Palma y Palma, Eulogio

(1851-1925) Periodista, literato y político. Nació en la villa de Motul, Yucatán y falleció en Mérida. Desde 1885 comenzó a colaborar con artículos periodísticos, comentarios y leyendas, bajo el seudónimo de “Nemo”, en La Gaceta de la Costa, El Eco del Comercio, La Revista de Mérida y El Correo del Golfo, este último en la Ciudad de México. Fue fundador del periódico político El Porvenir (1893). En 1896 reeditó en su segunda época La Gaceta de la Costa. En 1901 fundó el periódico político El Partido de Motul. Durante el gobierno de Olegario Molina Solís fue nombrado jefe político de Temax y luego de Motul. Revivió en su tercera época y como periódico independiente y literario, La Gaceta de la Costa. Construyó el Teatro de Motul donde se presentaron las mejores compañías teatrales que llegaron a Yucatán en aquella época. Su obra literaria consta de las siguientes obras: Los mayas (importante exposición sobre arqueología, historia, lingüística y etnografía mayas); La hija de Tutul Xiu, novela histórica; Aventuras de un derrotado y Aurora. Una escuela de Motul lleva su nombre[1].

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Selección de Aurora[2].

PROEMIO

No sé cómo, pero ello es que me encontré en un sitio en que parecía haber existido una posesión rural.

Enfrente se levantaban las paredes ennegrecidas de un edificio sin techos ya, en cuya cima el tiempo había hecho nacer tunas y pitahayas que las coronaban, y estropajos, cundeamor y otras enredaderas silvestres que bajando como verde cortinaje, cubrían a medias los cuarteados arcos del corredor y los boquerones en que habían estado las puertas y ventanas.

Más acá y a pocos metros del derruido edificio, alzaba su gigantesca copa un árbol secular junto a cuyo tronco y ya medio cubierto por las hierbas y las zarzas, se divisaba un pretil circular lleno de tierra en que quedaban algunas matas de miramelindo o balsamina; y a lo largo del corredor y en línea paralela, algunas también de limonaria florecidas entonces, únicas plantas de cultivo que habían sobrevivido a la destrucción y abandono de largos años.

Miré en torno mío y vi otras ruinas de edificios que habían sido de mampostería y palmas unos de palmas solamente, otros cuyos soportales carbonizados, se levantaban entre la maleza que ya lo iba cubriendo todo.

Afectado por aquella desolación, aparté los ojos del triste cuadro y hube de fijarme entonces en una rústica cruz que cerca del árbol estaba y que protegía con su espeso follaje. De sus brazos pendía una corona de maravilla silvestre fresquísima que parecía acabada de colocar por una mano piadosa; y ¡cosa singular! al través de la tierra perfectamente barrida que se extendía delante, distinguí el pálido rostro y los ensangrentados vestidos de una doncella, hermosísima a pesar de aquella densa palidez, que parecía dormir el apacible sueño de un niño.

Aquella vida cegada en flor; aquella niña muerta precisamente cuando tenía delante todas las seducciones de aquella edad de rosa, me infundió tan honda pena, que mi corazón se oprimió dolorosamente.

Mil pensamientos me asaltaron sobre la causa de lo que veía, cuando, como para darme la explicación, percibí a lo lejos algo así parecido a los mugidos del mar en los días de tempestad.

El sol se ponía en aquel momento perdiendo sus tintas la naturaleza que al cabo quedó envuelta por las sombras de la noche.

Entonces vi a lo lejos una luz que ceñía parte del horizonte.

Los mugidos se convirtieron en espantosa grita que parecía conmover la tierra.

Mil teas como llevadas por manos invisibles aparecieron por todas partes y el edificio mismo que había visto en ruinas y coronado de tunas y pitahayas y cubierto a medias por el verde-obscuro follaje de estropajos, del cundeamor y de otras enredaderas silvestres comenzó a lanzar llamas ennegreciendo el cielo denso humo que al levantarse formaba volutas y espirales, retorcido por el viento.

Percibí ayes dolorosos y gritos de desesperación.

El pavor se apoderó de mí; quise huir pero inútilmente, porque parecía estar encadenado en aquel lugar de muerte y desolación.

