Carrillo y Ancona, Crescencio

(1837- 1897) Obispo, historiador y escritor. Nació en Izamal y falleció en Mérida. En esta ciudad obtuvo el título de bachiller en filosofía en el Seminario Conciliar de San Ildefonso, consagrándose como sacerdote en 1860. Al año siguiente fundó la primera cátedra de literatura abierta en el Seminario. Se distinguió por la defensa que hizo de Isla Arenas ante una nación extranjera (1866). Estuvo desterrado en 1869. Después de ocupar varios cargos fue nombrado obispo titular de Lero por el Papa León III, con sucesión para Yucatán en 1884. Gobernó su diócesis de 1887 hasta su muerte. Erigió la Universidad Católica de Mérida; restauró el extinto Seminario Conciliar y fundó el Colegio Católico. Fue coleccionista de objetos relacionados con la civilización maya y con estos elementos creó el “Museo Yucateco”, del que fue también su primer director. Colaboró con ensayos literarios que aparecieron en diversas publicaciones, incluyendo “El Repertorio Pintoresco”; del que era director, destacando entre ellos su “Ensayo histórico sobre la literatura en Yucatán”. Entre sus libros figuran la novela “Historia de Welina”, “Historia antigua de Yucatán”, “El Obispado de Yucatán”, en dos volúmenes que reúnen las biografías publicadas en entregas por “La Guirnalda” y varias revistas más (1892); “Cronología antigua yucateca o Exposición sencilla del método para contar y computar el tiempo”; “Diccionario de la lengua maya” (1886); y “El Códice Pérez” en lengua maya (1886); “La raza indígena de Yucatán” (1865); “Petén Itzá, derechos de Yucatán y México” (1874), “Disertación sobre la historia de la lengua maya” (1878) y “24 cartas pastorales” (1889- 1896); entre otras. Perteneció a muchas sociedades científicas, entre ellas: American Ethnological Society de Nueva York; Liceo de Mérida; Societé Americaine de France y la American Philosophical Society de Filadelfia[1].

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Selección de Historia de Welinna y otras leyendas[2]

PRIMERA PARTE

I.- Cómo la conquista española impidió el matrimonio de los jóvenes indios Welinna y Yiban

Erase allá a principios del año de 1541 y la península de Yucatán pasaba por una crisis social, enteramente extraordinaria y desconocida en su historia. Nueva religión, nuevas costumbres, nuevos hombres, nuevas armas de guerra, terribles y funestas invasiones, en una palabra, la acción de la conquista europea sobre la tierra y la raza americana he aquí lo que, con más pujanza que unos cuantos años atrás, se presentaba por aquel tiempo sobre los indios yucatecos o mayas. Los cacicazgos del sur y de las cosas del poniente y norte habían agotado todas sus fuerzas y todos sus recursos en largos años de resistencia, y desmayados por último, huían o doblegaban la cerviz bajo la planta del orgulloso conquistador, o bien como el rey Tutul Xiu, resignábase a una prudente capitulación, siquiera supiesen que aquel era el comienzo de la esclavitud temida. No así en el interior de la península, que desde Izamal hasta los remotos confines, escuchábase el sordo rumor de un pueblo fiero y libre, como libres eran los vientos y las aves de sus vírgenes y dilatadas florestas.

