Vicente Calero Quintana (1817-1853) fue un escritor, periodista y crítico literario. Nació y falleció en Mérida. Sobrino de Andrés Quintana Roo fue hombre de gran talento. De joven vivió en la Ciudad de México donde pretendió estudiar la carrera de medicina y después se dedicó a la literatura. Viajó por los Estados Unidos de América regresando a Mérida en 1839. Aquí desempeñó cargos públicos. Es fundador de los periódicos el “Registro Yucateco”, “El Mosaico” y el “Museo Yucateco”, este último órgano de la Academia de Ciencias y Literatura de la que también fue fundador. Puede considerársele, junto con don Pablo Moreno, como el iniciador de la crítica literaria en Yucatán así como el primer ensayista de la península. También escribió poesía e incursionó en la novela pero sin alcanzar los amplios méritos logrados como ensayista y crítico[1].
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TUTUL-XIU Y COCOM[2]
Los esforzados conquistadores que por una extraña muestra de amor a la gloria, a la religión y a las riquezas, se habían lanzado con un ardor inexplicable a la empresa de suyo tan rodeada de peligros, y tan expuesta a un lance adverso, si se considera el corto número de los que atacaban, y el muy considerable de los que se defendían; esos conquistadores, infantería y caballería, cuando pusieron el pie en las costas de esta Península, con una rodilla hincada sobre la movible arena, con sus armas inclinadas, y los ojos finos en el cielo, juraron morir por Dios y por su rey.
Todos saben que el Adelantado Montejo se encargó de la conquista y pacificación de Tabasco, y su hijo quedó hecho cargo de la de Yucatán. Así que en Campeche todo estuvo tranquilo, se determinó el que mandaba en jefe a dejar allí una pequeña guarnición, y venirse con los demás españoles a Tihó (T-hó) a fundar una ciudad. Viniéronse por tierra; y sin el menor tropiezo, después de haber atravesado por bosques espesísimos, llegaron por fin al sitio prefijado. Veamos cómo era entonces el lugar en que hoy está la ciudad de Mérida. Tihó era una de las poblaciones de más importancia y antigüedad, tenía un inmenso caserío de paja, sus calles ni anchas ni rectas eran de un piso muy desigual por las grandes masas de piedra que a pocas distancias se encontraban; pero lo que hizo notar su indisputable antigüedad, fue la circunstancia de hallarse fuera y dentro del mismo pueblo varios y elevados cerros, unos que servían de base a sus templos, otros a los palacios de sus nobles, otros destinados para ser sus sepulcros.
Cuando los españoles entraron en Tihó reinaba un silencio tal, que no parecía sino que todos sus habitantes se habían ocultado bajo la tierra, para no tener el oprobio de ser dominados por unos extranjeros; mas éstos, sospechando que pudiera ser que ocultos los observasen para darles el golpe más seguro, caminaban dispuestos a trabar la pelea tan luego como se presentase la ocasión. Abrían una casa y nada se encontraban en ella; subíanse a un cerro y ni a lo lejos se divisaba señal de viviente alguno, de modo que después de mucho ver y examinar, convencidos de que los indios habían huido, tomaron posesión de los cerros, así porque allí tenían mejores habitaciones, como porque estaban en mejor disposición de observar.
Cúpole al jefe de ese ejército, o mejor dicho, él escogió el más elevado de todos, que era el que ocupaba la parte occidental de la plaza mayor, y sobre él había no sólo un adoratorio, sino muchas habitaciones, que quizá servirían para sus ministros y sus sacerdotes. Cuando el hijo del Adelantado, que tenía, como su padre, el mismo nombre de Francisco, pensaba en que la inacción en que hacía varios días se encontraban, no les era muy favorable, pues que ellos necesitaban obrar con actividad, infundir terror, y con la ventaja de sus armas abrirse paso en medio de las más arduas dificultades, vino hacia él un mensajero indio, y le dijo que cómo le veía tan quieto y sosegado mientras iban a caer sobre él más enemigos que pelos tenía un cuero de venado. Francisco de Montejo, bien informado de la dirección que traían, determinó no esperarlos, y saliendo a batirse con ellos, manifestarles su valor, su resolución y sus ventajas. Así sucedió, los alcanza en Tixpéhual, los derrota y vuelve a Tihó con la seguridad del triunfo.
