Sánchez Mármol, Manuel

Nació en Cunduacán, Tabasco, el 25 de mayo de 1839. Inició sus estudios en una escuela particular de su pueblo, y los continuó en el Seminario Conciliar de San Ildefonso en Mérida, Yucatán. Al terminar su preparación de filosofía, se decidió por el Derecho. Desde muy joven le interesó la actividad periodística y por esa causa redactó dos periódicos manuscritos con un condiscípulo suyo. Posteriormente colaboró con El Álbum Yucateco y El Repertorio Pintoresco. Fue organizador de la sociedad literaria “La concordia”. En El Clamor Público” dio comienzo a sus escritos políticos, por los que lo nombraron edil del Ayuntamiento de Mérida. Junto con Alonso de Regil y José Peón y Contreras publicó el libro Poetas yucatecos y tabasqueños (1861). Durante la Intervención francesa, Sánchez Mármol defendió con gran convencimiento la integridad nacional. Pensador de ideas liberales, fundó el semanario político El Águila Azteca y colaboró en El Disidente. Como político ocupó varios cargos al lado del coronel Gregorio Méndez. Al ser restaurada la república, fundó El Radical. A partir de 1871 desempeñó el cargo de diputado por su estado durante el sexto, séptimo y octavo Congreso de la Unión. Asimismo fue secretario de Justicia del presidente José María Iglesias, pero al triunfo de la revolución de Tuxtepec, se retiró a su estado natal. Sin embargo, el gobernador de Tabasco, olvidando las divergencias políticas, lo nombró director del Instituto Juárez. En el porfiriato vuelve a ser nombrado diputado federal y senador y miembro de la delegación de México a la II Conferencia Panamericana. En ese año (1902) publicó México, su evolución social, donde se encuentra un estudio histórico-crítico llamado Las letras patrias, considerado su trabajo ensayístico más importante. Además de político y periodista, Manuel Sánchez Mármol escribió cuatro narraciones largas; entre ellas, Previvida. Falleció en 1912. Sus restos fueron depositados en la Rotonda de los Hombres Ilustres de la Ciudad de México [1].

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Fragmento de Previvida[2].

-¡Posible! ¡Sí, posible, puesto que es ella, ella misma!

Exclamó Luis Manso, entrando precipitadamente en el cuarto que Ernesto Luca ocupaba en el hotel Kronprinz. Arrojó el hongo sobre un mueble, y metidas las manos en los bolsillos, se puso a recorrer, a largas zancadas, de uno a otro extremo, la amplia habitación del amigo querido. Éste, que en aquellos momentos se ocupaba en descifrar, bien arrellanado en un sillón, un pasaje del libro de Nietzsche, Así hablaba Zarathustra, que leía a la luz de una incandescente, alzó los ojos y, con marcadas señales de sorpresa, preguntó:

-¿Qué pasa, Luis? ¿Qué mala víbora te ha picado? ¿Qué ella es esa que así te trae?

-¿Quién? Pues ella misma, María… María…

-Bueno, y ¿quién es María?

Manso interrumpió su marcha y fue a parase frente a Ernesto.

-¿No te he dicho que traigo en el fondo de mi alma un secreto que ha venido siendo la tortura de mi vida? ¿Un secreto tremendo, como la muerte, tremendo como los arcanos de la felicidad?... ¿No te he dicho que ese secreto es la causa, la causa única de mi voluntaria expatriación?

-Sí que me has dicho; pero hasta ahí has quedado. Te he pedido me confiaras ese secreto, si confiármelo podía servirte de algo, y tú has permanecido arca sellada, y he respetado tu silencio.

-¿Alguna vez me has oído pronunciar el nombre de María?

-Nunca.

-¿Me has visto quejarme amargamente de mi desventura, de los horrores que engendra un amor no alcanzado?

-Sí; lo uno y lo otro, y he solido hacerte guasa, y luego arrepentirme al observar el mal efecto que te producía. Y aun me has dicho que el secreto que guardas, destrozando tus entrañas, es la causa única de tu ausencia de la patria.