Tales eran las circunstancias del país, cuando cierto día de enero, una joven india, hija de un rico y noble cacique difunto ya, la cual apenas contaba tres lustros de edad, y conocida con el bello nombre de Welinna, hallábase en un lugar poco distante de la regia ciudad de Maní, corte de Tutul Xiu, en el extenso patio de una casa de campo, bajo la sombra amiga de un bosque de altos y frondosos álamos. Acababa de salir de los líquidos cristales de un baño en la deliciosa fuente de un cenote, y ungíase con un perfume de liquidámbar de color de rosa. Sus abundantes, negros y largos cabellos ondeaban en dos particiones sobre sus espaldas, cubiertas de una undosa manta blanquísima y fina, realzada con primorosos bordados de matizadas plumas y con la cual estaba con graciosa negligencia sencillamente vestida. El color de su tez, más bien que blanco, era ligeramente trigueño-rojo, y sus facciones eran notablemente simétricas y hermosas. De la ternilla de su nariz colgaba una piedra de ámbar, y de sus orejas zarcillos de oro con adornos de preciosas perlas, brillando además en el nacimiento de sus piernas y en sus torneados brazos adornos del mismo metal. Al través de los pliegues y aberturas de su ligero vestido, se la veía desde la cintura hasta el cuello graciosamente labrada de exquisitas labores, a excepción de los pechos, que nunca acostumbraron labrar las indias yucatecas, con esos caprichosos dibujos sobre la misma epidermis que tan de moda estuvieron en los dos sexos.

Mas era de notar que a la noble y graciosa fisonomía de aquella angelical criatura, no acompañaba el radiante placer de la juventud y, antes bien, deslizábanse de cuando en cuando de sus negros y rasgados ojos gruesas lágrimas que corriendo sobre sus frescas y redondas mejillas expresaban la honda pena de su tierno corazón. Sentada sobre las raíces salientes de un corpulento álamo, junto a la gruta del bello cenote de que acababa de salir, peinaba y trenzaba sus cabellos; y hablando consigo misma decía:

-¡Oh, justos dioses, cuán desgraciada os habéis dignado hacerme! Mi padre ha muerto en una de las batallas con que el rey se sostiene contra esas guerras terribles que nos hacen los hombres de Castelan (Castilla). ¿Si también habrá perecido mi Yiban, el esposo que me ha sido arrebatado ahora quince soles en la víspera misma del ansiado día de nuestras bodas…?

No bien había acabado Welinna de pronunciar estas palabras, cuando percibió a lo lejos un joven que venía alegremente silbando, como quien imita las naturales y variadas notas que gorjea el ruiseñor de la selva. La doncella conoció el aspecto de su amante, y apesgóse el corazón que palpitaba con violencia bajo el pecho, como queriendo salir al encuentro del esperado mancebo. Este llegó por fin y…

-¡Yiban! –exclamó alborozada la joven india extendiéndole las manos-, después de quince soles que han sido para mí harto lúgubres y tristes, vengo por fin a tener el consuelo de verte!

-Y de saber que pronto nos hemos de volver a ver y unir en dulce himeneo para no separarnos más-, le contestó Yiban comprimiendo dulcemente contra su seno las blandas manos que ella le había alargado.

-Eso quiere decir que ahora mismo te vuelves a ausentar, amigo mío.

-Sí, luz de mis ojos; porque has de saber que los castellanos han asentado sus reales en el centro mismo de T- Hó (Mérida) y Tutul Xiu, nuestro rey, ha acordado dejar la guerra, buscar la amistad de los blancos y confederarse con ellos para pacificar toda la Península, de modo que adunados con ellos a manera de aliados y amigos, no nos consideren y traten como a sus esclavos. Esta política, Welinna, ha parecido necesaria por ser la única prudente en tan críticas circunstancias, puesto que el triunfo de los extranjeros es ya de todo punto inevitable. Y a más de esto, el rey quiere hacer un serio estudio de la religión de esos hombres extraños, por no sé qué dudas engendradas en su espíritu por la atenta lectura de los libros proféticos de Chilam Balam.

-Según eso –contesto afligida Welinna- la paz se arreglará por nuestra parte; pero la guerra continuará con las provincias del interior. Y Tutul Xiu, como aliado, quedará sujeto con sus guerreros a las órdenes del caudillo blanco, quien los enviará a la lucha. Tú, pues, partirás, ¡partirás, Yiban! Y -¡ay de mí!- los justos dioses saben si he de volver a verte.

