de chipilín–, todas las tardes pasaba por mi casa pregonando su mercancía. De perfil y en las alturas, descalza y a horcajadas sobre la bestia de gran alzada, desde mis trece años la contemplaba absorto, extasiado con aquellos muslos torneados que ella mostraba impúdica, al amparo de una falda tan corta que, a cada balanceo del caballo, insinuaba incluso su desnuda cadera.

Así recorría la única colonia urbanizada a orillas de la Laguna de las Ilusiones, en aquella selvática y todavía aldeana Villahermosa de principios de los sesentas; y atravesaba las calles casi vacías, ufana ante la evidente lujuria de los señores que tomaban el fresco vespertino en los portales de sus casas. Así cruzaba “el pueblo” esa Lady Godiva del trópico, esa joven de ébano que me subyugó a tan corta edad.

Sin apearse realizaba su venta. Sólo en cierta ocasión mi padre le compró media olla y le ofreció algún refresco con tal de hacerla bajar y entrar en la casa. El descenso fue fenomenal. Nos retrató a todos con sus prodigiosas nalgas oscuras, apenas cubiertas por un viejo calzón. Lo que mi padre buscaba era escuchar su plática, famosa entre los vecinos, adornada con su peculiar acento. Hablaba hasta por los codos y soltaba todos los ajos del silabario tabasqueño. Con el pícaro desparpajo de su gente, antes de cada frase incluía una educada advertencia: ujtedej perdonen, pero esa hijueputa de fulana, etcétera. Enseguida supimos su nombre, su bellísimo nombre: Lluvia, “Lluvia de insultos”, dijo mi madre tan pronto ella se retiró. El cercano día de mi santo regresó a mi casa. Se presentó temprano, a pie, con un frasquito de perfume que me entregó en mi cuarto, besándome en los labios. Desde entonces, entre temblores y visitas al baño, no hice más que pensar en ella, en esa lluvia, esa cauda sonora de voluptuosidad y ofrecimientos...

Había nacido en la limítrofe Playas de Catasajá, pero desde niña vivió en Villahermosa en compañía de su madre que lavaba ajeno y que cocinaba los tamales que Lluvia ofrecía en venta desde niña, antes de “ascender” a su erógeno medio de locomoción. Aunque confesaba dieciséis años, parecía mayor. Era una hembra hecha y derecha, rebosante de lascivia. De baja estatura y ojos fijos de azabache, su tez charolada, chata nariz y carnosa bemba delataban –no obstante el lacio cabello su naturaleza cuarterona. En apoyo a esta filiación, poseía estrecha cintura, arqueadas caderas y el trasero más abultado y redondo del mundo. A este portento lo sostenían buenas bases: tallados muslos y rodillas brillosas se prolongaban en los gruesos chamorros y remataban en unos pies cortos que le daban gracia infantil en lo alto del caballo y, al caminar, la obligaban a adoptar un inquietante meneo.

La noche de un sábado, al abandonar a media fiesta una casa cercana y abordar mi bicicleta, Lluvia me salió al paso en la oscuridad de la esquina. Tan pronto me detuve, velozmente se inclinó y se levantó de nuevo para lograr encerrarse entre mi torso, mis brazos y el manubrio. Con su aliento en mi rostro, me ordenó: ¡Vamoj a pisá! Y, resueltamente, puso mis manos dentro de su blusa holgada, sobre los dos hemisferios de sus pechos, los primeros pechos maduros que conocí y palpé: llenos y firmes, eran dos jícaras ásperas, coronadas con grandes y erectos pezones que adiviné negrísimos y de los que ya no pude desprenderme.

¡Vamoj a pisá!, repitió. Dónde, balbuceé Se sentó en el cuadro de mi bicicleta –desequilibrando mi peso y mis nervios y me condujo zigzagueante por las mismas calles, ahora desiertas, que ella transitaba diariamente a caballo y que llevaban, en suave descenso, hasta una orilla playera de la susurrante laguna. Ahí nos detuvimos. Me quitó la camisa y nos recostamos en el amplio zacatal. Me deslizó sin prisa el pantalón y aireó, fascinada, en dirección a las estrellas, el contundente objetivo. Despojada únicamente de la tenue pantaleta, febrilmente, durante largos minutos, me cabalgó... No sé si su pasión genital, mi carga pubescente o su entrenamiento amazónico –o todo ello le permitieron triplicar con mutuo éxito el enloquecedor ejercicio, que terminó por derrotarme y adormecerme.