-Es la hora de que yo te confié todo, Ernesto; porque ahora voy a tener necesidad de tu ayuda. Hay que dar con ella; está aquí, la he visto, la he visto con la fijeza y atención de todo mi cerebro; la he reconocido; ella no me ha visto. Tal vez me buscaba, porque pude percibir como si escudriñara por entre la multitud que atestaba el Prater. He corrido tratando locamente de alcanzar el milord que la llevaba; en vano, todo lo que pude lograr fue ver que el carruaje penetró en la ciudad, en dirección de Ringestrase.

-Bien, Luis; la buscaremos, desde ahora mismo, si lo deseas. Dame instrucciones, indícame, a fin de que no vaya yo a tontas y a locas a perder el tiempo desgraciadamente.

-Gracias, Ernesto; no esperaba yo menos de tu exquisita amistad.

-Sí; te ayudaré mientras llega el ya próximo día de mi partida, que en caso necesario, si tú lo necesitas, diferiré. Mas a todas estas, ¿quién es la dama misteriosa? Creo que ahora ya no sabrás seguirme ocultando…

-Al contrario, si ahora soy yo quien necesita revelarte mi secreto todo íntegro, desde su misteriosa génesis; sin ocultarte las complicadas peripecias porque he venido pasando, las horribles agonías que me ha hecho sufrir; todo, todo.

-Estoy a tus órdenes desde este instante. Cierro este libro del nebuloso Nietzsche, y te escucho.

-Sí, la cosa es larga, larga, si hemos de tomarla desde sus comienzos; mas no, temo fatigarte; que ésta mi historia es singular por más de un capítulo. Son las siete de la noche. Hoy sería en vano tratar de descubrir el paradero de María; mañana emprenderemos la faena.

-Y empezaremos –agregó Luca-, por buscar la colaboración de una oficina de informes, que aquí las hay ejemplares, te lo aseguro. Acerca, pues, una silla y dime.

-¿Desde el principio?

-Si te place no ocultarme nada…

Manso tomó una silla, la colocó frente al amigo, y sentándose, se echó atrás, con ambas manos, el cabello sudoroso que le caía sobre la frente, y comenzó así:

I

-No, quiero que pierdas ningún, detalle, Ernesto; y aun cuando parezca que esto por donde voy a empezar no tenga relación alguna con mi historia, sí que la tiene y muy íntima y asaz curiosa.

Era el padre Velázquez un fraile carmelita que, por entonces, contaba unos setenta y cinco años. Lo tengo aquí clavadito: había perdido todo el cabello, del que le quedaba una estrecha faja blanca, enteramente blanca, que en determinadas condiciones de luz, semejaba como si una aureola plateada ciñera aquella inmensa calva. Enjuto y arrugado el rostro, en el que se mostraban estas peculiaridades: la barba redonda y firmemente delineada, la nariz prominente y pulposa, como la de las esculturas de los senadores romanos, los ojos de una brillantez fosforescente, grises, que tal vez fueron glaucos allá en la virilidad, pequeños, pudiera ser que más que por su conformación, por el espesor de las encanecidas cejas, que les formaban a modo de protector alero. Era el padre Velázquez de natural accesible y hasta llamativo. Unos le tenían por loco; por hondo filósofo, otros. Traía antecedentes de gran teologista, y no faltaba quien le atribuyera opiniones un tanto heterodoxas, que, por mi parte, nunca le oí profesar. Probablemente esto provenía de que allá, cuando militaba en la vida activa del sacerdocio, siendo capellán de monjas, obligó al obispo a que consintiera la exclaustración de una profesa, hija de confesión del fraile, metida en el convento, no de grado, según él llegó a averiguarlo y a demostrarlo.

Gran amigo llegué a hacerme del padre Velázquez, quien me acogía con paternal benevolencia, y tanto, que nunca me dio otro tratamiento que el de “hijo”, “mi hijito”. Yo ganaba mucho con el cultivo de aquel afecto y frecuentaba al padre que me deleitaba e instruía con su plática amena, en la que no atajaba los asuntos más arduos o ya escabrosos, sin hacer gala de doctrinas de libros, ni de erudición más o menos pedantesca, sino que se iba derechamente y decía las cosas de modo natural, sin ambajes ni disimulos, sino así, a la pata la llana.