Cuando la joven dijo estas últimas frases, las lágrimas habían saltado de sus hermosos y negros ojos; retorcía entre sus manos sus sueltos cabellos y lleno su amante de ternura enjugaba las que tenía por líquidas perlas cayendo hasta el suelo; y consolándola la decía:

-Los dioses inmortales se apiadarán de nuestras cuitas, y bien pronto, Welinna, nuestro interrumpido himeneo se llevará a cabo, y viviremos felices y tranquilos a la protección de nuestros Penates. Si nuestro mutuo amor es el elemento de nuestras almas, si yo vivo para ti y tú para mí ¿cómo en la ausencia la esperanza no ha de darnos alientos suficientes para estar preparados a la próxima felicidad? Pero los deberes del honor –añadió el noble joven-, me llaman en pos de los del amor. Corazón mío, Welinna de mi alma, forzoso es que nos separemos; me ausento yo… Esta noche, debo partir en compañía del rey que, como te he dicho, va a conferenciar con los hombres de Castelan, en cuya compañía estaremos algunas semanas.

Los dos amantes se separaron, entrando Welinna en una habitación cercana en que estaba su anciana madre la noble Ixná, recientemente viuda, y dirigiéndose Yiban al palacio de Tutul Xiu para prepararse a emprender viaje al campamento de los españoles.

II. El joven indio en el campamento español

En el mismo lugar en que hoy vemos la plaza mayor de Mérida hallábase en el año de la conquista (1541), un gran cerro o cuyo en que el ejército conquistador asentó sus reales, resuelto a no abandonarlo hasta haber fundado la ciudad de Mérida en torno del cerro, tomando del mismo las piedras necesarias para la fábrica de las casas, de modo que llegándose a bajar y allanar completamente, viniese a formar la plaza central de la nueva ciudad, tal cual hoy la vemos.

Erase, pues, el 23 de enero de aquel año, cuando los españoles, después de las acciones de Tixpeual y Tixkokob, hallándose tranquilamente acampados en la altura que se ha dicho, percibieron que se les acercaba una multitud de indios en ademán grave y tranquilo, e inciertos de lo que aquello podía significar, preparáronse como para un combate, reforzando todos los puntos de peligro; mientras tanto, los indios, sin curarse de nada, iban aproximándose hasta las faldas mismas del cerro. Era Tutul Xiu, rey de Maní, que venía con su comitiva a entrar en tratados con los blancos, y toda aquella multitud era compuesta de los magnates de su corte, sacerdotes, batabes o caciques, ministros y capitanes, que precedidos de tres oficiales del Estado con largas varas en las manos, venían acompañando el regio palanquín de pintada y bruñida madera, que sobre los hombros de cuatro nobles se sostenía, llevando encima un dosel de vistoso plumaje, en que estaba como engastado el coronado indio. Detuviéronse al llegar, y Tul Xiu bajóse del dosel apoyándose en los brazos de dos caciques. Sería entonces como de cuarenta años, y su presencia era agradablemente majestuosa y noble. El color de su tez ligeramente cobrizo, la barba escasa y sus cabellos negros y lacios. Estaba coronado con un penacho de altas y hermosas plumas, y vestía una ancha capa cuadrada, tejida del más fino y blanco algodón, bordada de primoroso mosaico, y apenas pendiente de su cuello por un nudo sujeto en un anillo de oro. Llevaba sandalias en los pies, brazaletes de oro en los desnudos brazos y piernas, zarcillos del mismo metal en las orejas y en la ternilla de la nariz y, por último desde la cintura hasta los muslos cubríase con un limpio ceñidor, cuyos dos extremos bordados con igual primor que la tilma o capa, caían uno por delante, y otro por detrás; mientras que en la parte superior ofrecíase a la vista el ancho pecho cubierto de dibujos simbólicos grabados en la piel. Llevaba además pendiente sobre la espalda un carcaj lleno de flechas, cuyos extremos sesgados con gracia asomaban hasta la altura de la cabeza; un arco en la diestra y, colgado del cinto, una daga o puñal de brillante obsidiana y una espada de pedernales cortantes. Aproximóse al pie del cerro y, arrojando en tierra sus flechas y su arco, juntó y levantó las manos como significando que venía de paz. Al mismo tiempo todos los indios de la comitiva arrojaron a su vez sus armas y, encorvándose tocaron la tierra con los dedos, que llevaron a los labios al enderezarse. Hecho esto, empezaron a trepar por la falda del cerro, y entonces el caudillo español don Francisco de Montejo, que observando estaba toda aquella ceremonia, viendo que aquel era un personaje de alta distinción y que venía de paz, alegróse en gran manera y salióle al encuentro. Al juntarse hiciéronse una mutua inclinación y el general español, con semblante afable y obsequioso, tomó al rey indio de la mano y, condújole hasta su estancia, en unos aposentos construidos junto al adoratorio principal de que era base el cerro. Mediaron los mismos cumplidos entre los otros españoles y demás magnates mayas, y después de haberse hecho mutuos presentes, Tutul Xiu declaró su voluntad de permanecer con los castellanos por espacio de algunas semanas y, arreglar un tratado de amistad y de alianza. Declaró en fin, que él casi se sentía con inspiraciones de ser cristiano, en virtud de ciertos pronósticos y augurios de los Oráculos, y que por lo mismo deseaba conocer su religión y ver por de pronto algunas de sus prácticas. Con tal motivo, hízose en aquel mismo día una solemnísima adoración de la Santa Cruz, y atento Xiu iba imitando cuanto hacían los cristianos, hasta llegar arrodillado a besar con grandes muestras de satisfacción y alegría el estandarte de la religión del Crucificado.

