Rubio Alpuche, Néstor

Nació en Mérida el 26 de febrero de 1850 y murió en Nueva York el 27 de junio de 1929. Fue hijo de Anselmo M. Muñoz (nacido en Querétaro) y de Ma. Sóstenes Alpuche y Elizalde. Al fallecer sus padres, lo adoptaron sus tíos Pedro Rubio Palomeque y Dolores Alpuche, quienes le dieron los apellidos. Estudió en el Seminario Conciliar de San Ildefonso, donde fue condiscípulo del historiador Juan F. Molina Solís y compartió con este la distinción de “conmaestro”, otorgada a los mejores alumnos. Se graduó de licenciado en Jurisprudencia en el Instituto Literario del Estado.

Fue director del Colegio Católico de San Ildefonso. Fue un alto funcionario de la empresa del ferrocarril de Mérida a Valladolid, concesionada al Gral. Francisco Cantón. Desde 1889 radicó en la ciudad de México con su familia, ejerciendo su profesión de abogado.

Néstor Rubio desplegó una activa labor periodística y poética. Muy joven fue redactor fundador de La Revista de Mérida (1869) junto con Crescencio Carrillo y Ancona. Francisco Sosa, Ovidio Zorrilla y otros. Llegó a ser director y propietario de esta publicación de 1873 a 1876. Fue también redactor del semanario La Razón Católica. Sus poemas se incluyeron en “El aguinaldo poético”, breve antología de poetas yucatecos, editado en 1883. Es autor de la leyenda Sasilná, publicada en La Revista de Mérida en 1870.

Obra:

-Poesías, Escalante y Cía. Editores, Imprenta de La Revista de Mérida, Mérida, 1891; prólogo de José Peón Contreras.

Otras:

-Rubio Mañé refiere un opúsculo de Rubio Alpuche acerca de los derechos de propiedad de México sobre la colonia de Belice[1].

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Selección de La Voz ante el Espejo[2].

La última esperanza

Triste estaba la tarde y sosegada

como el sueño de paz de la agonía,

y entre la verde selva embalsamada

el aura discurría.

Iba el sol alcanzando

de su carrera el término; su frente

de rayos ardorosos coronada,

bajaba a sepultarse entre las brumas,

que en la línea formaban de occidente

como un hecho de cándidas espumas.

Ante el cuadro magnífico cesaron

la animación, la vida;

y los vientos callaron

y calló todo ruido.

Tan sólo entre el silencio se escuchaba

el eco dolorido

del ruiseñor amante que trinaba

en las hojas de un árbol escondido.

Bajo el dosel frondoso de un arbusto,

cuyas ramas al peso se inclinaban

de morados racimos, sobre el césped

que la menuda yerba entretejía.

Atala descansaba, bella y triste,

cual la luz del crepúsculo que huía.

Su rostro estaba blanco, cual la cera

que el fuego purifica, y en sus ojos

un resplandor extraño fulguraba.

Dos gotas de sudor sobre su frente

resbalaban tranquilas, como perlas

que derramó la aurora

en el pétalo suave

de una flor incolora;

y formando mil ondas, como el agua

de una hermosa cascada, su cabello

bajaba en blondos rizos por el cuello.

En torno suyo, mustias y abatidas

las ramas y las yerbas se inclinaban,

y las flores del tallo desprendidas

marchitas por el sol se deshojaban.

Y al contemplar a Atala, entre los tristes

despojos de la tarde, sus facciones

llenas de palidez y de amargura,

se la hubiera tomado

por una de las flores que entreabrieron

en la mañana el cáliz perfumado

y su color perdieron

y la suave ambrosía

y todo lo que fue su pompa y gala,

al soplo de la tarde… Parecía

que iba a morir Atala.

Y alzó una voz más suave que el sonido

de un arpa melodiosa,

que regala y deleita nuestro oído

en medio de la noche silenciosa.

Se va el sol… exclamó; tras de su huella

se va mi vista ansiosa, y mis mejillas

con llanto se humedecen. Pardas nubes

que me eclipsáis sus luces, presurosas

vuestros velos rasgad, no más me oculten

su faz resplandeciente.

¡Quién sabe si mañana cuando asome

con sus hermosos fuegos inflamando

las puertas del oriente,

lo habré de contemplar!...¡oh sol! detente

un instante no más, y desprendida

una llama ardorosa de tu seno,

venga al mío cansado y comunique

nuevo ardor a la llama de mi vida.

Y ¿he de morir? ¡ay Dios! ¡con que es preciso

que al fin de tantas luchas yo sucumba!

¿Nada vale mi llanto?... mis gemidos

¿no podrán conjurar el rudo golpe?