Acababa yo de cumplir mis veintiún años y venía preparando mis exámenes de licenciatura. Con eso, para reponerme de la fatiga, iba con más frecuencia que de costumbre a visitar la celda del padre Velázquez, quien, con cariñosa solicitud, llegó a invitarme a que fuera a pasarme unos días al convento, donde estaría en condiciones de dedicarme al estudio con mayor recogimiento. Muy de grado acepté la invitación y fuime al lado del padre, con el propósito de pasarme allí una semana. Llegué al convento, donde me esperaba una celdita cuidadosamente dispuesta, cuyo mobiliario se componía de un angosto lecho, una mesita, una palmatoria y dos sillas, todo muy limpiecito. Todas las mañanas, después del frugal desayuno –una taza de delicioso chocolate, la copa de riquísima leche y una buena dotación del exquisito pan-, el padre me llevaba al extenso huerto del convento, por donde discurríamos, nuevos peripatéticos, durante una hora y más, yo proponiéndole arduos problemas de filosofía o de teología, él disertando ampliamente sobre cada tesis, sin olvidar nunca poner término a su discurso con salvedades como ésta: “Bien pudiera ser otra cosa; pero, en fin, estos es lo que a mí se me ocurre, y, Dios dirá”. Se ve, por esto, que el padre no se atribuía suficiencia alguna en los asuntos que trataba.

Vas a perdonarme que en todo esto que se refiere a mis pláticas con el padre Velázquez, sea yo algo difuso y llegue a cansarte; mas no puedo resistir al placer que experimento recordando a mi simpático y querido fraile, acaso porque él fue quien me hizo entrever los secretos de mi porvenir.

-De ninguna manera –repuso Luca-; muy al contrario; si vieras cómo me va interesando la genial figura de tu fraile… ¡Anda! Con sus pelos y señales, no me prives de ninguna menudencia.

-Bueno; pues como te venía diciendo, cada mañana discurríamos por el frondoso huerto, fraile y yo, en plática sabrosa, ya honda, y de ella traeré a capítulo lo que más grabado se quedó en mi memoria. Una vez le pregunté: Padre ¿y cómo entiende usted lo de la gracia? Sabe usted que hice mis estudios de teología, y en llegando ahí, se me volvió la cabeza una olla de grillos, con tan enmarañadas doctrinas del de Hipona, de San Bernardo, de Malebranche… “¡Ah! –me contestó, deteniéndose-, ¡y qué cosas preguntas! Yo te diré que la gracia es la providencia misma, es la bondad, la misericordia, el amor infinito de Dios. Gracia, es salvación, hijo mío. Por ella completa Dios los merecimientos de quien los ha alcanzado, o los suple a quien carece de ellos, para que todos, que somos emanados de él, volvamos a él… ¿Todos? Interrogué con sorpresa. Todos, confirmó con solemnidad. Todos los que somos criaturas suyas. Él es el padre universal. Padre tuyo, padre mío, padre del borrico aquel que está tirando de la noria, y de este fresno que nos da sombra, y del jilguero que ahora está trinando en las vecinas ramas. Y no fuera bondad y no fuera providencia y no fuera sabiduría infinita, si repeliera un solo átomo de lo que ha emanado de su voluntad.

Así hablaba, y sus palabras traían a mi memoria el panteísmo adélfico de San Francisco de Asís, y para que no cupiera duda, tras de corta pausa agregó: Dios está así en los cielos como en la tierra; en los espacios y fuera de los espacios; y nosotros vivimos, estamos y nos movemos en él. Recuerda, hijo mío, a San Pablo: Deus in quo vivimos, movemur el sumus.