Hice un supremo esfuerzo y entonces desperté.

Y ya no pude conciliar el sueño: apenas cerraba los ojos cuando veía a la muerta joven, ensangrentada y densamente pálida, víctima tal vez, en la flor de la edad, de aquella tremenda catástrofe, y veía llamas alzarse abrasando el cielo, y oía los mugidos sordos y la grita que parecía estremecer la tierra y los ayes y lamentos de las víctimas sacrificadas por la feroz mano del maya sublevado.

Pero amaneció, salté de mi hamaca, me vestí, fui a la ventana y en el andén de la noria, pues hacía temporada en una finca, vi al viejo Pedro que en medio de un grupo de sirvientes, disponía los trabajos de aquel día.

Pedro era oriental y uno de los emigrados del, para Yucatán, tan luctuoso año de 1848. Llamados los jóvenes a dar el servicio de las armas, fue uno de los primeros que se alistaron; hizo una brillantísima campaña en que obtuvo el grado de Capitán; y a pesar de que en aquella carrera iniciada con tantos bríos tenía un ancho porvenir, sobre todo en aquella época en que las armas eran el medio más seguro para levantarse a los más elevados puestos políticos y militares, sin querer aliarse a ninguno de los dos partidos contendientes, unidos momentáneamente para salvar al Estado, apenas los mayas sublevados, rechazados vigorosamente fueron a refugiarse a los espesos bosques del Oriente, pidió su baja y se retiró al campo donde lo conocí desde niño.

Nunca quiso casarse. Vivía enteramente solo en un cuarto de la Casa Principal, donde se estaba cuando no tenía que llenar ninguna obligación de su encargo, entregado a pensamientos que debían relacionarse con un pasado doloroso. La renuncia de su carrera, tan fuera de lo común, su procedencia y vida tan solitaria que hacía, me lo hicieron sospechar así; pero nunca me había atrevido a preguntarle nada por el temor de disgustarlo, pues, cuantas veces vino la ocasión de hablarle de los sucesos de aquella época, de lo suyo nunca quiso decir nada.

Acabados de disponer los trabajos, fue a sentarse en uno de los pretiles que formaban el cuadro del ya citado andén de la noria. Dejé mi cuarto y fui a sentarme a su lado.; y después de conversar sobre diferentes cosas, le referí mi sueño que hasta entonces me tenía tan hondamente impresionado.

El retrato lo emocionó de tal manera, que me arrepentí y quise no terminarlo; pero rogado por él, lo concluí; y fue cuando ya repuesto, aunque con voz algo alterada aún, habló en estos términos:

-Hay sueños que entrañan realidades como si fueran intuiciones de hechos efectivos del pasado. Mucho tiempo hace que noto en ti un deseo: el de saber los sucesos de mi primera juventud, quizá hasta por parecerte extraño mi proceder de haber renunciado a mi carrera y con ella a honores que estaban en mi mano poder lograr, lo que está fuera de lo común en, la vida, para venirme a encerrar en el campo y hacer la vida que hago, en la cual faltan el cariño y los cuidados de una mujer y todos los dulces placeres del hogar. Eso te ha llevado a suponer que mi corazón ardiente, como todo joven corazón, amó un día a una mujer inolvidable cuya memoria no he querido profanar amando a otra, y cuyo recuerdo encierro en él como un perfume que en ningún lugar puede aspirar mejor mi alma y embriagarse con sus dulces tristezas, que en mi retiro cuando estoy solo conmigo mismo y mis recuerdos de ayer. Te la habrás imaginado bella, fresca y lozana como botón de rosa; y tan pura como el aroma de la maravilla silvestre que tanto amó. Sí, esa mujer existió, aún vive en mi corazón, en que he levantado un altar en el que la adoro. Pobre mártir, como otras muchas, que pereció cuando aún florecía a la vida, no diré de la fatalidad, sino de un concurso de circunstancias, como verás después, que se fueron eslabonando desde siglos atrás para venir a estallar el año de 1847 rugiente como una tempestad que amenazó acabar con toda la raza blanca.

