Sales Cepeda, Manuel

(1854-1924)Periodista, ensayista, autor teatral y poeta. Nació en un barco el 14 de noviembre de 1854, entre Celestún y Sisal, Yucatán. Sobrino de Manuel Cepeda Peraza, prócer yucateco. Vivió en Motul hasta los 5 años. Hizo sus estudios primarios en esta ciudad. Estudió en el Instituto Literario del Estado. Bachiller a los 18 años, se le nombró profesor de matemáticas y de filosofía en dicho Instituto. Se graduó de ingeniero topógrafo. Director de la Normal en 1882, y después del Instituto Literario, en el que realizó importantes reformas pedagógicas; fue presidente del Consejo de Instrucción Pública del Estado durante los gobiernos de Alvarado y Ancona Albertos. Se le considera el guía intelectual de varias generaciones. Se jubiló en 1911 pero se mantuvo activo en la cultura: en 1923 fue consultor general de educación, nombrado por el mismo Vasconcelos. Asistió a la Exposición de París en 1889, como representante de Yucatán. Ejerció el periodismo cultural y pedagógico, escribió sobre estética, filosofía, botánica, etc. Hizo traducciones y fue autor teatral y destacado polemista. Como político militó en las filas del Partido Liberal y fue diputado al Congreso de la Unión en dos ocasiones. Colaboró en la prensa local usando a veces el seudónimo “Escéptico”. Fue el presidente vitalicio y natural de las tertulias literarias que por varios lustros se realizaban en la plaza grande de Mérida[1].

Obras:

-Estudios estéticos, 1896.

-De ayer y de hoy, Mérida, 1909.

-Misceláneas.

-Obras de teatro: Pagar la lengua, Estrategia, El Dios de nuestros días, Dorada infamia, Entre infames.

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REVISTA MODERNA[2]

394. JUAN GAMBOA GUZMÁN

No puedo, señores, dominar la emoción que me embarga al penetrarme del triste objeto que nos trae aquí reunidos. En este popular recinto, centro perenne de grato solaz y lícito recreo, donde tantas veces resonaron la alegría y el bullicio y el rumor voluptuoso de la danza… déjanse escuchar hoy tan sólo los lamentos de la elegía y los lúgubres ecos de armonías funerarias… Vuelvo los ojos, y veo en torno mío un selecto concurso, grave y silencioso, como embargado por un melancólico recuerdo, por un doloroso pensamiento… Miro también esa simpática efigie, destacándose entre fúnebres crespones, hacia la cual convergen todas las miradas abatidas… y paréceme que una nube de pesar, una nube sombría, se está cerniendo sobre nuestros espíritus… y siento que mis conceptos se nublan y que no he de poder colocarme a la altura del honroso cometido que se me ha confiado, de interpretar en este solemne el justo duelo de la noble sociedad “La Unión”.

Y ¿por qué este duelo? No nos hemos dado cita aquí seguramente para quemar incienso en loor de ningún poderoso, de ningún magnate o potentado. No. Venimos aquí a despecho del indiferentismo y del olvido, engendros ruines de la descorazonadora ingratitud, a despecho de esa sentencia horrenda, de esa ley fatídica, que pesa inexorable sobre los pobres mortales, a evocar el recuerdo de una personalidad que significaba para los yucatecos y para toda la patria mexicana, una positiva gloria. Venimos aquí a tributar una generosa ofrenda a la memoria de un distinguido consocio, de un ameritado compatriota, de un malogrado amigo, que amó con entrañable amor el arte, y le consagró su vida por entero…!

Las bellas artes, señores, siempre han sido para los pueblos cultos las preciadas flores, las flores hermosas y fragantes de su civilización. Así, los más civilizados han tenido adoración por sus grandes artistas, y han acostumbrado ceñirles las coronas de la gloria y de la inmortalidad… Y nada más justo que ese amor y ese culto a esos inspirados que se llaman artistas: genios privilegiados, que acariciando siempre en sus mentes soñadoras ideales nobles, ideales levantados, sienten en su mísera peregrinación terrena algo así como la triste nostalgia de una patria sublime; genios privilegiados, que sienten estremecerse y palpitar entre sus nerviosas fibras el aliento divino de la inspiración, aliento mágico, aliento soberano, merced al cual crean y animan e infunden el soplo de la vida, como por milagro, en la inerte materia; genios privilegiados, en fin, que sin más varita mágica que su diestro pincel transforman el tosco lienzo en un prodigio de arte, y lo sublimizan, y lo llenan de encanto y poesía… ya reproduciendo los arreboles de la risueña aurora o los matices primorosos de las flores; ya la majestuosa catarata, o el apacible y límpido arroyuelo, o la tempestad desatada que levanta hasta los cielos el encrespado y embravecido oleaje; ya la consoladora aparición, en el horizonte arenoso, de la nacarada viajera de la noche, bañando con su melancólica luz la caravana; ya, por fin, la angelical sonrisa de encantadora beldad, de formas vaporosas, etéreas, surgiendo, cual arrobador ensueño, de entre los lotos y nenúfares del río, y arrancando de su cítara de oro, música celestial…