Otra vez, hablando de un condiscípulo mío que no había logrado medras en los estudios, por su incuriosa pereza y estrechez de intelecto, díjele que el muchacho, más que entre sensible, era una piedra. ¿Qué dices? me replicó con acento duro y gesto de enojo. ¿Qué las piedras no sienten? ¿Y dónde aprendiste eso? De seguro en el común decir. Si la piedra no sintiera, no habría en ella amor, y ¿cómo se explicaría, entonces, la formación de los enormes peñascos, de las elevadas montañas, de las cordilleras cuyas cimas engendran a las nubes que riegan la tierra, la fecundan y la embellecen? Si en la piedra hay amor, hay que reconocerle sensibilidad. ¿Qué ley sino la del amor puede hacer que las moléculas que la constituyen se atraigan las unas a las otras, se yuxtapongan con adhesión tan fuerte y apretada, que hacen de ella la cosa más dura y resistente, y así, por una agregación constante de moléculas, se convierten en enormes bloques? ¡Ah! sí que siente; y cuando para disgregarla se le hiere o golpea con el pico, el mazo o el cincel, o se la hace estallar por el barreno de dinamita, la piedra se queja, solloza, grita, gritan sus partículas con grito desesperado al sentirse desunidas por una fuerza más poderosa que la del amor que las aprieta. No hijo mío, la piedra no es insensible, como no es insensible el árbol, que también se queja, solloza y se lamenta al sentir en sus flancos el golpe del hacha que va a derrumbarlo, y cuando cae, lanza también el alarido de muerte que atruena la selva. Sí, todo siente y piensa en la creación. Ya sé que los naturalistas no lo entienden así; pero su clasificación de los seres, sólo se funda en la grosera apariencia, no en la esencia de ellos. Su concepción no va más allá de lo materialmente visible, de la superficie, y nada más. Negar a la piedra, al árbol, sentimiento y conciencia, es como si negáramos la facultad del pensamiento a las humanidades que habitan los cuerpos celestes, solamente porque carecemos de medios de comunicación con ellas, y los que niegan, niegan sin pensar que la deficiencia está en nosotros mismos; negamos aquello adonde nuestra percepción no alcanza. ¿Por qué no vemos lo que hay más allá de la Vía Láctea, hemos de afirmar que no hay nada? ¿Por qué afirman los sabios que el árbol y la piedra no piensan? Porque carecemos del sentido por el cual nos fuera dado descubrir la facultad cogitante de la piedra y del árbol. Hay que desengañarnos, hijito; la ciencia no es otra cosa que el inventario de nuestras ignorancias. Todo esto lo iba diciendo el fraile con calenturienta exaltación, y entonces sí que daba yo la razón a los que por loco le tenían.

En la noche, después del refectorio, con el objeto de recapitular lo que en el día había yo estudiado o para divagarme, echábame a pasear a todo lo largo del amplísimo claustro, refrescado por el húmedo ambiente de la noche y perfumado con los efluvios que subían de los naranjos en flor que poblaban el patio. Una de tantas noches me sentí de tal modo deleitado con aquel paseo, que me embargó por completo la sensación de deleite que experimentaba, y olvidado de todo, de todo, discurrí inconsciente por toda la longitud del enorme cuadrilátero. De súbito sentí como si un ser animado caminara al lado mío; y me imaginé de momento que el fraile había acudido a hacerme compañía. Volví la cara a derecha e izquierda, ¡nadie! Seguí paseándome y seguí sintiendo la presencia a mi lado de un algo misterioso. Ni una sombra. Luego percibí el ligerísimo frotamiento como de una tela sutil. Son las hojas de los naranjos, díjeme, sonriendo, suavemente agitado por el vientecillo de la noche, y así entendí explicada mi ilusión; pero era el caso que la calma era absoluta y las rajas de los naranjos estaban enteramente inmóviles, sin más caricias que las que las estrellas que poblaban el firmamento, aquella noche sin luna, les enviaban desde allá arriba, en sus rayos de luz tenue y callada. Mi paseo continuaba y continuaba el acompañamiento de la invisible sombra. Y ya no fue sólo el roce de la tela; ahora llegaba a mí un perfume desconocido, que por desconocido no podía ser el de los abiertos azahares; que era al propio tiempo perfume y calor, algo así como emanación de un ser animado. No tuve miedo, porque aquel deleite no era para infundirlo, y no me resolví a acogerme a mi celda, sino cuando la alucinación se desvaneció por completo.

