Baqueiro Anduze, Oswaldo

(1902- 1945) Escritor y periodista. Nació en Mérida y falleció en la Ciudad de México. Desde muy joven mostró interés por la lectura de los clásicos y también por los temas históricos regionales. Integró un grupo literario junto con Clemente López Trujillo, Luis Rosado Vega y Ricardo López Méndez. Dirigió la revista literaria “Límites”, de corta duración, donde publicó la primera parte de su novela inédita “La nave de los piratas ciegos”. Dirigió también el periódico de amenidades “Yucatán Ilustrado”. Vivió un tiempo en la metrópoli y cuando retornó en 1931 se unió al grupo de fundadores del “Diario del Sureste” donde laboró como cablista, redactor y articulista. En México colaboró con las publicaciones “Revista de Revistas”, “Todo” y el diario “Excélsior”; más tarde ocuparía la dirección de la Biblioteca del Congreso de la Unión donde llevó a cabo meritoria labor. Escribió y publicó “Las piedras que hablan, Geografía sentimental de Mérida” (1937), “La maya y el problema de la cultura indígena” (1937), “Los mayas, fin de una cultura” (1941) y “La ciudad heroica” (1943), esta última consagrada a Valladolid[1].

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SELECCIÓN DE LA CIUDAD HEROICA. HISTORIA DE VALLADOLID, YUCATÁN[2]

El doctor Sánchez de Aguilar fue una de las figuras de fines del siglo XVI y principios del XVII que más lustre dieron no sólo a Valladolid, su patria, como decía, sino a Yucatán. Su primer maestro fue un indio llamado Gaspar Antonio de Herrera, hijo de un sacerdote de la gentilidad de la tierra que antes de convertirse y jurar lealtad al Rey, respondía al nombre de Kinchí. Gaspar Antonio era maestro de capilla del pueblo de Tizimín, encomienda de don Alonso Sánchez de Aguilar, hermano mayor de don Pedro, cuando inició al futuro gran teólogo en los complicados misterios de la gramática latina. Aquel indio ladino, con más talento que muchos conquistadores, la había aprendido de Fray Diego de Landa, de quien fue paje desde niño. Junto a ese maestro extraordinario como el que más aprendería Gaspar Antonio, aparte la gramática, muchas otras cosas importantes, por ejemplo, el arte de pleitear sin perder. Gaspar Antonio defendía a los indios en sus litigios y les hacía sus peticiones. Cantaba canto llano y tocando el órgano era un maestro consumado. Don Pedro, andando el tiempo, lo encontraría convertido en el organista de la Catedral de Mérida y, después, en intérprete de confianza del Gobernador. Recordando los talentos de su maestro, el doctor Sánchez de Aguilar afirmaba su confianza en la capacidad y virtudes de la raza india.

