Ponce y Font, Bernardo

(1848- 1912) Escritor, periodista y poeta. Nació en Dzilam, Yucatán y falleció en Mérida. Estudió con el maestro Honorato Ignacio Magaloni en el Liceo Científico y Comercial y se graduó de bachiller en filosofía en el Seminario Conciliar de la capital yucateca. Imperialista por formación y origen combatió desde 1867 a los partidarios de la República y participó en diversas batallas contra las tropas del General Manuel Cepeda Peraza. Durante un tiempo radicó en Ciudad del Carmen, donde su padre era prefecto político y comandante militar. Al ser fusilado su progenitor, se retiró de la milicia y realizó la carrera de Derecho; se recibió de abogado en 1872. Desempeñó diversos cargos públicos y en 1894 fue nombrado miembro de la Academia de Legislación y Jurisprudencia de México, correspondientemente a la de España. Publicó una Colección de Leyes de Yucatán y colaboró durante años en el “Semanario Yucateco”, “El Libre Examen”, “El Eco del Comercio”, “La Razón Católica”, “La Ley y El Salón Literario”. Junto con José Vidal Castillo, fue copropietario de “La Revista de Mérida”. Compuso varia leyendas en verso como “Doña Inés de Sanabria”, “Don Juan de Montejo” y “La cita misteriosa”. Asimismo es autor de “Recreos Literarios” (1900) y “Obras” (1903)[1].

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Selección de Poemas a Izamal[2]

LA CRUZ DEL CALLEJÓN

(Leyenda histórica)

I

Fue la histórica Izamal

de este mi cuento escenario,

en el siglo que termina

el año de veinte y cuatro.

A Yucatán gobernaba

Francisco Antonio Tarrazo,

yucateco distinguido,

modesto, prudente y sabio.

Era un callejón estrecho

que de la Cruz fue llamado,

porque una cruz se veía

sobre un pedestal muy alto,

apoyarse de una casa

contra el muro prolongado.

Y no lejos de aquel signo

de redención sacrosanto,

vano estrecho se veía

en el muro practicando.

Era boca de un cenote

que de la casa en el patio

escondía el ancho seno

de turbias aguas colmado.

Y de la cruz no distante,

del callejón en el cabo,

se alzaba el hogar humilde,

triste, mudo y solitario,

de la hermosa Margarita

y su padre Antonio Castro.

Las doce eran de una noche

del florido mes de mayo;

noche tibia y amorosa,

llena de rumores vagos.

Se abrió en silencio un postigo,

acercóse un embozado

y los ecos de dos veces

en el aire se enlazaron.

¡Qué amorosos juramentos

salían de aquellos labios!

¡qué de quejas y suspiros!

¡cuánto cariñoso halago!

-Si, como dices, me adoras

exclamaba el embozado,

¿por qué dudas, Margarita?

¿por qué vacilas? Huyamos;

grande es el mundo y podemos

hallar asilo ignorado,

que en su sombra bienhechora

nos oculte al mundo vano!

Allí de paz y ventura

gozaremos muchos años.

-Oh, jamás, Fernando mío,

a mi infeliz padre anciano

¿cómo abandonar podría,

triste, enfermo y solitario?

-¿Por qué a nuestro amor se opone

y es con nosotros tirano?

Miro con dolor profundo

que no me amas…

-¿Qué no te amo?

por ti mi sangre, mi vida,

lo que soy y lo que valgo

diera yo… ¡pero mi padre!

¡cómo puedo abandonarlo!

¡oh, jamás, Fernando mío!

-De Izamal hoy mismo salgo

para no volver ya nunca.

¡Oh, qué triste desengaño!

¡Llevo el corazón herido,

llevo el pecho desgarrado!...

-No, jamás, jamás, dejarme…

si así lo exiges, huyamos…

¿Qué me importa a mí la vida

sin el amor de Fernando?

¿Qué la deshonra ni el mundo?

espera… espera… ya salgo.

Cerróse luego el postigo,

de allí los dos se apartaron

y después de corto instante

se abrió la puerta. Las manos

enlazadas tiernamente,

Margarita y don Fernando,

por amor enloquecidos,

rumbo hacia la cruz tomaron.