¿no detendrán la mano

de la muerte espantosa? y de mi vida

el magnífico ideal, y tantos sueños

que forjara la alegre fantasía,

tal vez en sus delirios olvidada

de que al brillante resplandor del día

sigue siempre la tarde desmayada,

y mis triunfos, mis glorias, mis deseos

y el bello porvenir cuyo horizonte

ante mis ojos se extendiera y tantas

esperanzas de dicha… ¿cómo el humo

se habrán al soplo del dolor perdido?

¿se habrán desvanecido?

¡Horror!... ante mis ojos se presenta

la triste imagen de la muerte impía,

sorda al clamor, empedernida al ruego!...

Mañana, cuando el rayo de la aurora

despierte estas campiñas, medio oculta

entre estas yerbas, pálido cadáver

seré no más. Acaso compasivo

en mis cerrados párpados derrame

su luz suave y templada,

cual queriendo encender en mis pupilas

la llama bienhechora

para siempre apagada.

Y no se encenderá…! y mis oídos

no escucharán ya más las armonías

de las aves del bosque, ni el acento

más delicioso y suave

de las palabras del amado mío!

Y yertos, sin calor, desfigurados

por contracción horrible

mis miembros estarán!... bajo la piedra

de un oscuro sepulcro aprisionados,

dormirán mis despojos aquel sueño

de que no se despierta… ¡Muerte dura!

¡qué espantoso es mirarte cuando el pecho

siente el recio latido

de un corazón de juventud henchido!

¡Oh… no quiero morir!... yo amo la vida

amo la luz, el campo, el firmamento,

y la tarde y las auras… cuanto el mundo

en su extensión contiene;

y las delicias del placer, y el fuego

del amor, y la gloria y la belleza.

Yo he escuchado extasiada

el sublime clamor que eleva al cielo

naturaleza, al despuntar el día.

Mi pecho ha disfrutado

aquella sin igual melancolía

que la noche en los campos desparrama,

y entre los goces mil de la existencia

descuidada viví, sin que la mente

se turbara jamás, ni mi reposo,

de la muerte al recuerdo pavoroso.

Pero es fuerza ¡ay dolor! que yo no me aparte

de las risueñas playas de la vida;

es fuerza que perezca… En mis entrañas

siento un dolor oculto que consume

y acaba mi existencia.

Profundo, punzador, cada momento

se aumenta y crece más… mi fuerza y brío

vencidos en la lucha me abandonan…

y el sepulcro después!...

¡Con que es mentira

cuanto ayer mis sentidos recreaba!

¡con que es farsa no más lo que otras veces

toda mi dicha y mi ambición formaba!

¿dónde están mis placeres? ¿mis riquezas?

¿y aquel reír? ¿y aquellas alegrías

que imaginé sin fin? ¿y los salones

donde la reina fui de las bellezas,

donde a mis pies rendidos,

ebria de orgullo vi cien corazones?

¿Dónde están mis amigos de otros días?

¿dónde están? ¿dónde están? Comprendo ahora

que todo es ilusión, que todo pasa

como el ligero viento

que acaricia y sacude mis cabellos,

y se aleja al momento.

Y abandonada y sola,

y herida del dolor, sin esperanza,

sin consuelo, sin fe, por todas partes

sólo la triste realidad contemplo

y el desengaño atroz: duro, inclemente,

llena él solo ¡ay dolor! el cruel vacío

que al huir dejaron en el pecho mío

los sueños engañosos de la mente.

¡Todo acabó... pasaron de la vida

los fugaces placeres. Mis deseos,

mis ensueños de amor, mis devaneos

también pasaron ¡ay! y dolorida,

de la entreabierta fosa aterradora,

con llanto de dolor los bordes riego

y a lamentos inútiles me entrego!

Y ¿amo aún la existencia? el pecho mío

¿aún quiere más tormentos y amargura?

perdida la ilusión de mi ventura

¿quiero vivir? ¡oh, triste desvarío!

¡oh, suplicio cruel!... martirio horrendo,

lucha infernal, terrible,

es pedir y anhelar lo aborrecible,

desear vivir para vivir muriendo.

¡Mas ya escucho el rumor de sus pisadas…!

¡ya en mis sienes resbala el soplo frío

de su aliento fatal…! ¡ya me parece

sentir cómo penetra matadora

una hoja de acero el pecho mío!

¡Oh… no quiero morir… muerte traidora!

¡huye! ¡piedad! ¡Detén el golpe odioso

un instante no más, Dios poderoso!