Era muy joven el distinguido vallisoletano cuando su padre lo mandó a estudiar a México; ahí, en el Colegio de San Ildefonso, recibe las órdenes menores y el grado de bachiller en letras. Al regresar a Yucatán fue cura de Calotmul, de Chancenote y de Valladolid. Pero sus ambiciones eran mayores y se propuso alcanzar el grado de doctor en teología. Muchas dificultades se oponían a su viaje a España, donde Sánchez de Aguilar quería cursar sus estudios y titularse. No eran dificultades económicas, que su familia era muy acomodada: si su hermano mayor don Alonso, Alférez Real de la villa, era encomendero de Tizimín, su otro hermano tenía la encomienda de Tihosuco. Las dificultades verdaderas provenían de la resistencia del Gobernador a darle el permiso para el viaje; éste suponía que los deseos del cura eran simples pretextos para disimular ocultas intenciones. Sánchez de Aguilar, decía el Gobernador, no debía abandonar las almas las almas que como cura de Chancenote tenía a su cuidado y para cuyo ministerio con los conocimientos que poseía bastaba. Logra su propósito al conseguir que la clerecía del Obispado de la Provincia lo nombre su procurador en España para ciertos negocios. Nada sabemos de lo que pasó durante su ausencia. Al regresar a Yucatán, en una nao vieja y rota, estuvo a punto de naufragar. De noche y de día funcionaba en la nave la bomba para desalojar el agua que en torrentes penetraba, sin parar hasta que llegaron a Sisal. En las peripecias de esta travesía perdió los originales de un libro muy valioso que escribió sobre cosas de su tierra. Traía por ofrenda la primera corona de plata que tuvo la virgen en cuya veneración aumentó el doctor su fervor por el milagro que le hizo de no perecer en el mar. El Obispo Diego Vázquez del Mercado lo distinguió mucho. Lo hizo primero deán de la Catedral de Mérida, por encima de otros sacerdotes quizás con más virtudes pero, desde luego, con menos talento pues el mismo doctor Vázquez del Mercado alegaba que para cargo de tanta dignidad no era posible escoger entre los religiosos venidos de España, todos de roma inteligencia y más señaladamente comparados con el brillante vallisoletano. Si se toma como cierto el 10 de abril de 1555 como el día de su nacimiento, más de sesenta años tendría cuando su segundo viaje a España y Felipe III lo designa Canónigo de la Catedral de la Ciudad de la Plata. Sin duda, es este un dato equivocado ya que cuando en 1605 el Obispo Vázquez del Mercado lo designa deán de la Catedral de Mérida, al presentar su candidatura, junto con la de otros dos criollos nacidos en la Provincia, afirma que tenía treinta y seis años. El Obispo Izquierdo también lo distinguió mucho pues lo hizo su Provisor.

Pero si el doctor Sánchez de Aguilar era un ilustre soldado de la Iglesia, su hermano el capitán don Alonso, Alférez Real de Valladolid, era un guerrero que contribuía con sus hazañas a acrecentar la fama de valientes de los vallisoletanos. En 1599 se recibió noticia de que los filibusteros ingleses capitaneados por Guillermo Parker se reorganizaban con cuatro navíos en Cozumel (Molina Solís, Historia de Yucatán durante la dominación española, Tomo II, Pp. 251-253). Mandó el Gobernador circular el informe e hizo redoblar la vigilancia en todos los puertos y vigías, ya que los aprestos de los piratas no podían tener otro objetivo que las costas de Yucatán. Un punto les podía ser particularmente atrayente: Río Lagartos donde por aquellos días se estaban almacenando cantidades fuertes de diversas especies y de dinero para ser exportados. Con seguridad aquel algodón, y el añil y la miel y la cera y la plata despertaría la codicia de los aventureros. Pronto estos temores quedaron confirmados. El alcaide marítimo Antonio Pérez dio aviso de que se avistaba un extraño navío navegando rumbo a Río Lagartos. El Ayuntamiento de Valladolid, de acuerdo con el Gobernador, encomendó al capitán Sánchez de Aguilar la organización de tropa suficiente para ir a impedir a los ingleses que desembarcaran en aquel punto. En muy breve tiempo reunió don Alonso más de cuarenta soldados españoles y cien indios flecheros y a la vanguardia de este ejército salió de la villa el 8 de abril de 1599. Tres días después, al amanecer, llegaba a Río Lagartos. Su primer cuidado, claro es, fue poner lejos del alcance de los piratas lo que despertaba sus ambiciones. Sólo tomó, para pagarlo de su peculio, cien cueros curtidos que le servían para reforzar las defensas levantadas en los lugares estratégicos. Los corsarios estaban ahí, a la vista, posesionados de unas fragatas de las que se apoderaron al llegar, antes del arribo de las tropas de auxilio. Desposeído el capitán don Alonso de este recurso, no podía salir a batirlos y se limitó a mantenerse vigilante, sea para hacer desistir a Guillermo Parker de su propósito de desembarcar o sea para aniquilarlo si osaba tocar tierra. Dos días se mantuvo el corsario en observación; luego se le vio alejarse. Once días después, como se sospechó reaparecería reforzado con dos grandes naves y una patacha. Echaron al agua los piratas dos botes y con más de sesenta hombres penetraron por el canal que conduce al puerto, decididos a poner pie en tierra y a concluir con toda resistencia. Pero el capitán Sánchez de Aguilar los aguardaba con sus hombres alineados a las orillas, y los recibió con una rociada de fusilería y lluvia de flechas. Los asaltantes respondieron sin amedrentarse. La batalla se prolongó hasta la hora del crepúsculo, en que desgastados los filibusteros se retiraron dejando uno de sus botes con quince soldados en vela. Esta precaución hizo presumir a don Alonso que Guillermo Parker no renunciaba a su intento de entrar al abordaje y que, por tanto, a la mañana siguiente continuaría la encarnizada lucha. Deseosos de pelear los defensores, no sin tristeza vieron cómo con las primeras luces de la aurora las naves enemigas se alejaban. El rumbo que seguían, hizo sospechar que los filibusteros cambiaban de punto para dar el golpe, y el capitán con uno de los cuatro postas que tenía constantemente prevenidos, mandó recado al Gobernador indicándole la conveniencia de guarnecer Sisal, y para ese puerto, desde Mérida, fue enviado el capitán Ambrosio Argüelles con mucha gente. Pero los corsarios no se detendrían en Sisal; esta vez llevarían muy lejos su obra de rapiña y destrucción.