Las victorias de estas guerras entre los españoles y los indios, muchas veces no eran decisivas: se cogían algunos prisioneros, morían bastantes, y los más, huían a esconderse a los montes o a preparar nuevos ataques. Montejo, si es verdad que había dispersado a los cuarenta mil combatientes que se le presentaron, también es cierto que luego que conocieron la superioridad de armas de los españoles se escondieron en los montes, más tal vez por admiración que por cobardía. Dejemos estas consideraciones a un lado, y veamos cuál fue el acontecimiento que más influyó en la completa conquista de Yucatán.
El día 23 de enero de 1541, Montejo, con sus principales capitanes y compañeros, sobre el cerro que he dicho, percibieron a lo lejos gran multitud de indios, que entraban por el rumbo de Oriente, con la mayor actividad posible, a los que tienen al enemigo encima, se dispusieron a hacer en el sitio ventajoso en que se hallaban, toda la resistencia de que fueran capaces. Su sorpresa crecía de punto al ver que sin recelo, y con la mayor confianza, se iban metiendo los indios, y ya tenían sus armas de fuego listas a disparar, cuando percibieron como señales de paz, y se contuvieron, aunque Montejo no dejó de imaginar que aquello podía ser un ardid para arrollarlos más pronto y más de cerca. Pero no fue así: se iba acercando la gente: percibíase ya un hombre sentado en unas andas muy adornadas, con una corona de flores en la cabeza, conducido en hombros de otros indios, acompañado de una comitiva extensa, que atravesó todas las desiertas calles del pueblo, y llegó por fin al frente del cerro que ocupaban los conquistadores. Arrojó al suelo el arco y flechas, e hicieron lo mismo cuantos le seguían: entonces los españoles, bien conocida la intención de los que hacia ellos vinieron, los esperaron, dejando también sus armas en señal de paz y amistad. Bajóse el noble indio de las andas, y comenzó a subir por la escalera, y en pos de él sus nobles jefes, y los demás que formaban su lúcido acompañamiento, todos vestidos con ropa blanca como la nieve y tejida en el país, con adornos de pieles y plumas, y con apacibles semblantes. Sobresalía, sin embargo, el que vino en las andas ya dichas: era éste el Rey, era el noble Tutul Xiu, descendiente de la familia real de los toltecas. Cuando la dispersión de aquel imperio, sus primeros padres llegaron a Yucatán trayendo la lengua, y fundaron la gran ciudad que, con el nombre de Mayapán, existió rica y opulenta, doscientos sesenta años (véase “Los Mayas de Yucatán”, por el Obispo D. Crescencio Carrillo y Ancona. Vol. 21 de Editorial Yucatanense “Club del Libro”): Tutulxiu, hijo legítimo de esos reyes que si bien por discordias civiles vieron destruida y reducida a montones de piedra la ciudad de ese nombre, de que hoy apenas se ven ligeras señales entre los pueblos de Tecoh y Telchaquillo, Tutulxiu que no la conoció por que había ciento veintiún años que se había completamente demolido, era, a pesar de esto, la cabeza de un gran pueblo, el dueño de muchos vasallos y el más opulento señor de toda la tierra, pues cuando la ruina de Mayapán, sus padres fundaron en Maní la corte, y desde ella venía a hacer a Montejo una importante visita.