Pero tu sueño no es sólo una representación mental de lo imaginado en tu afán de penetrar aquel secreto encerrado dentro de mi pecho; no, es la realidad que has visto con los ojos del espíritu, libre entonces para recibir, como si lo presenciara, la misteriosa influencia de otro, por sugestión, toda vez que cuando soñabas, soñaba también que veía todo lo que me has dicho, como mil veces antes desde que me alejé de aquellos lugares queridos en que he dejado todo lo que he amado más en el mundo. Y para que te persuadas, escucha y verás si no es así, y además, si mi modo de ser puede ser otro que el que has visto desde niño y te ha extrañado tanto juzgándome por la regla común que rige los actos de los demás hombres en la vida humana.

Dicho esto después de cerrar los ojos llevándose a la vez a la frente la mano derecha como para recoger y coordinar ideas dispersas entonces, de que sólo conservaba lo que atañía a lo íntimamente suyo, en el pretil citado y bajo el pabellón de las inquietas palmas de los cocoteros los cuales movía el aura matinal, me refirió lo que tanto deseaba saber y, como ya suponía, es un tierno poema del corazón.

CAUSAS Y EFECTOS

Yo nací en el pueblo de… el 23 de febrero de 1826, cinco años después de haber reconocido la Corona de Castilla, por los tratados de Córdoba, la independencia de Nueva España, a que Yucatán unió su suerte espontáneamente.

Es sabido que al constituirse bajo el nombre entonces de México la nueva nación americana surgieron dos partidos que se disputaron entre sí la forma de Gobierno que debía regirla: el primero que se llamó conservador, quiso la continuación de la forma antigua, esto es, la monárquica, sustituyendo al virrey un Rey independiente; y el segundo que se nombró liberal o republicano, quiso a su vez un gobierno democrático, de lo que resultaron luchas intestinas por muchos años como tenía que ser: el primero que había gobernado el país desde su conquista, tenía mucho arraigo y grandes elementos en su poder por consiguiente pero, el segundo que nacía, estaba animado del espíritu de la época en que consistía su gran vitalidad. Bien sabes que después de la toma de la Bastilla y demolición de la prisión de Estado, que fue el primer paso contra las testas coronadas, efervecieron las ideas nuevas que se llevaron hasta la exageración; pero, pasada la fiebre, tomaron mejor cauce propagándose hasta las Américas traídas por una colonia inglesa que fue protegida por la misma Francia y apoyada por España, antes que México, había logrado su libertad estableciendo aquella forma de gobierno. Pero para vencer la resistencia en un país tan distintamente educado, la lucha tenía que ser larga y formidable como vino a ser según llevo dicho.

Esta guerra de principios políticos, como parte integrante de la nación, tenía que llegar a Yucatán que también se dividió en dos partidas contendientes que, como era natural, emplearon todos sus recursos para obtener el triunfo. El más popular, que era el republicano a que se atribuye o quizá uno y otro, que es lo más probable, fueron interesando a los mayas, medio peligrosísimo, como es de comprenderse, dado que en varias centurias, por causas que habrás visto en la historia, lo que me excusa apuntarlas, no habían podido amalgamarse con los blancos conservando un espíritu de independencia que se reveló llegada la ocasión tal vez desde largo tiempo esperada. Y fue cuando a la sombra en medio del desconcierto que lo favorecía, comenzó a urdirse la trampa que debía dar por resultado final, la degollación de todos los blancos residentes de la península.

De acuerdo todos los caciques, esperábase el 15 de agosto de 1847, cuando una circunstancia inesperada, vino a descubrir la tremenda conspiración: una borrachera de Manuel Antonio Ay, de Chichimilá quien en aquel estado de embriaguez, dejó trascender algo que se confirmó después plenamente; quien fusilado en Valladolid, con arreglo a sus declaraciones, se dictó orden de prisión contra Cecilio Chí que resultaba el Jefe. Pero escapado éste, con los elementos que pudo reunir, inició la guerra en Tepich, del partido de Tihosuco, el 30 de julio del mismo año, 16 días antes del señalado, incendiando la población y pasando a cuchillo a todos los blancos residentes en ella.