Sobre estas historias de piraterías un cuento muy gracioso se conservaba en la memoria de los viejos vallisoletanos. Se refería cómo por la juguetona estratagema de un mulato, tan miedoso como invencionero, se salvó la villa de ser apresado en 1686 por Lorencillo, el famoso corsario, espanto y azote de las tierras del Caribe, el terrífico asolador de la villa de Campeche (Manuscritos Inéditos, en “El Registro Yucateco”, Tomo I, Pp. 231-232). Por dicho año, Lorencillo tornó a presentarse en la Provincia con sus huestes de bandidos. Penetró por Tihosuco y comenzó a avanzar hacia Valladolid. En Tixcacal, curato de franciscanos, a sólo cuatro leguas de la villa, se detuvo después de haber andado cosa de cuarenta leguas, por caminos fatigosos y desiertos, para retornar de ahí huyendo despavorido. ¿Cómo cabecilla tan arrojado retrocedió a punto de alcanzar su intento? Cuando don Luis de Briaga, un caballero isleño que era Teniente de Capitán General en el oriente tuvo noticia de que los filibusteros habían tomado tierra en la costa y de que a largas jornadas se dirigían a Valladolid, clamó a toque de campanas el auxilio de los vecinos, pero en vano se prolongaba el repique en Candelaria y en San Juan, en Santana y en Santa Lucía. La mayor parte de los moradores, se dice, con el espanto que infundía la diabólica maldad de Lorencillo, prefirió acogerse al abrigo de los montes; así, pues, el capitán sólo pudo reunir trescientos hombres de guerra que puso bajo el mando de don Ceferino Nicolás Pacheco, encomendero de Tihosuco. La tropa salió. Formada toda ella de soldados bisoños, iba muy preocupada de tenérselas que ver con facinerosos muy fogueados y muy superiores en número, ya que el inglés traía cuatrocientos cuarenta hombres. Entre los que marchaban a la defensa figuraba el mulato Núñez. Por el miedo que llevaba el pobre diablo medía a los demás y, por esto, no acertaba a quitarse de las entendedoras de que todos huirían apenas avistaran a Lorencillo con su gavilla de bandoleros. Sin decir nada a nadie, seguro de que el enemigo no conocía la letra y firma de los jefes, inventó una carta del teniente de Valladolid al comandante de la tropa, en la que le daba diversas órdenes. Esta carta la extraviaría en el camino para que cayese en manos de los piratas quienes, al imponerse de su contenido, tendrían, al entender de Núñez, una explicación honrosa de la fuga inevitable de los vallisoletanos. Y en uno de los capítulos esenciales puso:

Luego que usted aviste al enemigo, sin fatigar mucho a su gente, procure huir de modo que sirva de engodo para que sin recelo pase hasta esta villa, por ser así la orden superior, que se ha tomado la provincia de que marchen a cerrarle al camino del puerto cuatro mil hombres para el despoblado y otros cuatro mil que vienen a aprestarles de otra parte y cogerlos de en medio.