En las semanas siguientes, tres o cuatro veces visitamos a esas horas, entre el aire húmedo y junto al rumoroso estanque, el ansiado lecho vegetal. Bajo el firmamento estrellado, con la sola mirada de la noche, anticipé insospechadamente mis bodas juveniles. En medio de la quietud cómplice de aquel recodo de la laguna y la colonia, Lluvia me amó corporalmente a sus anchas. Ya sin el fragor del primer encuentro, pude detenidamente comprobar todas las turgencias que tanto imaginé, y deleitarme como un niño con cada porción de ese bruno manjar, ese suculento banquete que alimentó mi pubertad.

…Después la perdí de vista. Decían que alguien se la había llevado, no sé a dónde. Tiempo después, en un bar de la zona de tolerancia escuché su nombre, su bellísimo nombre. Jamás la hubiera reconocido: envejecida, enferma, alcohólica. No sin dificultad, se acordó de mí y pudo rememorar los hechos ocurridos diez años atrás. Me ofreció quedarme con ella, pero decliné sin ofenderla.

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COLORIDO MILAGRO

Hacía tiempo, años, sin esta maravilla. Dicen que sucedió por cambios en el aire, en el clima; o por el agua, los suelos, la acidez; o cualquier otra cosa. Nadie sabe. Lo cierto es que desde mediados de marzo -retrasados casi un mes- asombraron a la ciudad de México todas y cada una de las múltiples jacarandas que en ella viven.

Estos árboles de pequeñas hojas verde claro, siempre discretos, siempre modestos ante el verdor, ramaje y corpulencia de los fresnos (emblema de parques, aceras y camellones capitalinos) o ante la esbeltez oscura de los altos cedros, han vivido a su sombra, sentados en tercera fila, no obstante su gracioso cuerpo y su delicada flor. Sucede que la floración no despoja completamente al follaje y tampoco refulge su tenue color. Es decir: están allá, adornan cada año, pero con timidez, con humildad. Se les agradece, se les quiere un poco y luego se les olvida, al lado de esos dos portentos verdes que dominan la vegetación.

Pero ahora no. Ahora, después de muchos años, cometieron una locura: se desnudaron totalmente. Ninguno dejó una sola hoja en su cuerpo, cubierto plenamente de flores, completas, rebosantes. Flor absoluta, sin una brizna verde, multiplicada por mil y envolviendo el árbol de luz violeta. Y el singular, único color de sus pétalos alcanzó tal intensidad y adquirió tal tinte que era cada planta una hoguera púrpura, cada jacaranda un florero inmenso y brilloso, cada árbol un radiante plumaje de morada luz. Vistos en fila, especialmente en los anchos camellones del sur de la ciudad, eran un doble sendero florido: uno al aire, contra el azul del cielo; otro, el cúmulo de corolas en el suelo, alfombrando sus pies. Entre los verdes de ambos lados, la larga senda de flores era una estela de purpurante luz.

Precisamente así las divisé desde lo alto del avión. Entreveradas con los tableros rojos del millón de azoteas, franjas moradas cruzaban la ciudad. Chapultepec, el camellón entre Universidad e Insurgentes, San Ángel, Coyoacán, Viaducto Tlalpan, Xotepingo, Del Valle, todos surcados por ríos y lagos color violeta. Desde arriba eran barras, rayos de púrpura sobre la red urbana.

Además, con la ciudad despoblada de coches y de gente por la Semana Santa, deambular sin prisa bajo esos búcaros gigantes era estar en un paraíso. Por eso las jacarandas se atrasaron este año: para alcanzar los días de asueto y alumbrar no a un monstruo obeso y catastrófico sino a una ciudad holgada y en reposo. Una urbe amable y desierta, plena de ufanos árboles y pájaros cantores; cientos de cenzontles y gorriones y algunos ruiseñores hacían la fiesta en el silencio del aire apenas fresco, bajo la comba azul. Por las noches, el plenilunio entero --encima de parques y avenidas y bañando las frondas-- quitaba el sueño a todos los árboles de la ciudad.