Tales fueron las causas de la conflagración dando lugar a una de las más sangrientas epopeyas que se desarrollaron en el país quizá desde su conquista por los españoles. No obstante, en la época en que yo nací, cuando entonces empezaban los disturbios por los principios políticos de que ya hablé, a la población en que vi la luz primera, cuyo recuerdo tengo grabado en el corazón, no habían llegado los estragos que aún sólo conmovían las poblaciones mayores en que estaban en pugna las ideas nuevas con las viejas, exaltando y enardeciendo cada vez más los ánimos de los dos partidos contendientes.

La vida era entonces, como en los tiempos del Gobierno Colonial, tan tranquila, tan sosegada, que no bien amanecía, cuando los labradores abandonaban sus moradas y partían a sus labores cotidianas de las que no volvían sino al ponerse el sol.

En todo aquel periodo de tiempo, sólo se veían mujeres ocupadas en faenas domésticas y niños jugando a la sombra de rústicas enramadas o a la de añosos árboles cuyas ramas saliendo como si rebozaran de los patios, abovedaban las callejas. Oíase acá el gruñido de los cerdos que libremente vagaban hozando la tierra en ellas; allá el ladrido de algún perro; más lejos el cacareo de una gallina seguido del agudo canto de un gallo; y más lejos aún, y ya en el bosque, el relincho de un potro, el mugido de un toro, el penetrante silbido de un gavilán, el canto de las chachalacas y dulcemente triste, como un lloro, de la paloma torcaz.

Cuando las sombras de la noche envolvían la naturaleza, las puertas se cerraban; y fuera de la estridente risa del búho que revoloteaba en la obscuridad, del estridor de los grillos y cigarras aposentados en los huecos de los troncos viejos y algún otro ruido de esos vagos que se levantan, quien sabe dónde, vienen, llegan, pasan, se alejan y pierden a lo lejos para volver a levantarse, venir y pasar una y otra vez, como suspiros de la dormida naturaleza, quedaba todo en silencio hasta que rompía por el Oriente la luz de un nuevo sol, siempre alegre, con su cortejo de olores cuando llegaba, ó cuando tras doradas tardes, se hundía en el Occidente.

Esta existencia agreste tiene sus encantos; y de mí, sé decir que cuando recuerdo la humilde cabaña de mis padres: cuando traigo a la memoria cada uno de aquellos sitios que recorrí jugando; cuando, finalmente, veo con los ojos de la imaginación los bosques umbríos y los prados llenos de luz, de flores y de perfumes que rodeaban, como una corona de verdor mi pueblo, lejos ya de él y azotado por la fatalidad, siento como el despatriado, la nostalgia de la tierra en que he dejado perdido para siempre, cuanto más amé en los floridos años de mi juventud…

Pedro calló un momento y luego continuó:

Al fin llegó el funesto día de que el hálito emponzoñado de la guerra civil soplase sobre él y desde entonces la paz se alejó de aquellos sitios en que habían corrido años y centurias de reposo.

Un día la autoridad Municipal recibió la orden de la cabecera del partido a que pertenecía, de alistar violentamente tropas. Formada una compañía en que marcho mi padre, a marchas forzadas salió para la Capital donde formando un cuerpo de ejército, pasó rumbo a Campeche donde el General Toro había desconocido el gobierno de Cosgaya, el constituido entonces y regía los destinos del Estado.

Bien presentes tengo estos detalles que de niño supe confusamente pero que de grande recogí y los tengo grabados en la memoria como el principio de mis desventuras.

Cuando las tropas del Gobierno ocuparon Dzitbalché, ya las del General Toro, que se había movido de Campeche, estaban acampadas en la hacienda Xmac. Luego se supo que se habían replegado a Hecelchakán, más tarde, que el General Toro había seguido para Campeche quedando tan sólo en el pueblo citado un destacamento a las órdenes del general Llergo.

El Coronel Montero, Jefe de las tropas del Gobierno, creyó entonces llegada la ocasión de atacar al enemigo que imprudentemente se había dividido, y marchado para Hecelchakán, entró hasta la plaza misma intentando tomarla por asalto; pero el General Llergo que estaba preparado, lo recibió a metrallazos en el atrio de la Iglesia en que estaba muy bien atrincherado.