Reducíase ésta a que, reconocido el poder de los españoles, que con arreglo a las profecías de sus antepasados debían ser sus dominadores, se acercaba a prestar obediencia a su religión y a su rey todo el vasto dominio que le estaba sujeto. El gozo que esta especie esparció en el ánimo de Montejo y sus compañeros, no es fácil de explicar: vieron allanarse un camino de asperezas e inconvenientes, y concibieron las esperanzas de paz y de riquezas que este acontecimiento traería necesariamente consigo. El Rey de Maní fue recibido con los cumplimientos dignos de su posición, del interesante objeto que le animaba; y tan pronto como él manifestó deseos de presenciar una ceremonia religiosa, el padre Francisco Hernández, tomando una cruz en las manos, se arrodilló, rezó varias oraciones en que le acompañaban todos sus compatriotas, y después, empezando por Montejo, cada uno fue acercándose a besar la cruz de rodillas. Los indios imitaron todos los movimientos que vieron, y besaron la cruz también.
Tutulxiu estuvo con los españoles sesenta días, recibiendo muestras de aprecio y consideración, y él, por su parte, descubriendo igualmente sus deseos. Trajo porción de pavos, maíz y otras varias aves y animales para alimento de los conquistadores, y diariamente de Maní y de los otros puntos, cuyos caciques también estaban acá, llevaban repuestos considerables de víveres. Cuando se despidió Tutulxiu para regresar con toda su comitiva de nobles jefes y caciques, Montejo y los principales salieron a acompañarlos hasta muy lejos de Tihó. En prueba de la sinceridad de sus promesas les dejó indios para que les sirviesen: ofreció más el Rey de Maní: enviar comisionados a los otros reyes para que imitasen su determinación.
Tan pronto como llegó a su corte, nombró trece nobles señores que se dirigieran inmediatamente a Sotuta a ver a Nachi-Cocom, conferenciar con él, comunicarle la resolución de Tutulxiu, e invitarlo a hacer otro tanto. Partieron, pues, los encargados de tan delicada comisión, y fueron bien recibidos por Cocom, quien informado del motivo de su viaje, les suplicó que se aguardasen una semana, mientras daba aviso a sus inmediatos caciques de que viniesen a resolver sobre negocio tan grave, y cuya respuesta debía pensarse mucho por las consecuencias que de ella pudiesen resultar. Luego que todos estuvieron juntos, se encaminaron a un sitio en donde un árbol antiquísimo de zapote daba su sombra, y era el lugar de sus determinaciones más solemnes. Allí se trató de las miras de la comisión, allí se alzó la voz contra ella, y sin reparar a lo sagrado de esta clase de embajadas, sin atender a la indefensa situación de los de Maní, resolvieron degollar a doce de ellos, y al último sacarle los ojos y ponerlo en el campo de los suyos para que, encontrado allí, diese razón del hecho. Tal fue la terrible determinación que Cocom, de carácter áspero y vengativo, inspiró a aquella junta cuyos fallos eran inapelables: así fue que inmediatamente cayeron por tierra las infelices cabezas de los embajadores. A Ah-Kin-Chi le sacaron los ojos y le llevaron a las inmediaciones de Maní, en donde, dando repetidos gritos, fue al fin oído, y conducido a la presencia de Tutulxiu, hizo presente el horroroso suceso.
¿Cuál de estos personajes obraba con más prudencia y cordura? no es difícil de conocer ahora que el tiempo transcurrido permite juzgar con imparcialidad. Tutulxiu se rendía a una necesidad que nacía de la ventajosa fuerza de las armas con que contaban los contrarios. Cocom, alucinado con el número, pensaba resistir. El Rey de Maní, sujetándose a los españoles, aseguraba la paz y la vida de sus súbditos. El Rey de Sotuta, violando los principios de amistad, de respeto, de consideración, que merecen los embajadores, se atraía sobre sí, no sólo el odio de los de Maní y sus dependencias, sino de sus amigos y aliados, los españoles. Y no le costó poco la horrorosa demostración de su crueldad, pues llegada la noticia a Montejo, se puso en marcha para Sotuta, y pronto Cocom y sus piadosos consejeros quedaron curados de espanto, el dominio de la casa y familia destruido, y los pocos que se salvaron de la tremenda refriega que les dieron los españoles y todos los vasallos de Tutulxiu unidos, mordieron en el monte su rabia y su impotencia.