A la siguiente mañana, a la hora del desayuno, referí el percance al padre Velázquez, que me oyó con la mayor atención. Se puso pensativo, cerró los ojos por algunos instantes, y luego, con voz solemne, me dijo: Epifanía; sí. La llamas alucinación; mas eso tiene su realidad. La compañía de anoche es una manifestación de la mujer que te está predestinada. Aquí intercaló Luca el verso del nocturno de Silva:

Las sombras de las almas

que se juntan con las sombras de los cuerpos.

Manso asintió con la cabeza y dijo:

-Ahora ya voy creyendo en esas manifestaciones que parecen sobrenaturales. Entonces sonreí y contesté al fraile: No hay riesgo, padre. Para mí no hay mujer que me amenace: estoy libre de semejante calamidad.

Con efecto, sin ser misógino, ni mucho menos, has de saber que yo sentía una aversión ingénita al matrimonio. Desde muy temprano me repugnó la idea de comprometer mi libertad para toda la vida, tal vez debido a mi carácter movedizo e inconstante.

El padre me replicó: ¡Calamidad! Sí, como calamidad es el comer y el dormir. Eso significa que prefieres el amor libre; pero el amor libre supone un mismo nivel de cultura, de experiencia en el hombre y en la mujer, a fin de que ambos cuenten con los mismos medios de defensa, y se dé cuenta cada uno de las consecuencias a que conduce el ejercicio de la espontaneidad. Pero el hombre sin la mujer sería la negación de la humanidad, que sólo subsiste por la perenne renovación de los individuos. Y yo le dije: Padre, ¿y cómo ustedes hacen profesión del celibato perpetuo y lo practican? En este punto, el fraile exhaló un profundo suspiro, me pareció que palidecía, y repuso con acento apagado: Sí, hacemos profesión de perpetuo celibato y practicamos la castidad, mas ¿a qué costa?, ¿a costa de qué luchas y de qué torturas? No sin razón dijo San Pablo: “Vale más casarse que abrasarse”. ¡Ah! y qué llamas, hijo mío, las de la concupiscencia. Cuando la carne arde, y la quemazón llega al cerebro, y lo turba todo, y sobreviene el vértigo… ¡qué horror! Tú no entiendes ni puedes entender de esto, hijito: eres aún muy joven; tu fantasía aún vaga por los ideales: pero la carne se va madurando con los años, el cerebro va haciéndose más y más terrenal, y no se conforma ya con las imágenes del ensueño; quiere formas tangibles; anhela goces más reales; y ¡entonces! en el frenesí de esos anhelos, la razón se ofusca, el sentido moral desfallece, y en el ansia de la satisfacción del deleite apetecido, puede llegarse hasta el crimen. Dios te libre, Dios te preserve hijo mío, de llegar a estado semejante. Te lo repito: “vale más casarse que abrasarse”. ¿Y sabes tú, supones, siquiera, toda la suma de seducción que la naturaleza puso en la mujer? Comprendo, sí, tu aversión al matrimonio; no lo juzgo un estado perfecto tal cual se practica por los medios y condiciones en que se realiza; mas todo cambia en el modo de ser humano, y la experiencia irá enseñando cómo puede mejorarse la existencia. Hoy por hoy, hay que aceptar las cosas como son, ya que ni tú, ni yo tenemos bastante poder para enmendarlas. Adivino no soy; pero a fuer de viejo, aseguro que tus afecciones irán cambiando, y aseguro también que lo que sentiste anoche te presagia tu futuro; mejor que te presagia, es una manifestación de lo que te espera –decididamente, me dije, este fraile está loco de remate, y luego, en voz alta, le repliqué-: Si tomáramos, padre, las alucinaciones por realidades, el mundo sería un planeta de orates. ¡Ah! vanidosillo, repuso, encarándoseme: alucinaciones y realidades. ¡grandes palabras! ¿Y quién te dijo que eso que tú llamas realidades no sean más que apariencia pura? ¿Por qué tus sentidos habrían de ser más verídicos que tu intelecto? ¿Por qué ha de ser más verdad lo que percibes por medio de aquellos, que lo que percibes directamente por éste? La mente no necesita de ojos para ver: tu ojo puede engañarte; tu intuición, tu mirada interna, nunca. Precisamente el papel de los sentidos corporales puede no ser otro que el de turbar, obscurecer o embargar tu mirada interior. ¿No te ha acontecido que teniendo la vista fija en un objeto exterior, no tengas conciencia de tu visión, sino que interiormente estés percibiendo cosa distinta? El alma que no está sujeta a las limitaciones del espacio y del tiempo, puede sentir fuera del tiempo y del espacio, y por eso el futuro, lo que llamamos futuro, porque aún no lo han llegado a percibir nuestros sentidos, pueden muy bien venir a visitarnos en el presente, a lo que llamamos presente, a la sensación que estamos experimentando. ¿En qué nos apoyaríamos para negar que esta vida que estamos viviendo no sea reflejo o repercusión de otra vida ya vivida o anuncio de otra aún por vivir?