No nos detendremos ahora en referir los pormenores de las varias conferencias que el monarca yucateco tuvo con el general extranjero; bastando decir que en sesenta días que en su compañía se halló, se hizo su íntimo amigo, y creyó conveniente sujetarse a los proyectos de la conquista española, después de haberla resistido heroicamente por veinticuatro años, a contar desde 1518, en que se verificó el descubrimiento y en que comenzó aquella guerra que parecía no tener fin.

Hemos dicho que una comitiva de distinguidos personajes acompañaba a Tutul Xiu en esta visita, y ya el lector habrá comprendido, por lo que dijimos en el primer capítulo, que Yiban estaba en ella. En efecto, este joven indio se distinguía entre los nobles de su nación no sólo por su gentil presencia y mirada viva e insinuante, sino también por su moderación y por sus maneras, que al punto indicaban un hombre de recomendables prendas. Mucho llamaron la atención del joven Yiban las prácticas del culto cristiano y, sobre todo, cuando se celebraba el augusto sacrificio de la misa ante un crucifijo y una bellísima estatua de la virgen María, casi se sentía obligado a encomendar su querida Welinna a la protección de aquella virgen del culto extranjero. El capellán del pequeño ejército conquistador era el padre Francisco Hernández clérigo secular cuya amistad especialmente procuró Yiban cultivar. En pocas semanas estos nuevos amigos casi ya se comprendían sin mayor dificultad, hablando como idioma de su amistad, un lenguaje compuesto a un tiempo de voces castellanas y mayas. El padre Hernández encontraba en su joven amigo talento, formalidad, discreción y sinceridad; y aunque no fuese un elocuente misionero sino un capellán de tropa, afanábase sin embargo con ardiente celo por conquistar a la fe un alama en que encontraba las más felices disposiciones.

Una noche, sentados los dos a la clara luz de una hermosa y trasparente luna, sobre un banco de piedra calcárea a las faldas del cerro, en frente de las majestuosas ruinas de los edificios de T- Hó, edificios que traían a la memoria de los castellanos los de Mérida de España, lo que motivó que dieran este nombre a la ciudad india. Yiban habló así al sacerdote español:

-Mucho he conocido tu empeño, oh capellán, en que yo deje mis creencias abrazando las tuyas. Acaso llegue un día en que tal cosa haga; porque has de saber que mi padre, que era un adivino y un sabio, me enseñó que adorase sólo en público a nuestros dioses para no causar escándalo a la multitud, pero que en privado sólo eleve mis preces a un Dios desconocido, creador del cielo y de la tierra. Tú ahora me has hablado mucho de este Dios único, y puedo asegurarte que a mi padre le oí algunos rasgos de los grandes misterios que ahora me revelas.