Tutulxiu, uniéndose a los conquistadores, y Cocom, manifestando la barbaridad de su carácter, son los dos hombres que aparecen por opuestos puntos en la conquista de Yucatán. Cocom, con su crueldad, precipitó a Tutulxiu a que, sin respeto alguno, formase su gran ejército y, entregado a los españoles, volase con ellos a destruirlo. Cocom huyó miserablemente y murió entre la vergüenza de una derrota, mientras Tutulxiu, sin más culpa que la de haberse entregado a la imperiosa necesidad, tenía a su favor la circunstancia de haber dado a sus súbditos la tranquilidad, la paz, la religión con todos sus bienes, con todos sus consuelos y con todas sus halagüeñas y sublimes esperanzas.
Mérida, Julio 8 de 1845.
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AGRAVIO Y VENGANZA[3]
(fragmentos)
I
Antes de que se levantase la puerta que se halla junto a la torre izquierda de la Catedral, y que no tiene más tiempo que el que nos indica la fecha grabada en una de sus piedras, aquello no era más que un callejón (este “callejón” existió hasta 1915, año en que desapareció para dar lugar al actual “Pasaje de la Revolución) y se salía a él por tres distintas direcciones; la iglesia, la sacristía y el Palacio Episcopal. Estas tres puertas tenían, sin embargo, no sólo llaves seguras, sino que también estaban depositadas en manos muy respetables. Guardaba la de la iglesia un canónigo, la de la sacristía uno de los señores curas y la del Palacio el mismo señor Obispo; de modo que, al toque de QUEDA, si la ciudad se sumergía en un silencio verdaderamente profundo, se puede asegurar que el sitio a que me refiero, colocado en el centro mismo de toda la población, era el más lúgubre, el más solitario, el más obscuro, y en el que no se atrevían a penetrar muchas gentes pusilánimes de entonces. Aquel era un lugar que las tradiciones y cuentos escuchados desde la niñez, habían hecho espantoso. Véngase el lector conmigo a descorrer el velo que oculta nuestra historia de ahora doscientos cinco años, y verá lo que pasaba en la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Mérida.
Una de las noches más lóbregas y lloviznosas del mes de Noviembre de 1639, un hombre misteriosamente embozado se pasea al toque de las once y media por la callejuela mencionada, y de cuando en cuando acecha por el agujero de la llave de la puerta que conduce a la sacristía: se oyen tres cuartos, las doce y media y por su inquietud y sus repetidas ojeadas a la tal puerta, cualquiera que lo observase conocería su extraordinario desasosiego; pero por fin cerca de la una se abre, aparece otro embozado como él, están hablando en secreto hasta las dos de la mañana, y poco después se separan diciéndose: “De aquí a un mes, en este lugar, a esta hora”. Dejemos a estos ocultos personajes obrar con el mayor sigilo mientras yo paso a describir, como pueda, el cuadro de las escenas en que sus planes han de figurar con grande importancia.
II
Desde el año de 1636, había tomado posesión del Gobierno de esta Provincia el Marqués de Santo Floro. Amagado Yucatán con bastante frecuencia por los piratas, aún él, cuando vino, estuvo en riesgo de caer en manos de Diego el Mulato y si pudo escaparse con su familia, no por eso dejaron de llevarle su equipaje. Con motivo de este inminente peligro en que se encontraba el país, y de las repetidas representaciones elevadas ante S. M. para que se pusiesen los medios para evitar los grandes daños que tales enemigos ocasionaban, se dispuso en la Corte un arreglo de contribuciones, que no tenía otra mira que la de formar y sostener una armada. Mas estos recursos, si bien necesarios, y quizá entonces indispensables, no dejaron contentos ni a los indios, ni a los encomenderos, ni al Cabildo secular de la capital. La orden de llevar a efecto el abono de las contribuciones referidas, fue la semilla de la discordia sembrada entre las relaciones del Marqués y el Cabildo de Mérida.
En esta época trabóse también una ruidosa querella entre el Obispo Ocón y los franciscanos, sobre el pago de ciertas cuotas que exigían en efectos a los indios y con lo que se hacía un comercio muy lucrativo. El prelado quiso cortar de raíz este mal, el poder de los frailes se le opuso, el Gobernador se unió a ellos, y el asunto tomaba un carácter demasiado serio.