Había caído en una celada; pues contramarchando el General Toro lo envolvió, resultando aquella primera jornada un desastre completo para las tropas del Gobierno que se retiraron en el más completo desorden dejando la plaza regada de muertos y heridos.

Algunos días después de lo que dejo referido, pasaban revista los derrotados en la plaza de Calkiní, punto en que el Coronel Montero a cuya impericia se atribuyó el mal resultado de la acción de armas, fue sustituido por el Coronel Don Eduardo Vadillo.

Con los restos que pudo reunir y el refuerzo que había llevado de Mérida, se atrincheró; y 27 días después, es decir, el 6 de julio, día que no olvidaré jamás, tuvo lugar el segundo combate que fue también desastroso, pues herido el mismo Jefe, entró la confusión precisamente cuando el enemigo cargaba con más vigor intentando tomar la plaza por el lado más asequible. Naturalmente en confuso tropel se agolpó la gente al opuesto, y ya sin obedecer bayoneta calada se abrió paso quedando el pueblo en poder de los pronunciados.

En aquella salida sin orden alguno y sin más afán que el de salvarse cada uno como pudiese, mi padre recibió un balazo en el brazo izquierdo cerca del hombro. Así herido y ayudado de los pocos compañeros que sobrevivieron, pudo alejarse; e improvisada entonces una camilla, en hombros de ellos ingresaba en el Hospital de San Juan de Dios. Examinada la herida, por estar completamente destrozado el hueso, opto por la amputación; hecha la cual, aquellos soldados, restos de Compañía, se despidieron de él con la esperanza de seguirlos, mutilado como estaba, pero vivo al cabo, al nativo pueblo cuando sanase.

Llegaron macilentos y fue un consuelo para mi madre a quien tantos y tantos días había visto tan abatida y triste. Mas sólo fue un rayo de luz, porque fuese por el tiempo que corrió antes de la primera curación o por el mal estado sanitario del Hospital en que tantos heridos perecían diariamente formando una atmósfera malsana sobrevino una infección que al cabo de algunos días lo mató.

Cuando su cadáver salía para el Cementerio General, cohetes voladores detonaban en los aires mientras que una banda de música tocaba en la Plaza Mayor: celebrábase un cambio de Gobierno con aquellos regocijos públicos.

El General Toro después de una brevísima y gloriosa lucha, acababa de entrar triunfante a la Capital del Estado.

Pero aquel efímero triunfo de un partido que estaría constantemente amenazado por otro que ya a la sombra conspiraría por volver a gobernar, ¡cuántas viudas dejaba llorando y cuántos huérfanos sin amparo!

Cuando mi madre recibió la fatal noticia me cogió entre sus brazos y largo tiempo sentí correr tibias sus lágrimas sobre mis mejillas.

II

LA SEPARACIÓN

No había pasado mucho tiempo cuando recibió Berta (que así se llamaba mi madre) la visita de don Anselmo O… quien después de entregada una carta rotulada a ella, inclusa en la suya, leyó la dirigida a él; en la cual, le rogaba mi padre muy encarecidamente que se hiciese cargo de mi educación para lo que creía menester que me trasladase a su casa.

En la escrita a mi madre, después de dadas las razones que lo habían movido a tomar tal determinación, le suplicaba que hiciese el sacrificio de consentir en mi propio bien, ya que no podía ser él el que guiase mis primeros pasos en la vida.

Bien recuerdo sus propias palabras que he leído mil veces en la carta que conservo, no como un recuerdo, sino como una reliquia que Berta me entregó ya grande presintiendo quizá lo que sucedió; que moriría sin poderla poner en mis manos. No es un modelo de literatura, porque Ruperto (que así se nombraba el autor de mis días) no tuvo ocasión de instruirse ni medios para eso; pero sí de muy buen sentido, que eso no se aprende en libros: lo dicta el entendimiento; lo dice el corazón; lo enseña la experiencia de las cosas de la vida. Esto le decía:

“Te ruego, amada esposa mía, que no te opongas a mi última voluntad.