Así divagaba el fraile, y yo, con no corto esfuerzo, contenía la risa por no faltarle al respeto, y hacía economía de objeciones, temeroso de dar cuerda a sus enfermizos devaneos.

Pasaron los años: el padre Velázquez murió, y yo abandoné Guadalajara para establecerme en México, al amparo de una credencial de diputado al Congreso que había obtenido para mí, mi señor padrino el gobernador. Allí me gané relaciones y buenas amistades. Iba a bautizarse el recién nacido de uno de mis nuevos amigos, residente en Tlalpan: invitóme finalmente a asistir a la ceremonia y no supe excusarme. Allá me fui, no sólo por obligada cortesía sino porque prometíame pasar momentos agradables.

Cuando arribé a la casa en fiesta, toda enguirnaldada de rosas y gardenias, estaba ya atestada de gente. Mi amigo, afanado con las mil atenciones que lo reclamaban, me presentó a las damas y caballeros que íbamos encontrando al paso, desde el vestíbulo al salón principal. Muy contadas caras conocidas encontré; el amigo me abandonó para irse a otros cuidados, y yo me quedé un tanto cohibido, en medio de aquella aglomeración en que era yo punto menos que un desconocido. Recorriendo el salón con la vista, acerté a descubrir frente a mí a una señora de mi conocimiento, de grandes atractivos, por cierto, aun cuando ya peinando canas, y fuime hacia ella a saludarla. Acogióme con su habitual amabilidad, y me otorgó la gracia de hacerme sentar a su lado, en una silla ahí baldía, por fortuna. Trabamos plática, y como era de rigor, recayó sobre los esplendores de aquella fiesta; sobre las singulares prendas de los amos de la casa; de cómo la señora era bella y distinguida y el señor caballeroso y gentil; etc., etc. Nuevos invitados iban sobreviniendo, la mayor parte desconocidos para mí, que mi amable compañera me iba designando por sus nombres. El niño iba a ser traído al salón para presentarlo y repartir el volo. Todo el mundo se aquietó, se puso en orden, y se alineó a uno y otro lado del salón, con lo que ya pude ver el concurso menos confusamente. Frente por frente a nosotros, llamó mi atención una joven de rara hermosura, que desde aquel punto embargó mi atención, y tanto, que ya no tuve ojos para ver a otro lado. Advirtiólo mi amiga, y para hacérmelo comprender, sin el menor atisbo de malicia, me dijo así, exabrupto:

-¿Qué bella es? ¿no?

Parpadeé y volviéndome a la dama, contesté casi maquinalmente:

-Sí, que es extraordinariamente bella.

-Todo el mundo está de acuerdo con usted. Y sépase que a su belleza agrega María Santelices una bondad angelical.

De mil amores hubiera yo tratado de averiguar pormenores tocantes a la singular beldad; mas retrájome el temor de mostrarme demasiado interesado, y no sólo callé, sino que traté de llevar mi vista a otro lado, con no corto esfuerzo, que no era suficiente a impedir que mis ojos volvieran a posarse en aquella maravilla, la consideración de pasar por impertinente.