También por eso se prodigaron esta vez con auténtico fulgor morado. Con una metrópoli ya a reventar, no esperaron ni un año más. Decidieron ahora mismo encender con nítido violeta la vacante y silente ciudad. Para implorarle que permanezca así y no vuelva a excederse, a enfermarse de multitudes.

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UN RELÁMPAGO LLAMADO JUSTO SIERRA O’REILLY

(fragmentos)

Su paso por el mundo fue, efectivamente, el de una estrella fugaz que cruzó brillante el firmamento yucateco pero que lo iluminó desde mediados del siglo diecinueve hasta la posteridad. En realidad, antes de Sierra O’Reilly la vida peninsular transcurrió en la oscuridad. Los siglos coloniales se extendieron lentamente sobre las existencias grises de los habitantes, ocupados mayormente en la ansiada pitanza y la heroica producción, el comercio salvador y la constante pobreza. A pesar de la de por sí tardía introducción de la imprenta –traída de La Habana en 1813–, la luz intelectual, artística y científica era de un imperceptible fulgor, con excepción única de Los Sanjuanistas, el Padre Velásquez, el Maestro Moreno y algunos más. Justo Sierra O’Reilly enciende en la península de Yucatán, para que ya no se apagara en lo porvenir, la lámpara del pensamiento y de la creación.

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Por último, en el curso de la vida de Sierra O’Reilly –hilvanador de hechos remotos y de significativas leyendas, y tutor nacional de la novela histórica– se pueden identificar también algunos ribetes novelescos. Díganlo, si no, su niñez y adolescencia casi mostrencas, deambulando con obispos por las llanuras fluviales de Tabasco y Veracruz, en un paisaje y orfandad semejantes (veintitantos años después) al de las correrías de Twain por el Mississippi. Refrescando juventud y pensamiento en el aire delgado del altiplano, como las vicisitudes de aquellos muchachos, inmigrantes londinenses durante la revolución industrial, que viven en muchas páginas de Dickens. Su presencia sólida, digna de la de un predestinado personaje de Galdós o Baroja, en los polémicos episodios que protagoniza Sierra durante la intervención norteamericana en la Isla del Carmen, y en el remolino del conflicto de la soberanía peninsular durante los sobresaltos de la Guerra Social de Yucatán.

Personaje balzaquiano al que se asemeja cuando su entusiasmo, patriótico e intelectual a un tiempo, lo conmina a abordar y concluir –ya en plena enfermedad galopante- la magna empresa del Código Civil para el presidente Juárez; esfuerzo sobrehumano que le anticipa la muerte y por cuyo opimo fruto, de trascendencia teórico-jurídica y cobertura nacional, no recibió un solo centavo. Y el último capítulo de su existencia, cuando en su larga y penosa agonía –en un sórdido ambiente naturalista que parece inventado por Zolá– Sierra sufre impotente la incertidumbre futura y la desnudez económica en las que deja a esposa y críos. De ahí que un pariente suyo solicitara al presidente de la República –para este prócer nacional no reivindicado aún– una pensión que prolongara, por lo menos, su modesto sueldo de juez de Distrito. ¿No es esto trágicamente novelesco?

Incluso después de su expiración le acompañó un decorado propio de una trama epopéyica: en la apoteosis de sus exequias, el pueblo de Mérida y el gobierno de Yucatán saludaron y despidieron al noble hijo que perdían –en todo lo largo del nutrido cortejo y de las ceremonias donde se detenía– con intermitentes tañer de campanas y rugir de cañones... Admitámoslo. Su propia vida, esa estrella fugaz que brilló generosamente desde su niñez oscura hasta la desesperanza de su muerte, fue su novela mayor.