-Entonces, amigo mío –contesto el capellán-, ¿qué te detiene? ¿Por qué no has de abrazar la verdad que tan de bulto se te pone ante los ojos?

-Tengo –contesto Yiban-, un poderoso motivo: has de saber que en el número de nuestros dioses hay uno, Ah kin xoc, que se titula del amor; y como yo amo a la preciosa Welinna, temo en gran manera las consecuencias de la indignación de este dios si claudico de mis antiguas creencias.

-¡Qué –exclamó el padre Hernández-, y porque oyes que los cristianos no reconocemos más que un Dios solo, crees que son superiores a nuestra teología divina las teogonías de los que admiten multitud de dioses! Sábete, amigo mío, que la verdad es una y Dios también uno. El Dios a quien yo adoro es y ha sido siempre tu Dios aun cuando jamás le reconocieras. Sábete que tus dioses no son ni han podido ser nunca más que mentidas deidades, que no tienen poder para dañarte ni para hacerte favores: harto lo sabes ya y sólo la fuerza de tus antiguas preocupaciones, y el fuego ardiente de un amor de que te has dejado arrebatar, que calcina tu corazón y ciega tu inteligencia, es lo que te ha podido endurecer en tal grado que resistes una verdad que palpas. Pero la verdad triunfará de ti con tu buen sentido, arrancándote ya un pronto y rendido asentimiento. Dices que amas, y que tienes por lo mismo una particular devoción al dios del amor cuyo culto temes dejar. ¡Ay, hijo mío, si supieras que el Dios verdadero es el Dios infinito y poderoso; que autor como es de este corazón humano que nosotros mismos no comprendemos por más que le sintamos palpitar bajo nuestro pecho, él sólo es quien puede satisfacerte dándole quietud y descanso; si esto supieras, digo, ese amor que ahora te detiene, ese mismo amor, Yiban, te habría hecho empaparte en los misterios del cristianismo, y purificarías tu amor en el seno del verdadero Dios del amor, Dios de la caridad, avergonzándote de haber rendido tus homenajes al mentido dios de un amor degenerado y corrompido! En una palabra, entonces sería cuando empezases a gozar de las dulcísimas emociones de un amor casto y puro, consagrado en Dios a una criatura, que él mismo te habría dado santificando tu unión con ella.

Dicho esto, el capellán pasó a referirle, o más bien a repetirle por tercera o cuarta ocasión con elocuente sencillez, la creación del primer hombre y de la primera mujer, el lazo del matrimonio con que el mismo Dios los unió, su caída y la promesa de un Redentor, y el cumplimiento de esta promesa, viniendo el Hijo de Dios a redimir al humano linaje, instituyendo la Iglesia, y en ella los sacramentos en cuyo número elevó el matrimonio.

Cuando el padre Hernández acabó su discurso, Yiban que había prestado el más dócil y atento oído, y había experimentado con un gozo inefable, por él jamás probado hasta entonces, la dulce y poderosa influencia de la Divina Gracia, ya quería que inmediatamente se derramasen sobre su frente las aguas regeneradoras del bautismo. Pero su nuevo amigo y su nuevo maestro le dijo que era preciso aguardar a que su instrucción fuese más sólida, su fe más segura y su resolución más profundamente meditada. Con esto, el capellán atizó más y más los nacientes deseos del joven catecúmeno, que lleno de alborozo decía:

-Mi Welinna ha de ser también cristiana, y yo la tomaré por esposa en nombre de Nuestro Señor Jesucristo.

Esto decía cuando el lucero de la mañana estaba al ocultarse, y escucharon al mismo tiempo la orden de reunirse. Era que Tutul Xiu iba a separarse del campamento para regresar a su corte.