Tal era, pues, el estado político de Yucatán en este tiempo, situación, por cierto, bien crítica, y que apenas queda mal bosquejada en estas líneas, que son, sin embargo, precisas para exponer con más claridad los sucesos históricos de que voy a ocuparme.
Don Francisco Azcoitia, Teniente- General y muy adicto, por supuesto, a la persona del Marqués, era un hombre de treinta y cinco años, de carácter amable, robusto, de bella presencia y siempre acicalado. Con tan sobresalientes dotes, no hay que poner en duda que este noble caballero sería el objeto de todas las esperanzas de las mujeres que quisieran conseguir un buen partido, y aun la virtuosa Marquesa, Da. Jerónima de Laso y Castilla, le instaba varias ocasiones para que contrajese matrimonio con alguna de las muchas hermosas jóvenes que lucían el fresco abril de su edad en las funciones solemnes de las iglesias, en la jura del rey, en el día de su cumpleaños, o en otras festividades por este estilo, y que con gran pompa y regocijo se celebraban. Azcoitia, al escuchar los sabios y prudentes consejos de la Marquesa, le respondía comúnmente con las palabras más dulces y la elegancia más persuasiva, asegurándole que no pensaba en otra cosa que en la pronta ejecución del pensamiento propuesto. Pero ¡ay! la recomendable Da. Jerónima, modelo de candor y de bondad, ignoraba el estado del corazón de Azcoitia. Reuniendo a todas sus perfecciones físicas un alma de fuego, herida está con impresiones ardientes e indelebles, la quietud perdida de Don Francisco no tenía más alivio que el de gozar la apacible luz de los negros ojos que le habían inspirado la loca pasión que le abrasaba.
Don Hernando de Castro, vecino de Mérida y uno de los miembros más distinguidos de su cabildo, es visto por todos con distinción y aprecio por sus buenas partes, por sus relaciones de familia, por su mediana riqueza, y por ser uno de los de más prestigio entre sus compañeros. Está casado hace algunos años con Doña María de Arriola, señora muy principal y sobre todo, muy bella. La educación esmerada que había recibido, la fortuna que sus padres le proporcionaron con un enlace ventajoso, la colocaban en una posición en que nadie se atrevía a fijar en ella la vista, sino para tratarla con el más sincero respeto, y a la verdad, sea dicho de paso, la circunspección y cordura de Da. María no exigían otra cosa. Ya se sabe que a la voz de los gobernadores y de los tenientes generales que eran los primeros empleos del país, las puertas de todas las casas de Mérida se abrían para recibirlos y obsequiarlos. El Marqués de Santo Floro y su Teniente Azcoitia, obtuvieron pues, fácil entrada en la casa de Don Hernando de Castro.
Hay una circunstancia que no debe dejarse en silencio, y es la de que, cuando los padres de Da. María se resolvieron a casarla, ella manifestó que a pesar de que conocía las apreciables dotes del novio se veía en la necesidad de confesar que no le amaba, pero que obedecería sin disgusto la voluntad de sus padres, y procuraría llenar honradamente los altos deberes de esposa y de madre. Da. María no ama a D. Hernando, ni a ninguno otro: ¡feliz, no había sentido el desasosiego de la mayor de las pasiones, y más feliz si nunca le hubiera llegado la vez de encontrarse envuelta en su inesperado desarrollo!