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ESQUELA

Verlos caer –desde la tarde, entre la lluvia– uno a uno, desarraigados de su suelo, en el jardín, en el huerto. Asistir –pegado a la ventana, a través de la noche– impotente, a sus duras batallas contra el viento, en cada ráfaga ululante de la espiral del huracán. Verlos debatir –en la oscuridad total– cuerpo a cuerpo, contra el látigo aéreo que aúlla y los empuja, los empuja, y los dobla, los dobla. Su férreo afán es arrancarlos de cuajo; para verlos caer vencidos, humillados, con el viejo tronco acostado sin vida, a lo largo de la tierra, su madre dolida que no los pudo conservar.

Mirar con los ojos fijos, inmóviles –esperando lo peor en los que siguen en pie, zamarreados–, sus altos follajes luchando a rama partida contra el poderoso asesino invisible. Mirar su denodado esfuerzo, su heroica resistencia, hasta el límite último de la elasticidad. Mirar a la víbora airosa enroscarse en ellos, atraparlos, sacudirlos y aplicar su descomunal fuerza con tal de desprenderlos de su hogar; estrangularlos y asfixiarlos hasta arrebatarles la hermosa vida que –antes, en el dulce aire– los hacía cantar...

Un duelo feroz entre raíz y viento. La tierra contra el aire, bestia en brama y en furia desatada: muge, ruge, arrogante en las paredes, los rincones, maniatando las viviendas y las plantas. Una atroz guerra, suma de batalla tras batalla. Cual soldados inermes en pelea desigual –con ramas y troncos expoliados– enarbolando, antes de morir, la recia madera derrotada y la agonía verde entre retazos.

Al final, cuerpos decapitados, cercenados brazos, frutas asesinadas: un cementerio de árboles derrumbados, boca abajo, el rostro exhausto entre la tierra. En fuga el verdugo circular, un desastre de seres al revés. Hermanos derribados. Raíces y hojas yertas, sobre el desolado campo de batalla. Regados, un montón de cadáveres.

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UN JUGLAR NATURAL

No lo saben ustedes; pero un juglar vive entre nosotros. Se le ve por aquí, por allá, en oficios disímbolos, siempre animado por su inquebrantable espíritu de servicio, de cooperación.

A sus cuarenta y cinco años ha sido de todo: soldado, cartero, chofer de tráiler, bombero, actor de carpa, burócrata, policía, obrero petrolero y perpetuo trashumante. No se ha desenvuelto en sus trabajos: se ha despedazado. La purísima, casi infantil entrega que pone en ellos, ha hecho de su vida jirones. Y precisamente de esto se ha nutrido el juglar que vivía dentro. ¿Por qué digo que es un juglar, un recitador medieval? Pues por su desaliño elegante, su empedernido hablar y su nomadismo impenitente. Y porque lo parece: de caminar decidido y alegre, sonrisa pronta (muchas veces carcajada rotunda) y mostacho provenzal, a veces, repentinamente su faz se torna triste, se vuelca en sus recuerdos, en los golpes que ha recibido, en las befas que lo han humillado, y entonces no tiene más remedio que abrir sus sollozos. Le oímos llorar un rato a nuestro lado, aunque enseguida su corazón aturdido le ordena levantarse: y en su descompuesto rostro aparece una mueca pariendo risas...

Así es él, así está hecho, o deshecho. Pero nos salpica las horas de alegría. Porque empieza entonces con lo suyo, con sus coplas, y eso es lo bueno. Salen de su boca, como flores completas, octosílabos inéditos, puras cuartetas rimadas. Nos recita su vida, lo que le ocurrió ayer, la euforia de hoy, la pena que guarda por la infamia de alguien; y estallan sus romances autobiográficos, volanderos, que jamás escribe, que olvida al instante, que nunca repite. Y uno lo escucha, lo escucha, asombrado de sus giros, sus sorpresas, sus aciertos. Lo gozamos un rato, nos admira su parloteo, sus rimas adivinadas, su metro impecable. Y –claro– acabamos después mareados y nos despedimos de él.