III. Welinna se resiste a dejar los dioses yucatecos

En aquel frondoso bosque de álamos cerca de la corte de Maní, en que sorprendimos a Welinna entregada al llanto, vamos ahora de nuevo a encontrarla en otra escena, no menos interesante y consecuente con la primera.

Sobre un extenso cuadro de robles, tamarindos y palmas, el hermoso disco del sol empezaba a asomar la encendida frente, cuando Yiban enjugándose el sudor del rostro se le presenta a su querida Welinna, quien desde muy temprano había salido a aguardarle, mezclando, entre tanto, los cánticos de sus querellas con el torrente de dulcísima armonía con que los alados cantores del bosque saludaban el nacimiento del día, en aquella hermosa estación del año en este suelo tropical.

-Y bien, querido mío –exclamó la joven india al acercársele el mancebo-, junto con el placer de verte, ¿me traes el feliz anuncio de próximas dichas?

-Te las traigo, dulce bien mío –contestó el joven-, te las traigo, sol de mis ojos-, porque has de saber que la guerra se ha concluido. El rey ha celebrado pacto de amistad y de alianza con los hombres de Castelan; les ha ofrecido influir en los caciques sufragáneos para que también depongan las armas y por último, ha prometido enviar una embajada al rey Nachi Cocom, en el interior de la Península, para procurar que deje la actitud hostil en que se mantiene, y se haga amigo nuestro y de los blancos. Los embajadores acaban de ser nombrados: son trece, y van a partir a Sotuta, la corte de los Cocomes. Así, pues, ya por ahora tenemos tiempo de arreglar de nuevo nuestras interrumpidas bodas a la sombra benéfica de la paz. ¡Ah! ¿Te acuerdas de aquel aciago día, víspera de nuestro dulce himeneo, en que fui violentamente llamado a las armas para ir por primera vez al campo de batalla? Llorabas como tierna amante; pero al mismo tiempo me decías con heroico patriotismo: “Padre, amigo mío, parte a luchar con esos hombres blancos y barbados que atacan el culto de nuestros dioses inmortales, y nuestras libertades patrias. Lucha, me añadiste, lucha, que Kukulkán te sacará con bien, y regresarás pronto a mi lado.” Con estas tus palabras, grabadas en mi corazón, partí a la lid. Este pedernal cortante que llevo siempre conmigo, vengó por cierto nuestro honor ultrajado; pero la suerte nos fue adversa y entonces tuvimos que huir para no someternos a la esclavitud. Mas ahora, Welinna, se ha arreglado la paz, como te llevo dicho. Además de esto, Tutul Xiu quiere ser cristiano, y yo pienso hacer lo mismo. Creo, pues, amada mía, que el ministro de nuestras bodas no será el de Ah-kin-xoc sino el de Jesús crucificado.

No bien había acabado Yiban de proferir estas frases, cuando Welinna, entre dudosa y escandalizada por la apostasía de su joven amante, dio un paso hacia atrás, exclamando al mismo tiempo:

-¡Por los dioses, Yiban, que yo no comprendo qué lenguaje es ése! ¿Dices que abandonemos el culto de nuestros dioses para abrazar el de los extraños, el de los enemigos de nuestra religión y de nuestra patria?

-No te escandalices así, vida mía- interrumpió el joven indio-, sabes cuánto te amo, sabes cuánta es la sinceridad de mis afectos hacia ti, y debes por lo mismo estar segura de que todo cuanto te digo está bien meditado, que es para nuestro bien, y que todo ha de ser muy racional y justo.

-Es verdad, yo confío en ti; pero, bien mío, ¡eso de abandonar a los antiguos dioses…! ¡Ah! yo había conocido en ti muy poca afición a las prácticas del culto; y ahora no dudo que por eso los dioses se han indignado contra nosotros y han impedido nuestro enlace. Si claudicamos, su indignación crecerá de punto, y lanzarán sobre nosotros sus justos e inevitables rayos.