El arte, señores, llámese pintura, llámese escultura, arquitectura, música o poesía, es la única esfera del humano poder, en que se muestra el hombre verdadero creador. Si es una creación divina el universo, el campo del artista es el campo precioso de la creación humana. Esa mirífica obra, esa obra maestra, la naturaleza, parece mostrar las huellas de un misterioso artista: naturaleza bella, que es el poema de los poemas, como poesía; el más armonioso concierto, el más admirable coro, como música; como pintura, el lienzo maravilloso, el plástico modelo, fuente de inspiración inagotable; y como arquitectura, el único templo digno de su incógnito artífice.

Yo no sé, señores, si el espíritu humano es un débil reflejo de ese misterioso desconocido, de ese escondido artista, o si al contrario, ese divino artífice es el mismo antropomorfista espíritu del hombre reflejado en la naturaleza; mas es lo cierto que en todos nosotros existe, innata o no, una facultad estética, un sentimiento de lo bello, que sólo se satisface y sólo goza en la contemplación de las creaciones artísticas, y que nos ennoblece, y nos consuela, y templa los sinsabores del penosísimo viaje del esquife humano…

En nuestras almas todas, por empobrecidas que sean existe esa feliz facultad de adivinar y sentir y amar lo bello; facultad superior a la rígida inteligencia, austera y fría, reveladora de la triste realidad; rica, fecunda facultad que esmalta con su colorido hermoso los panoramas sin fin de la creación; que refleja nuestra alma soñadora en los objetos todos; que despierta, por decirlo así, la vida en todos los seres de la creación; que en sus quimeras deliciosas le da un alma consiente al arroyo gentil que serpenteando retoza en la pradera, el aura embalsamada que suspira, a la perfumada flor que se abre ruborosa y de placer palpita al beso de la aurora: la fantasía, señores, la facultad creadora, imaginativa, la más noble, la más grande y poderosa de nuestras facultades; la calumniada artista del espíritu humano, motejada por unos, los pesimistas despiadados, como la loca de la casa, y llamada por otros, con justicia, el sublime pincel del pensamiento.

No recuerdo quién dijo, en semejantes términos, que el arte es el agente mágico que hace sentir a la inteligencia y entender a los sentidos. Y nada mejor dicho. Por la magia del arte, el pensamiento humano, que palpita sin forma, sin expresión posible en el cerebro, toma cuerpo de realidad encantadora, y salta, lleno de vida, a los sentidos, a los ojos, revestido de hermosísimo ropaje. Lo que no pueden decir, señores, todas las palabras del mundo, sabe expresarlo, con irresistible elocuencia, una pincelada, una nota del artista. ¿Qué hablista, ni qué orador, ni qué poeta puede expresar como el inspirado pintor, la pasión retratada en el fondo de los ojos? ¿Quién puede transcribir como el músico sublime la nota melancólica de un suspiro de amor? Y luego, esos arquetipos divinos de perfección y de belleza, esos ideales purísimos que flotan indecisos en nuestras mentes soñadoras, ¿quién otro que el artista puede llegar a darles forma, convertidos, digámoslo así, de idealidades, en suprasensibles realidades? El arte, sólo el arte puede, así, hacernos vislumbrar lo infinito, esa ilusión sublime, esa aspiración consoladora del pobre ser humano que, encadenado Prometeo, prisionero infeliz, acongojado gime en su cárcel miserable. Y por eso, señores, porque es el arte autor de tantas maravillas, los artistas son siempre tan queridos; y por eso los artistas son llorados; porque ellos son los seres bienhechores, que tras mil vicisitudes y miserias, luchando con la indiferencia, con el desdén, con el egoísmo, con la envidia, sin otra ambición a las veces que arrancar a la fama una corona, saben remontarse, en alas de su inspiración, de su genio, a las sublimes regiones de lo ideal; y para elevarse hasta allí, y para escalar esos cielos, y para mostrarnos la luz deslumbradora de esas misteriosas esferas, ¡tienen que dejar en su angustioso vuelo pedazos de su alma!.

Y si el artista, señores, ha sido, como Juan Gamboa, un apasionado amante del progreso y cultura de su país, si ha sido un ciudadano pundonoroso y digno; un solícito jefe de familia, un ejemplar hermano; un caballeroso y leal amigo; ¡ha!, entonces… no pueden menos de arrasarse en lágrimas los ojos cuando se trata de recordar al mundo del arte su desaparición, su eterna ausencia…

Todos le habéis conocido: hasta su continente, su figura, su fisonomía, eran de artista; su despejada frente rebelaba las dotes, las prendas de su espíritu: la bóveda de su cráneo señalaba la benevolencia; entre sus profundas órbitas, sus grandes ojos destacándose entre morados, entre artísticos surcos, destellaban esa débil luz que no refleja audacia ni energía, sino un carácter sufrido y resignado; su voz, muy dulce, parecía atimbrada solamente para modular expresiones de bondad y de afecto; y su estética cabeza orlada de naturales rizos, recordaba las que Miguel Ángel acostumbraba dar a sus místicas figuras.