Lo vemos alejarse con paso seguro, como si se dirigiera a un destino sólido, como si en su trayecto hubiera muchos horizontes; cuando sabemos -y él también- que no hay nada de eso, al contrario. Su cabeza se llenó de niño con los sueños edulcorados de las cintas de Pedro Infante: el pobre pero honrado y cantador galante que puede contra el mundo.

Pero no fue así. Su juglarismo es, realmente, un subproducto de la desigualdad social. En las capas lumpen del trabajo urbano. Por eso él ha tenido que luchar a brazo partido. Yo estoy seguro de que su corazón está atado a su alma con soga muy fuerte. Solamente por eso su vida no se rompe.

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AQUEL SANTIAGO TIANGUISTENCO

Salíamos temprano de Cuernavaca dispuestos a subir a esa nevera en las faldas del Nevado de Toluca, para lo cual don Carlitos nos proveía de gruesas mantas mexiquenses, con las que nos cubríamos las extremidades en el interior del automóvil tan pronto trasponíamos Huitzilac –lugar donde se cumplió la monstruosa ejecución del General Serrano y sus hombres- y nos enfilábamos a las altas y frías Lagunas de Zempoala, una pequeña Suiza. De éstas a Santa María, pasando por el entronque de la desviación a Chalma, descendía suavemente, por una carretera angosta, sombreada de pinos y oyameles, un valle cubierto de ricos pastos donde se alimentaban manadas de ovejas y carneros. Luego de pasar San Andrés de Las Bateas –aldea casi de juguete- las hermosas torres de la iglesia de Coatepec del Río, al bajar bruscamente hacia el pueblo, se sentían tan cerca que, invariablemente don Carlitos siempre me decía: “Míralas, tocayito, casi las podemos tocar con la mano”, y extendía el brazo derecho de su enorme cuerpo hacia ellas.

Poco después entrábamos a Santiago y nos bajábamos muertos de frío en la casa paterna, a la que llegaban él y sus hermanos. Lo primero era rezar ante la imagen ecuestre, traída de España, del Señor Santiago Apóstol, patrono del pueblo y cuyo custodio lo tiene esta familia. Enseguida, al comedor donde ya estaba el pulque esperándonos (“curados” de fresa, avena o apio) y la cocina humeante. A veces nos íbamos en tropel al “Cerrito” –poblado de cedros altos- a hacer día de campo donde, después de la comilona, ahítos y enchilados, rematábamos con “guajes” silvestres. Si era martes –como procurábamos que fuera- día de mercado, acudíamos prontos al tianguis, el mayor tianguis de todos lo pueblos mexicanos prehispánicos. (De ahí su proverbial nombre, Tianguistenco: mercado junto al río. Fue el más concurrido tianguis mexica pues, a sus productos locales, tan variados, añadía –gracias a su posición geográfica- muchos otros de diversos climas y regiones aledaños a él.) En el inmenso mercado, donde todo se podía comprar, probábamos y comíamos hasta hartarnos todas las frutas, los guisos, los antojitos y los dulces que una mente pantagruélica pueda imaginar.

Después de una duermevela en la casa con café, coñac y cigarros, nos cubríamos con sarapes dobles –sobre todo si era en diciembre, fiestas del Señor Santiago-, salíamos al aire gélido y recorríamos a pie el centro del pueblo, particularmente la sobria iglesia con su bello campanario, el breve zócalo, su sólido Palacio Municipal y la entrañable Casa-Museo del Cura Hidalgo, donde el Padre de la Patria pernoctó en la víspera de la toma de El Monte de Las Cruces, a cuyos pies se le ofrecía, orgullosa, la capital de Nueva España... A un lado de Santiago, el poblado de San Mateo Atenco, famoso venero de reses bravas; al otro lado, dos pueblos casi gemelos: Gualupita y Capuluac, cuna del gran poeta lírico, casi desconocido ahora, Josué Mirlo (amigo del tío Ernesto, hermano menor de don Carlitos y caballeroso hombre educado y culto que aún vive en Santiago y que ama a Yucatán). Más allá de estos pueblos vecinos, quinientos metros abajo, bulle la urbe más poblada de América, la contaminada capital del país.