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A María

Fuente de leche y miel, más dulce y suave

que el licor que la abeja laborea,

de lirios y azucenas circundada;

en cuya margen fresca nunca hollada

el blanco cervatillo no pastea;

en cuya linfa pura las palomas

nunca mojan la pluma delicada…

¿cómo mi labio impuro

ha de turbar el plácido ruido

que forma tu corriente,

al descender del cielo

en cascada mansísima y riente?

¿Qué cantar, qué elevada poesía

será digna de ti, Virgen María?

Cierzo sutil ¡levántate... y tú, brisa

que entre la yerba duermes, aletea

en torno de mi frente, derramando

alrededor de mí, suave perfume

recogido en el cáliz de las flores!

Venid, aves del bosque, y en mis hombros

el leve pié posad; y vuestros trinos

escucharé extasiado de alegría!

Postrado aquí en el suelo

esperaré que lleguen hasta el cielo

vuestro agradable olor, vuestra armonía;

sólo homenaje digno

de llegar al alcázar soberano

do está la Madre mía…

…Idos! ¡yo cantaré!... ¡Dulce confianza!...

si es mi madre, ¿por qué la lengua humilde

no ha de ensayar un canto en su alabanza?

¿A dónde, oh alma, llegas?

¿Con qué ala veloz cruzas la noche

en que descansan los pasados siglos?

¿Eres cristiana? pues no temas… vuela!

sube! avanza!... la Fe que te ilumina

sobre sus hombros te alzará, y el velo

que cubre tus miradas levantando,

te mostrará otros mundos, que la mente

jamás pudiera dominar…

Detente

en el umbral del tiempo, ¡oh alma osada!...

¿no tiemblas?... ¿no anodada

tu débil existencia,

del Señor la magnífica presencia?

Mírale allí a lo lejos

en el vacío inmenso y extendido

del mismo Dios y de su gloria henchido!

¿No oyes su voz que llena los espacios,

terrible como el trueno que retumba,

suave, á la vez, cual música armoniosa?

Toda eres bella, amiga, toda hermosa,

y no hay en ti mancilla;-

dice, al mirar el tipo consumado

que como limpio espejo

en el abismo de su mente brilla.

¿Vuelves ya?... ¿te conturbas?... ¿te horrorizas?

¡ay, desdicha, desdicha!... Nunca el cielo

un suceso más triste ha presenciado;

jamás del infortunio

el brazo tan temido

mas desastroso golpe ha descargado…

¡cuánto he visto, ¡oh dolor! cuánto he gemido!

¿Dónde fueron, Adán, las dulces horas,

los sabrosos deleites que gozabas

en medio del Edén? ¿Dónde los bosques

a cuya grata sombra descansabas?

Yo te he visto con Eva en las praderas,

correr como la corza, y las colinas

trepar cual cabra montaraz, lanzando

gritos de dulce júbilo. Os he visto

también bajo un manzano, reverentes

orar, mientras los músicos del valle

entonaban magníficos cantares;

murmuraban los ríos,

y sonaban pacíficos los mares.

Después… después, os vi por un desierto

de cálidas arenas,

en fuga ignominiosa,

llanto acerbo en los ojos

y punzadoras, devorantes penas,

por herencia terrible,

de un arcángel del cielo perseguidos,

¡ay! cuyo brazo vengador blandea

la flamígera espada,

que vuestros miembros débiles cimbrea.

Y tan gran maldición, tal desventura

ha de pesar airada

sobre otros… ¡ay! generación futura

aun antes de nacer ya condenada.

Y cuánto ¡oh Dios clemente!

cuánto habrá de llorar... ¡mísera gente!

¡Ya no queda esperanza!... Más… ¿qué escucho?

¿Quién modula esas voces misteriosas

que vagan por el aire temblorosas?

Oh! qué cariño intenso

habrálas inspirado!... me parece

ver, al oír su acento conmovido,

el rostro de algún padre enternecido.

Una mujer, Adán, causó tu ruina;

otra mujer te salvará.- Y al eco

de esta palabra augusta

que pronunció el Señor, naturaleza

con el crimen del hombre trastornada,

tembló regocijada;

volvió la luz hermosa,

tornó a brillar el día,

y entre las negras nubes se cernía

el sol de la esperanza más dichosa!

¡Promesa bienhechora,

que bajaste a la tierra

en aquella de luto, amarga hora;

manantial de dulzura

cuyas límpidas aguas refrescaron,

el triste erial con su corriente pura.

¡Qué bello el árbol de la paz frondoso

creció en la húmeda margen, fecundada

con tu divino riego!

¡Con qué grato sosiego,

con qué santa alegría

a su sombra benéfica el humano

esperó en los tiempos el gran día!

Yo he visto ante mis ojos extenderse

de los siglos el cuadro majestuoso;

los tronos y los reinos sucederse,

y mil generaciones esconderse

de la muerte en el piélago espantoso.