Y no era Juan tan sólo un consumado artista. Poseía un estimable caudal de ilustración, un espíritu discreto y juicioso, y como crítico, muy apreciables dotes. Se asociaba de todo corazón a los triunfos de su país en el trabajo, en las ciencias y en las letras; en las letras, sobre todo, de las cuales era admirador apasionado. Era detractor ardiente de todo lo que significaba entre nosotros rutina o retroceso. ¡Perteneció siempre a la familia liberal; profesó el credo reformista, el dogma del progreso; creía, como nosotros, en la regeneración completa de nuestra sociedad y en la realización de sus progresistas ideales que vemos suspendidos allá en los horizontes de lo porvenir!

Tal fue el notable artista que nos arrebatara la implacable, en la plenitud de su talento y de su fama, cuando ya había triunfado, digámoslo así, cuando ya se estimaba su valer y se arrebataban sus obras; cuando rebosaba de vigor y robustez y lozanía; cuando atravesaba aún esa edad de las grandes pasiones; esa edad en que nos sentimos impulsado con vehemencia a todo lo noble y generoso; edad exuberante de vida, de ilusiones, en que el hombre se siente en más estrecha comunión simpática con los seres amados, edad en que el hombre ama lo grande, lo heroico, lo sublime, porque mira risueño en lontananza un dilatado porvenir… ¡Oh, señores…! ¡nunca fuera más inclemente ni más despiadada, ni más cruel la parca miserable…! ¡arrebatárnoslo cuando toda su imaginación era color, toda su inteligencia luz, todos sus sentimientos pasión; cuando acariciaba la ilusión hermosa de anudar sus lazos para siempre con el seductor ensueño de todos sus amores, con la deidad adorada de su pensamiento; con la noble prometida de su corazón! Si, señores; porque Juan amaba; podemos decirlo sin pecar de indiscretos: amaba a una beldad angélica con todas las potencias de su alma, con febril y delirante entusiasmo, con todo el ardimiento de que es capaz un pecho humano, y lo que es más, un corazón de artista: ¡estaba enamorado de la Gloria! Por eso, jamás le absorbió por completo un mundanal amor: no dejó sucesión, no dejo renuevo alguno, heredero acaso de su rica fantasía; más pudo decir, con noble orgullo, a la manera del Tebano inmortal: Zaraida, La Noche, Abandonado, Melancolía y Música Celestial, son mis más bellas hijas: frutos felices fueron del solo amor, de la única pasión que alentara mi pecho: en ellas ha de palpitar siempre el aliento de mi inspiración y de mi vida; ellas honrarán mi memoria y defenderán mi nombre del olvido.

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Crítica Literaria

Es notable por sus crónicas teatrales, en las que juzga con bastante acierto, debido a sus conocimientos literarios y a su buen gusto, las obras dramáticas de autores españoles que se estrenaban en su tiempo en nuestros teatros (…) Sin embargo, en el drama Dorada desdicha no fue tan afortunado. A propósito de esta pieza dramática, decía el inteligente crítico D. Pastor Urcelay: “Amigo mío, y más que amigo, mi maestro, es D. Manuel Sales Cepeda, que me inspira además de singular cariño, veneración casi supersticiosa por su vastísimo saber en muchos y muy variados ramos científicos, y no por eso dejo de conocer que su drama Dorada desdicha, en cuanto a obra literaria, vale tanto como El Billete o Deudas del Corazón –ya que de comparar se trata- es decir, que nada vale. El Sr. Sales Cepeda, que además de sus vastos conocimientos científicos de que acabo de hablar, ha probado sus excelentes facultades para el género cómico, quiso salirse de él y aplicar su actividad intelectual a un género literario para el cual no es idóneo, y le acaeció lo que por fuerza tenía que acaecerle: que no acertó a dar pie con bola” (…) En cuanto a la crítica literaria, Manuel Sales Cepeda, junto con Justo Sierra Méndez, hizo avanzar los ideales de la crítica a finales del siglo XIX, impulsándola en un nuevo carril, que no era sino el resultado de un más elevado nivel de la cultura universal (…) Sales Cepeda tuvo las más altas cualidades en éste y en otros géneros, que le han valido merecidamente el dictado de Maestro. Pocos como él han logrado ceñirse al ideal del crítico brillantemente expuesto por Rafael Altamira (Enciclopedia Yucatanense, Segunda Edición. Tomo V. Gobierno de Yucatán. México, 1977. Pp.236-771).



[1] La voz ante el Espejo. Reyes Ramírez, Rubén. Tomo I. Instituto de Cultura de Yucatán, México. 1995. P.p. 357-358.

[2] REVISTA MODERNA, México, enero de 1899, Año. II, núm. 1, p. 19.