Santiago Tianguistenco es ahora un emporio en la industria metal-mecánica y todo lo que ésta genera. Ojalá que su prosperidad y crecimiento, tan dependientes de la megalópolis cercana, no destruyan su encantadora vida pueblerina, sus campos y cultivos, su impresionante tianguis de los martes: aquella imagen y sabor que tanto lo distinguían en su región.

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MERIDA: ORNAMENTADO JARDIN

Desde el aire, después de dejar el montañoso suelo, luego de cruzar el semicírculo del Golfo y sobrevolar el borde de la llanura peninsular, aparece Mérida como encerrada en papel milimétrico. Es la extendida y multiplicada cuadrícula de la ciudad, resultado de su trazo a cordel y su disposición en manzanas de cien metros por lado, en cuyo centro hay siempre un manchón verde: las arboledas. Estas las forman –al unirse por simétrica colindancia de cada casa– sus patios poblados de árboles frutales, tradición andaluza y maya por igual que los meridanos mantuvimos durante mucho tiempo. Por eso, desde el avión, Mérida es un tablero bicolor: una red blanca de sol, salpicada de mil puntos verdes.

Al tocar tierra, sentiremos inmediatamente la luz gruesa y el cálido aire espeso que nos envuelve, y veremos –sin serranías y ningún lomerío– el cielo más ancho y más curvo del mundo. Estamos en las tierras bajas del trópico, prácticamente rodeados por el océano. Y, sin embargo, al adentrarnos en la ciudad encontraremos que Mérida no se parece a sus vecinas del Sureste. Por su juventud geológica, reposa sobre una llanura calcárea; y debido a su latitud, en ella nos calan los huesos las madrugadas de enero y es frío su mar en invierno. Por eso no tuvo los dones de la naturaleza feraz. Pero, aun así, recibió otros...

Al revés de sus pares regionales –puertos marinos o húmedas junglas–, ella vive a pocos kilómetros de la costa pero adherida a un litoral desértico que produce silvestres tunas y uvas de playa, en un clima llamado “el más seco del cálido sub-húmedo”. Le entregaron una terca planicie hecha de sílice, donde el escaso suelo vegetal alimenta heroicamente a nutritivas leguminosas y a colosales árboles, y le regalaron los vientos alisios del Caribe, que refrescan sus tardes y ennoblecen sus noches, punteadas de luciérnagas y olorosas a limonarias. Además, Mérida nació y creció en medio de una virtud, entre un enjambre de orfebrería: las majestuosas ciudades de los mayas.

Con todo este valioso material los meridanos de anteayer edificaron su ciudad y la cubrieron de portales, de arquerías y de la sobria arquitectura de los conventos franciscanos y los templos, y la de la Casa de Montejo, única fachada plateresca del siglo dieciséis que se conserva en América. Al promediar la Colonia la embellecieron con embaldosadas plazas y parques enverjados, y con limítrofes arcos suburbanos. En el siglo dieciocho levantaron el hermoso Palacio Municipal, al que después se le agregó la torre morisca del reloj. Y del siglo diecinueve nos legaron algunas muestras de arquitectura civil, particularmente habitacional: discretas casas de muros planos con largas ventanas enrejadas, altos techos sostenidos por rodillos de madera de zapote y corredores amplios en torno al patio central, bajo cuyas baldosas respiraba húmedo el rebosante aljibe.

Los meridanos de ayer –ayudados por la prosperidad que provocó el impresionante auge henequenero– al nacer el siglo veinte pavimentaron con adoquines franceses el centro y algunos suburbios y dotaron a la ciudad de sólidos edificios públicos, como la imponente Penitenciaría y los austeros Palacio Federal, Asilo Ayala y Hospital O’Horán. Y, sobre todo, a la infraestructura colonial que heredaron, sumaron otra: una glamorosa urbe belle-epoque, lo que la hizo única entre las ciudades mexicanas de provincia. Para ello, le fabricaron señoriales casonas en la vieja Calle 59, en el barrio de La Mejorada y en las anchurosas quintas de Chuminópolis, de Itzimná y de San Cosme; trajeron un pequeño fragmento de París -alineado de palacetes neoclásicos- y lo extendieron sobre el soberbio Paseo de Montejo, refrescado por umbrosos ramonales a ambos lados y en doble fila. Y levantaron -sobre el viejo San Carlos- la arquitectura sólida del Teatro Peón Contreras, con su majestuosa escalinata de mármol.