He visto mil sucesos esparcidos

aquí y allí en los tiempos, confundidos

en aparente caos; pero existe

un misterioso enlace;

una mano invisible que encadena

lo igual y lo distinto,

y siempre cumplen, libertad e instinto,

lo que una excelsa voluntad ordena.

Crimen, miseria, corrupción y llanto

he visto donde quiera

y destrucción y espanto.

Mas sorprendido, en las espesas ondas

del pestilente océano,

flotar he visto una arca, sostenida

por invisible mano,

del viento y del turbión siempre azotada

nunca por viento ni turbión hundida,

jamás con lodo de la mar manchada!

¡Arca mística y urna do el tesoro

de la bondad de Dios oculto viene;

depósito bendito

que inmenso bien contiene,

con alma y corazón yo te saludo!

Yo comprendo tu símbolo expresivo,

yo sé que de entre el cieno del pecado

que la tierra manchó, pura y hermosa

ha de brotar la cándida azucena,

blanquísima, olorosa,

de grato almíbar llena,

cuyo brillante cáliz

ha de ofuscar el esplendor del día,

¡Oh Mujer misteriosa,

que con tu nombre el ánimo recreas,

Eva segunda, celestial María,

promesa de perdón, bendita seas!

En momento sublime,

grave y solemne, compasivo el cielo

cumplió de muchos siglos la esperanza:

rasgáronse las nubes

de la celeste esfera,

y entre los aires, puro, esplendorosa,

brilló de Dios la concepción grandiosa.

Era, en verdad, un ser cuya hermosura

nunca fue por el hombre imaginada,

de rostro humilde y virginal mirada,

cual corriente de luz, serena y pura.

Su vestido era el sol resplandeciente;

bajo sus pies hermosos

la luna sus destellos difundía;

su frente inmaculada

de nítidas estrellas coronada.

¿Qué quiere? ¿qué nos trae

la escogida entre toda las mujeres?

¿Parais, soles? ¿en medio del espacio

suspendeis vuestro curso interminable?

¿Por qué, tierra, tus vientos encadenas

y la furia del piélago indomable?

¿Por qué, mortal, sobre la tierra humilde

doblegas reverente la rodilla?

¡Ah, levantados mundos, alegraos;

baja tierra, estremécete! y tú, alma,

himnos a Dios entona

desde el fondo del pecho agradecido

que Dios la culpa del mortal perdona!

Mujer entre mujeres escogida,

Mujer de toda mancha preservada;

del mortal infeliz, consuelo y vida,

que bajaste a la tierra

a soldar la cadena destrozada,

y del dragón terrible

aplastaste la frente condenada:

Mujer de bendición, en cuyo seno

del Señor reclinóse la grandeza;

ignorado jardín lleno de flores

do el nardo de Jessé dio sus olores;

consuelo del mortal, dulce María,

cuyo nombre es cual óleo derramado,

que despide un perfume delicado

y el corazón inunda de alegría;

tú rogarás, Señora,

por mí, cuando yo escuche de la muerte

el paso silencioso,

y el esquilón de la tremenda hora

de su golpe terrible y pavoroso!

(Poesías, 1891)

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Crítica Literaria

En su poesía, fuertemente influenciada por el romanticismo, se advierte un frecuente acento místico (Reyes, 1995).

Según Cantón Rosado “la religión y el amor hogareño, tierno y casto, fueron sus musas inspiradoras… Su lenguaje es correcto y propio, como de una persona versada en la lectura de los buenos autores. Y su inspiración es levantada, como que pone su amor y su esperanza en el cielo”. Ciertamente que la fuente principal que nutrió su poesía fue la religiosa, porque su espíritu era profunda y sólidamente religioso (…) Pero nos parece que es en sus versos profanos donde raya a mayor altura y donde su voz, por más humana y exuberante, canta con mejores acentos (…) Si hay algo que distingue las poesías de Rubio Alpuche sobre las de otros poetas de su tiempo, y que las hace duraderas y siempre gratas, es su sencilla sobriedad; lo que otro hubiera dicho en tres estrofas, él lo decía en una, y decía en un solo verso lo que otro habría dicho en una estrofa (Enciclopedia Yucatanense, Tomo V, Segunda Edición, Gobierno del Estado de Yucatán, 1977. Pp. 418-420).



[1] La voz ante el Espejo. Tomo I. Reyes Ramírez, Rubén. Instituto de Cultura de Yucatán, México. 1995. P. 95.

[2]La voz ante el Espejo. Tomo I. Reyes Ramírez, Rubén. Instituto de Cultura de Yucatán, México. 1995.

Pp. 96-109.