Concluida la ceremonia, me puse de pie para ir a presentar mis respetos a los padrinos, y antes de apartarme del lado de mi compañera, me dijo sin pizca de intención:

-Vuelva usted aquí. En la primera coyuntura voy a presentar a usted a la familia de María: son de mis mejores amistades.

Dile las gracias, y cumplida mi atención, torné al lado de ella. No sé por qué no acertaba yo a apartar mi vista de la encantadora joven. Interés, ni tantito. Seguramente que obedecía yo a mis ingénitas aficiones estéticas, y no más.

En el primer movimiento que se operó en el salón, la señora tomó mi brazo y se encaminó hacia la familia de María, compuesta de ella, la madre, y un jovencito muy simpático; y por cierto que la madre, ya fronteriza a la otra edad, debió de haber contado con un buen arsenal de seducciones. Tras del saludo, afable y sencillo por extremo, indicio de la gran amistad que las ligaba, hizo mi compañera mi presentación, que fue acogida con asaz discreta amabilidad.

Concentrando cuanto posible me fue toda mi atención, a fin de darme cuenta de los encantos de aquella deliciosa criatura, aproveché los fugitivos instantes que el encuentro podía proporcionarme, que fueron rápidos, muy rápidos, te lo aseguro.

-Pero a todas éstas –se interrumpió Luis-; estoy abusando de ti despiadadamente. Es hora de que tomes algo. Si gustas, vamos al café Húngaro…

-Maldita la gana- repuso Luca-. Si supieras que me satisface más estarte oyendo… No sólo de pan se vive. Pero, en fin, pienso que tú sí has menester tomar alimento para oírnos, y tu asunto es de los que reclaman atención fiero que vayamos al café Kron; allí podremos hablar tranquilamente, sin que nada ni nadie nos moleste, pues en el Húngaro, hay tal alboroto, que tendríamos que gritar para continuar tu interesantísima narración. Sólo que pre y recogimiento.

Dicho esto, los dos amigos se pusieron de pie, y cobrados sus sombreros y sus abrigos, se encaminaron al café Kron, no distante del Kronprinz.

Una vez allí, escogieron el rincón más apartado, se instalaron en una mesita y se hicieron servir.

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Crítica Literaria

Alfonso Reyes al escribir sobre Sánchez Mármol pasa revista somera a su producción literaria –“Previvida es obra de vejez; pero, a veces, no lo parece; ansia de viajes, imaginaciones fantásticas, ambiente de cosmópolis…” –pero nos deja un retrato que puede servir como referencia simpática para la lectura de esta novela: “Iba siempre afeitado, y usaba unos espejuelos de arillo dorado; tenía la sangre a flor de epidermis, la boca senilmente fruncida; una cabecita de garbanzo que temblaba delicadamente. Bajo de cuerpo, nervioso; por mentir vigor, andaba como saltitos, se movía como con resortes y a pasos muy cortos… Era muy limpio. Se ponía unos chalecos rojos. Calzaba a la moda vieja como si fuera militar. Por burla, afectaba juventud… Era aficionado a la buena música. Tenía una copiosa biblioteca. Lo íbamos a ver a su estudio y nos hablaba con una cordialidad infinita”. Fue conversador ameno, y su estilo castizo y directo hace recordar a algunos comentaristas al escritor español Juan Valera (Contraportada del libro Previvida (1906) de Manuel Sánchez Mármol, editada por la Dirección General de Publicaciones y Bibliotecas/ SEP y Premiá Editora de Libros, S. A. en México, 1982).



[1] Previvida (1906), Sánchez Mármol, Manuel. Dirección General de Publicaciones y Bibliotecas/ SEP y Premiá Editora de Libros, S. A. México, 1982. P. 7-8.

[2] Previvida (1906), Sánchez Mármol, Manuel. Dirección General de Publicaciones y Bibliotecas/ SEP y Premiá Editora de Libros, S. A. México, 1982. P. 13-27.