Protegieron los viejos parques de los coloniales suburbios –ya integrados éstos a la vida central urbana– y preservaron con amor la vida de sus laureles oscuros, añosos almendros y huayas corpulentas; y abrieron otros nuevos (El Centenario, La Paz, Las Américas) y a todos los cubrieron de paternales árboles. A partir de los años veinte, enjardinaron a Mérida con chalets enfilados a lo largo de suntuosas avenidas: Itzáes, encendida de flamboyanes; Colón, bajo un túnel de tamarindos y maculises; Reforma, sombreada por algarrobos; y Cupules, deslumbrante de lluvias-de-oro. Y en las casas de toda la ciudad preservaron la noble tradición de los huertos: patios traseros plenos de arboledas, surtidores de frutas y de sombra. A pesar de la desnudez vegetal en las aceras del centro, tal profusión de floresta urbana convirtió a Mérida en un extendido jardín.

Esta rotunda condición de jardín (relevante entre sus iguales mexicanas) es un mérito sin duda alguna: significa el triunfo sobre la naturaleza pedregosa de los suelos donde se asienta. No obstante, nos sigue haciendo falta, nos urge cada vez más, mitigar la inclemencia solar en las calles del centro y de los suburbios señoriales con algunos árboles siquiera –donde las escuálidas aceras lo permitan– y uno que otro rincón con arbustos.

Los meridanos de hoy tenemos que preservar esta belleza arbórea –disminuida por los dos recientes huracanes– y mejorar su precaria salud urbana. La ciudad crece y se deforma. De quince años hacia acá, una inmigración considerable –aunada al caluroso clima y la nula topografía– ha presionado el crecimiento físico de su área urbanizada hasta alcanzar hoy una superficie tan vasta que podría alojar el triple de su población actual. Cuidado. Tenemos que mantener esa proporción urbana que nos permita a todos seguir viviendo en medio de sus frondas, cuya frescura aligera nuestras tibias tardes frente al anaranjado y lento poniente y nuestras noches húmedas en cualquier sitio amable –Santa Lucía, Mejorada, La Ermita–, en donde los néctares endulzan el aire que nos trae la brisa del mar.

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Crítica Literaria

OTRO DÍA DE LUZ

Selección y crítica

Fragmento del prólogo de Juan García Ponce al libro Otro día de luz.-

“…Ahí están, siempre colgantes de su poder de observación, y de transformación de esa observación en lenguaje, todas las minucias que van haciendo visibles los cambios de lo mismo, cuando se les ve a la luz de la inteligencia y el sentimiento unidos ya para siempre en este libro. En él se tiene –con tanta lucidez como amor– una visión comunicada hasta el punto en que todo está presente precisamente por los cambios mediante los cuales se nos entrega como un descubrimiento lo que forma la vida cotidiana de una ciudad convertida en protagonista tal como nos lo dice el autor….”

Algunas opiniones críticas acerca del propio libro:

“La riqueza de este libro –además de la información sobre las costumbres del tiempo y el clima- es que sus metáforas forman un prontuario de belleza por el gusto de vivir”.

Raúl Renán

“Con el poeta Carlos Pellicer parece compartir Carlos Peniche esa veneración a la sensualidad. Su escritura es fértil y ofrece un follaje tupido de imágenes seductoras. El fondo y la forma se entrelazan de manera tal que la escritura es, en sí misma, el paisaje descrito”.

Carmen Villoro

“Es un libro que tiene una exquisita virtud: la de la transparencia de la mirada que se revela en el saber poético. Desde que lo leí no he dejado de sentirme feliz como el niño que algún día fui”.

Javier Sicilia

“¿Cuál será el mérito del libro? Sin duda, el lenguaje, la intención poética, donde el narrador se vuelve un poeta de la prosa”.

Zulai Marcela Fuentes