Y cuando ante ella estuvieron,

quizá el deber recordando,

Margarita se detuvo,

soltó de Fernán la mano

y con voz solemne dijo:

-Ante el leño sacrosanto

que la Pasión nos recuerda

del Señor de lo creado,

juro, Fernán, que te adoro.

Jura que en vínculo santo

nos uniremos mañana.

-Por mi nombre de cristiano,

te lo juro, Margarita,

y que este leño sagrado,

testigo de la promesa

sea que de hinojos hago.

-Vamos, pues, Fernán, soy tuya.

Y de la cruz se apartaron

prosiguiendo su camino.

No se habían alejado

de allí mucho, cuando oyeron,

con pavor y sobresalto

como ruido de cadenas

junto a la cruz que dejaron.

Y una voz grave y profunda

el aire rasgó exclamando:

-“Ya escuché tu juramento

y en la memoria lo guardo.

¡Ay de ti si tus promesas

no cumples como cristiano!

¡Ay de ti, Fernando Rojas!”

La débil mujer, de espanto,

sintió el alma poseída:

sus pies a andar se negaron

y su corazón medroso,

como nunca apresurado,

sintió latir en el pecho.

Tembló, vaciló, cual árbol

que de tempestad airada

sucumbe al terrible estrago

y al suelo hubiera caído,

a no caer en los brazos

de su amante que a su cuerpo

con premura se estrecharon.

Fernando, menos medroso,

llevó a la espada la mano

y exclamó con voz sonora:

-No me asusta el mismo diablo,

y si hombre sois o demonio

que de mí queréis burlaros,

¡vive Dios! que a los infiernos

os lanzaré a cintarazos.

Otra vez de las cadenas

los sonidos se escucharon

y murmullos y sollozos,

tristes rumores de llanto.

Una luz, al mismo tiempo,

de resplandores extraños,

azules, fosforescentes

y macilentos y vagos

fue la angosta entrada oscura

del cenote iluminado.

Al fin, un globo de fuego

vio salir de allí el hidalgo;

éste arrastra a Margarita,

se va con miedo apartando

y el globo, cual si impelido

fuera por oculta mano,

lentamente se movía

y se iba hacia él acercando.

A aquel resplandor verdoso

creyó mirar el hidalgo,

que un bulto negro, una sombra

también se iba aproximando.

Y crecieron sus temores

y creció su sobresalto,

al pensar que el bulto fuera,

tal vez, el cuerpo del diablo.

Ante la visión fatídica

temblar sintió D. Fernando

su corazón noble y fiero

al peligro acostumbrado.

Saltó del puño la espada,

limpio acero toledano

que era terror de los mozos

y envidia de los ancianos.

Presa de mortal congoja,

con el cabello erizado,

el terror, al fin, vencióle,

sus rodillas se doblaron

y al suelo cayó de hinojos

el amante desdichado.

II

Pasaron días tras días,

corrieron años tras años

y Margarita lloraba

las ausencias del hidalgo.

¡Tan grande amor, quién creyera

que se hubiese evaporado

como gota de rocío

del sol ardiente al contacto!

Al viento lanzó sus quejas

y el viento frívolo y vano,

de sus quejas se burlaba,

de su dolor y su llanto.

¡Cuántos días, cuántas noches

pasó la infeliz llorando,

sepultada en el abismo

de sus recuerdos más caros!

Un día, cual otros muchos,

en que se hallaba esperando

ver arribar de repente

a la ciudad al ingrato,

ruido escuchó y algazara

de tumulto poco usado,

en población que tranquila

deslizarse vio sus años.

Mujer, al fin, el motivo

conocer ansió el caso;

sale y mira, con sorpresa,

grupos de gente compactos

que corrían afanosos

ora a pie y ora a caballo.

Cuál era, inquirió, el motivo

del suceso extraordinario:

que el Gobernador, responden,

en la villa era esperado.[3]

Y en verdad, el pueblo todo

enderezaba los pasos

de la cruz hacia la ermita,

pobre templo y solitario

que se alzaba en el camino

que de Mérida llamaron.

Un impulso irresistible,

un deseo en ella extraño,

a Margarita condujo

al pie del madero santo,

que fue testigo del voto

que de amor prestó Fernando.

Fija ansiosa las miradas

hacia donde, en breve rato,

pasaría el gobernante

por el pueblo acompañado.

Se oyó clamor jubiloso

en todos los campanarios

y cohetes voladores

hacia las nubes se alzaron,

trazando surcos de fuego

en el anchuroso espacio.