-Welinna, voy en estos días a comunicarte la nueva instrucción que yo mismo acabo de adquirir; previniéndote que nos desposaremos llenos de indecible placer siendo cristianos. El sacerdote de los blancos es ya amigo mío: cuento con su caridad y con su ciencia. ¡Si le oyeras. Welinna mía, si le oyeras! ¡Si asistieras a una misa que es el gran sacrificio cristiano, si vieras, en fin, una estatua de la virgen María! Welinna, cuando yo contemplaba a esa virgen, creación purísima del cristianismo, según me decía el capellán, ¡qué presente te tenía yo para recomendarte a su protección! En fin, amiga mía, no sé qué consoladores presentimientos abrigo desde entonces en mi espíritu, de que no nos desposaremos sino junto a los altares de María…

Estas palabras, pronunciadas con un acento de amor a la vez que de convicción y de sinceridad, no menos que de sublime sencillez, enternecieron a la doncella idólatra, que contestó a su amante:

-Bien, a ti te toca instruirme; pero, lo que es ahora, yo te digo que mi corazón se horroriza al solo pensamiento de apostasía, y de que de un rato a otro el rayo de Ah-kin-xoc puede caer sobre tu cabeza.

-Nada temas, y separémonos por hoy: pronto estaré a tu lado para continuar nuestras pláticas.

-Aquí mismo te aguardo, y no te dilates mucho por nuestro amor.

Los dos amantes se separaron por entonces para volver a juntarse en aquel mismo sitio; y por el curso de algún tiempo, estas entrevistas se sucedieron las unas a las otras con la harta frecuencia que siempre procuran los amantes. Yiban, entre tanto, hacía plausibles esfuerzos por catequizar a su futura esposa.

La joven por su parte sólo contaba con los sentimientos de su corazón connaturalizado con el culto de los dioses de sus padres, mientras que, en oposición a éstos, escuchaba el persuasivo acento de un amante que le ponía a la vista tantas y tales razones, que no sabiendo qué objetar a ellas tenía que apelar a sólo esos mismos sentimientos de su corazón pagano, para no abandonar a los dioses yucatecos.

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Crítica Literaria

La obra intelectual de Crescencio Carrillo y Ancona abarca los campos de la etnología, la filosofía, la geografía, la filología y la literatura. En la Historia de Welinna se percibe claramente el interés del autor por la historia vernácula, la antropología, la lingüística y muy especialmente por el cristianismo.

Estos textos se caracterizan por la intención francamente proselitista del autor. En este sentido Welinna… viene a diferenciarse de la mayoría de las novelas históricas que se escribieron durante el siglo XIX –precursoras de la novela indigenista. Carrillo y Ancona justifica la Conquista española y en ocasiones desaprueba los intentos de los indígenas por salvaguardar sus costumbres e independencia (…) Es importante señalar que en los relatos abundan datos que el escritor encontró en los archivos episcopales de su diócesis.

El relato “Welinna” pertenece a la segunda edición publicada en 1883 (en 1862 se imprimió la primera y en 1919 se editó la tercera). En el siglo pasado esta narración fue ampliamente difundida y gozó de gran aceptación (…) Sin embargo, José Covián Zavala, en el prólogo de la tercera edición, indica que encuentra deficiente la caracterización de los personajes y que el escritor incurre en algunas imprecisiones históricas, por ejemplo que “olvidó el celebrado autor de “Welinna” que los mayas no computaban el tiempo según el calendario gregoriano, sino conforme a un sistema especial y privativo de aquella raza…” (Presentación y contraportada de Historia de Welinna y otras leyendas. Carrillo y Ancona, Crescencio. Instituto Nacional de Bellas Artes/ SEP y PREMIA Editora S. A. México, 1986.)



[1]Diccionario de escritores de Yucatán. Peniche Barrera, Roldán y Gaspar Gómez Chacón. Compañía Editorial de la Península, S.A de C.V. México, 2003. P.45-46.

[2] Historia de Welinna y otras leyendas. Carrillo y Ancona, Crescencio. Instituto Nacional de Bellas Artes/ SEP y PREMIA Editora S. A. México, 1986. P. 13- 21.