Un infausto destino le tenía preparada la peligrosa ocasión en que su propósito de virtud no acertaría a sostenerse, y vacilante al principio, y ciega después, se arrastraría, sin tener fuerzas propias para estorbarlo, entre los infames placeres que iría a buscar en los brazos del amante que fuera el ídolo de sus ilusiones. Jamás la honrada esposa de D. Hernando se figuró que alguna vez se encontraría en el cráter de un volcán, y que no siéndole posible retroceder, se arrojase a su seno para sepultarse entre sus llamas. Pero así fue: la hora en que se presenta en su casa D. Francisco de Azcoitia, es en la que pierde su tranquilidad, se ve pálido el color de sus mejillas, y son balbucientes sus palabras. El Marqués, ante quien pasa esta muda pero significativa escena, no deja de advertir la impresión que su Teniente General ha hecho en el ánimo de la más linda de las mujeres de Mérida. Bien que consideraba la hermosura de los dos, se podía decir que había nacido el uno para la otra. Si de pronto, un movimiento de sorpresa hizo latir más apresurado el corazón de Don Francisco, luego que en la noche de ese día memorable se recogió a su dormitorio y se introdujo, permítaseme decirlo así, dentro de su mismo pecho, conoció que la imagen de Da. María estaba grabada allí y que no tenía más voluntad que la única necesaria para recordar el encanto de sus gracias. Se podía afirmar que, abismado en ese sólo pensamiento, se regocijaba con él, porque percibía la esperanza de ser amado. Y no era una quimérica y mentida esperanza: la esposa de Castro soñaba como él, y suspiraba sorprendida por iguales pensamientos y deseos.
Natural era que ambos procurasen estrechar unas relaciones con las que les brindaba su posición, y a la que les arrastraba su maligna fortuna. No pasó mucho tiempo sin que el Teniente General hiciese una franca, ingenua y viva pintura de sus ardientes afectos, que inmediatamente, como había creído, encontraron en el alma de Da. María el eco más grato, más apasionado y profundo que pudiera imaginarse. Dejémoslos por ahora, en su criminal correspondencia, y permita el indulgente lector que le traiga a ver y examinar los acontecimientos que pienso describirle.
IV
A la hora fijada, el encubierto que aguarda, no acecha como antes al agujero de la puerta consabida: está parado en la misma entrada del callejón, hasta que se acerca a él otro que por su vestido y las armas que lleva se conoce que es un oficial de guardias. A poco rato de conversación, el oficial se marcha, y antes de media hora, vuelve conduciendo a otro embozado. Este, que ha terciado en el asunto, sabe quiénes son estos ocultos personajes: preciso es que los conozca también el lector: Don Hernando de Castro, el uno, y Don Alonso de la Cerda, el otro. Del Cabildo, ambos, y valientes sostenedores de sus privilegios, traman hace mucho tiempo el modo de deshacerse del Marqués. Y cuidado que Don Hernando ignora lo que le pasa con el Teniente General. No ha venido de la Cerda por la puerta cuya llave obtuvo para la conferencia anterior, en consideración a la amistad y parentesco que tiene con uno de los señores curas de la Catedral, porque ya sabemos que lo tiene preso una orden de Santo Floro: esta orden, sin embargo, fue burlada, y él se halla en la calle con el mismo encargado de su custodia.
Impuso Cerda a D. Hernando de un billete que su esposa le había escrito, y en que le decía que todos sus compañeros de Cabildo habían quedado en reunirse secretamente en su casa la noche siguiente, con el objeto de determinar lo que debía hacerse para impedir los avances del Capitán General, que valiéndose de la fuerza quería cometer las tropellas más escandalosas: le impuso de los pasos que podían darse para lograr un buen golpe, le impuso de las contestaciones favorables que había recibido de México, le impuso, en fin, de todo cuanto fue necesario para que la opinión de ninguno de ellos vacilase, y le añadió, por último: “Yo quisiera asistir mañana a la tal junta, pero hay quien sospeche y vigile si entro en mi casa: lo mejor es que nadie vaya por la puerta principal: temprano ve a mi mujer, y dile que introduzca a todos por la entrada secreta”. Bueno será dejar en sus laudables trabajos a estos enemigos del Gobernador, para ver qué es lo que sucede con Da. María de Arriola.