Los vítores entusiastas

oyéronse más cercanos,

y el Gobernador de todas

aquellas gentes rodeado,

a la esquina del cenote

arribó con lento paso.

Rasgó los aires un grito

desgarrador, prolongado;

las gentes se detuvieron

y unas a otras se miraron;

el Gobernador pregunta

qué era lo que había pasado

y antes de obtener respuesta

miró cómo, el rostro pálido

por la emoción, se encubría

su ayudante Rojas Cano.

Pasó Margarita abrióse

entre el concurso, clamando:

-Escuchadme, deteneos,

justicia pido y amparo.

Abrióse anchurosa calle

entre los grupos compactos;

recorrióla Margarita

con breve y seguro paso,

y nadie el grave silencio

acertó a turbar osado.

-Justicia, señor, no gracia,

llego hasta vos implorando

y pues sois de la justicia

celoso depositario,

benigno escuchad ni queja,

no me neguéis vuestro fallo.

Ante esa cruz bendecida

juróme amor un hidalgo,

que yo inexperta juzgaba

noble, caballero, honrado.

Juróme que el matrimonio

con indisoluble lazo,

nuestro cariño punible

cambiaría en amor santo.

Quebrantó sus juramentos,

que eran juramentos falsos,

y huyó de mí el fementido

abandonándome ingrato.

-¿No hubo nadie que escuchara

las promesas del hidalgo?

-Nadie ¡ay de mí! ¿quién podría

en aquella hora escucharlo,

si la noche era avanzada

y el paraje solitario?

-¿Dónde fue?

-Junto a esa cruz.

-¿A qué hora?

-Si no me engaño,

las doce eran de una noche

inolvidable de mayo.

-¿Quién fue, decid, el perjuro

autor de tan grave daño?

-Allí junto a vos le miro:

Fernando Rojas y Cano.

-¡Fernando, vos! ¿qué decís

de vuestra culpa en descargo?

-A esta mujer no conozco,

todo lo que dices es falso.

Así dijo el caballero

con procaz desembarazo,

y la triste Margarita

riendas dio a su triste llanto.

Indeciso el gobernante

permaneció grande espacio:

buscaba un modo seguro

que le diera el resultado

de saber lo verdadero

en aquel difícil caso.

-A vos, señora, y a vos,

Fernando Rojas y Cano,

para esta noche a las doce

ante esa cruz os emplazo.

Dijo, al fin, y conmovido

siguió su ruta al santuario

en que a la Virgen Purísima

venera el pueblo itzalano.

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Crítica Literaria

Dos aspectos principales presenta Ponce Font en su labor poética: el leyendista y el lírico (…) En cuanto al primero “Ponce supera a otros poetas yucatecos que se ejercitaron en este género (menos, naturalmente, a D. José Peón Contreras) en la difícil facilidad de saber cortar a tiempo el vuelo de la fantasía, en la descripción de los escenarios y sobre todo en la colaboración atmosférica y meteorológica, que nunca falta en esta clase de obras literarias (…) La obra de Ponce Font se desenvuelve sólidamente, sin ningún matiz peculiar de vernaculismo yucateco genuino (…) En sus poesías líricas tampoco pone Ponce Font ningún matiz yucateco; continua con la vista fija en los poetas españoles (…) Su ideología, rigurosamente católica y conservadora, forzosamente refleja en su obra poética que, en mucha parte, tiene como finalidad un fondo didáctico, especialmente ético, concluyendo a veces con una moraleja (…) Contrastan en el conjunto, pero contrastan bien, las pocas composiciones de índole pasional que escribió, probablemente en su juventud, plena de ardimientos. (Enciclopedia Yucatanense, Segunda Edición. Tomo V. Gobierno de Yucatán. México, 1977. Pp. 414-417).



[1]Diccionario de escritores de Yucatán. Peniche Barrera, Roldán y Gaspar Gómez Chacón. Compañía Editorial de la Península, S.A de C.V. México, 2003. P.124.

[2] Poemas a Izamal. Vera Lima, Miguel F. Talleres Gráficos del Sureste, S.A. de C.V. Mérida, Yucatán, México. 1995. Pp. 54-67.

[3] Izamal era villa desde 1823. Luego ciudad, a partir de 1841.