Antes de determinar poner a nuestro hijo bajo la protección de don Anselmo, lo he meditado detenidamente. Tú eres una débil mujer y acaso tu propio amor de madre lo perdería. Si hubiese vivido, Berta, no hubiera habido necesidad de apartarlo de ti; yo lo hubiera cuidado con todo el cariño que puede caber en el alma y en el corazón de un padre; y lo hubiera enseñado a honrar tu nombre, el mío y la memoria de nuestros mayores; a ser nuestro apoyo en la vejez como lo fui de los míos y de los tuyos mientras vivieron; pero el destino o la voluntad de Dios no lo quiso así, y por eso desde mi lecho de agonía en que veo disiparse todas mis esperanzas tan dulcemente acariciadas a tu lado y al calor de nuestro cariño, Berta mía, te lo pide mi alma, que pronto volará al cielo, por amor de Dios”.

-Lo ves Berta- dijo don Anselmo, terminada la lectura, hondamente conmovido; yo no debo desoír la súplica de un moribundo; si eso hiciera, la paz de mi corazón se convertiría en remordimiento.

-Pero es tan duro, señor, balbució ella, densamente pálida.

-Es verdad Berta, pero ponte en mi caso: ¿Crees que no debo cumplir?, vamos, dí.

-No, señor…

-Entonces…

-Cumpliré su voluntad aunque me cueste la vida.

-La vida no, Berta, porque no lo voy a llevar al cabo del mundo. Vivo, como quien dice, a un paso de aquí. Lo verás siempre y tendré el cuidado de mandártelo los domingos y cuantas veces haya ocasión ¿Me ofreces conformarte?

-Sí- contestó con ahogada voz.

Entonces comenzó la brega de persuadirme para que lo siguiera. Mil ofrecimientos de los más halagüeños. Juguetes, frutas, dulces. Pero no hay nada que persuada a un niño de que es justo que lo separen de su madre. Tomóme de la mano don Anselmo. Miré a Berta.

-Ve, hijo, ve, es preciso que vayas- me dijo con voz ahogada. Tu padre lo ha ordenado así.

¿Lo oyes?- exclamó don Anselmo medio arrastrándome hacia la calle- porque quería dar fin a aquella penosa escena.

Volvíme desesperado hacia mi madre que me dejaba llevar así, cuando le iba a decir:

-Ya que no me quieres, Berta, me voy y no vuelvo más, mis palabras murieron en mis labios: su rostro estaba pálido y desencajado y en sus negras pestañas titilaban como gotas de rocío lágrimas que se esforzaban en detener. Entonces rompí a llorar y me dejé sacar de la casa sin más protesta. Pero ya en la calle, oí algo así como un gemido.

Era de mi madre que sola ya, daba libre curso al llanto contenido mientras estuve presente, quedando consumado así el sacrificio pedido por mi padre moribundo.

Y fue el primer dolor que vino a empañar los plácidos días de mi niñez.

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Crítica Literaria

Eulogio Palma y Palma cultivó la escuela realista en sus primeras publicaciones (“La leyenda de Uci”, “Marina”, “Veladas de primavera” o “Escenas o cuadros yucatecos”). Sin embargo, se aparto de esta escuela en su siguiente obra: “La hija de Tutul Xiu”, cuya arquitectura se funda en viejas tradiciones yucatecas, y pertenece íntegramente a la manera romántica que privaba en la novelística de mediados del siglo XX (…) Independientemente de las bellezas o defectos que la obra de Eulogio Palma tenga, es indudable que su labor literaria tiene importancia en la evolución literaria de Yucatán, por su carácter marcadamente yucateco (Enciclopedia Yucatanense, Segunda Edición. Tomo V. Gobierno de Yucatán. México, 1977. Pp.646-647).



[1] Diccionario de escritores de Yucatán. Peniche Barrera, Roldán y Gaspar Gómez Chacón. Compañía Editorial de la Península, S.A de C.V. México, 2003. P. 113.

[2]Aurora. Palma y Palma, Eulogio. Editada por Lic. Miguel Palma y Puerto, Gráficos “Basso”. Mérida, Yucatán, México, 1941. Pp. 19-26.