V
Mujer para quien no tiene nada oculto su candoroso marido, sabe todo lo que pasa respecto a los planes que el Cabildo quiere llevar al cabo, y aun queda informada de la oculta reunión que van a celebrar. Apasionada, como lo está, de Azcoitia, no tiene más pensamiento que su amor, vehemente, inquieto, desesperado, y que, ya una vez alucinada y hollando sus deberes, los turbulentos deseos en que abunda no reconocen límites ni freno. Ella aprovechará la noche en que su esposo salga para la junta, y el teniente tendrá buen cuidado de no faltar a tan agradable cita. Llega la hora de irse Don Hernando, y el Teniente General, que espía su salida, se introduce inmediatamente en el gabinete de su esposa.
Dejemos solos a los enamorados, para ver lo que se trata en la sala de la casa de Cerda, en donde ya tenemos juntos a los miembros del ilustre Cabildo.
Tan notorias como eran las causas que obraban en contra del Marqués, y tan poderosos los motivos que se alegaron para separarlo cuanto antes del Gobierno, no hubo uno que contradijese y hablase una sola palabra en su favor. Unánimes, pues, acordaron prenderlo en la madrugada de esa propia noche, y que se hiciese cargo interinamente de su autoridad Don Juan de Salazar y Montejo, descendiente del célebre conquistador, dar cuenta al virreinato, remitirlo allí para ser juzgado y contestar los terribles cargos que saltaban a la vista y se probaban con su manejo tortuoso y punible. Como nadie contradijo, la sesión no se prolongó, como se había creído, y todos se separaron para reunirse a las cuatro de la mañana en el salón destinado a las deliberaciones del Cabildo.
Don Hernando toca la puerta de su casa cuando el amante y su mujer no le esperan, y aquel no tiene otro recurso que el de ocultarse bajo la cama del confiado marido. Entra éste muy ajeno de creer que lo escuchase persona tan inmediata al Marqués. “Yo pensé –dice a Da. María- que estuviésemos toda la noche en disponer el modo de acabar con este tirano, pero ya estaba masticado todo: el perverso Gobernador entiende que no estamos hechos aquí a comer marquesotes: mañana a las diez le verás con sus calcetas vizcaínas, y así estará hasta que se le haga la sumaria y vaya con ellas a México”. Don Francisco de Azcoitia, el que en honor de la verdad debe decirse que nada sospechaba de este asunto, acerca del cual Da. María no le había hecho una sola indicación, se informó con sorpresa del escandaloso suceso que se preparaba. Luego que Don Hernando se hubo dormido, y la esposa infiel pudo sacar a su amante, inútil parece indicar que le encargó el secreto, con las más afectuosas súplicas, acerca de lo que había escuchado. El se lo ofreció cariñosamente, pero sin mucho ánimo de cumplir esta promesa.
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Crítica Literaria
Calero Quintana no fue un poeta de primera magnitud. Como mejor hizo brillar su talento fue en el cultivo de la prosa, y aun en ello puede decirse que recibió luz prestada de la mayor lumbrera que tuvo Yucatán a mitad del siglo XIX en el campo de la historia, de la novela y del periodismo: Justo Sierra O’Reilly (…) En verso, su labor fue escasa y está dispersa en el Registro Yucateco. Lo mediocre de su inspiración, que se nota forzada, como si hubiese escrito versos sólo por seguir una moda reinante, ha hecho que sus poemas se olviden, resaltando el hecho evidente de su tendencia imitativa de la forma anglosajona de Espronceda, que tuvo sus fuentes en Lord Byron, pero que supo engrandecerlas (Enciclopedia Yucatanense, Segunda Edición. Tomo V. Gobierno de Yucatán. México, 1977. Pp. 384-385).
[1] Diccionario de escritores de Yucatán. Peniche Barrera, Roldán y Gaspar Gómez Chacón. Compañía Editorial de la Península, S.A de C.V. México, 2003. Pp. 41-42.
[2] Leyendas y tradiciones yucatecas. Selección de Gabriel Antonio Menéndez. Volumen 5. Distribuidora de Libros Yucatecos. Mérida, Yucatán, México, 1970. Pp. 95- 101.
[3] Leyendas y tradiciones yucatecas. Selección de Gabriel Antonio Menéndez. Volumen 5. Distribuidora de Libros Yucatecos. Mérida, Yucatán, México, 1970. Pp. 57-66.