Las tropas vallisoletanas llegaron en su avance hasta un placerillo situado a media legua antes de Tihosuco; ahí supieron que los facinerosos se encontraban todavía en esa población y que al amanecer abandonarían sus cuarteles para salirles al encuentro. Mal disciplinados; ninguna providencia tomaron para resistir el empuje del enemigo en el momento de la batalla. Los exploradores destacados regresaron muy despavoridos ponderando las desmedidas fuerzas de los bandoleros; con esto, cuando los piratas se aproximaban al campo de la lucha, los nuestros, a ciegas, dieron una carga de fusilería y tomaron el monte desalados, como almas que ven el diablo. Se quedó Lorencillo desconcertado de la conducta de aquellos guerreros que no bien los invitaba a la contienda le dejaban el paso franco y la tierra llana. Batallador muy experimentado, no creyó embobecido el capitán de los corsarios sino que se trataba de alguna escaramuza o emboscada que se le tendía en parajes tan apartados e incultos. Con este grandísimo recelo, prosiguió su marcha hacia Valladolid. Pero como se había ingeniado Núñez, el fabuloso comunicado vino a caer en manos de Lorencillo que con esto y las prudentes conjeturas que se había formado a propósito de la fuga de los vallisoletanos, reunió a sus capitanes en Tixcacal y acordaron en consejo suspender su marcha y volver apresurados a la playa antes de que, como decía el falso comunicado, les cerraran el paso y les quemasen o echaran a pique las naves. Suceso feliz y dichoso, piensa el autor de los “Manuscritos Inéditos”, porque cuando el enemigo huyó, el resto de la gente de Valladolid ya había hecho lo mismo por la banda contraria, pues ya se tenían noticias en la población de la desbandada de las tropas que habían salido en auxilio de Tihosuco. Esta noticia la había llevado un caballerito llamado Pedro de Arce, el único al que apresó Lorencillo portando el papel pergeñado por el mulato Núñez y que fue parte a llevar a su perfección la engañifa en que se hizo caer al corsario, ya que Arce afirmó al comandante de los bandidos que la letra y la firma del billete eran del Teniente de Capitán de la villa.

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Crítica Literaria

“La Ciudad Heroica”, Mosaico Histórico de Yucatán

Por Leopoldo Peniche Vallado

Cuatro libros constituyen la herencia espiritual que legara a su patria y al mundo Oswaldo Baqueiro Anduze durante su breve tránsito por la vida: “Geografía Sentimental de Mérida” (1937), “La Maya y el Problema de la Cultura Indígena” (1937); “Los Mayas. Fin de una Cultura” (1941) y “La Ciudad Heroica” (1943) (…) Si nos ceñimos rígidamente a ciertas formalidades conceptuales preestablecidas en la sistematización de los estudios históricos, tendremos que reconocer que “La Ciudad Heroica” no es una historia de Valladolid simple y llana; es algo más que eso: un ensayo de interpretación y análisis crítico de la vida y desarrollo de la urbe oriental yucateca que conduce, mejor que cualquier texto ortodoxo de historia, al conocimiento cabal y lúcido de lo que ella ha sido para Yucatán, de lo que sus hombres han hecho por significarse en la vida peninsular, y de todo aquello, en fin, que contribuye a clarificar la trayectoria ideológica y política de los yucatecos de una época de la historia mexicana, que se inicia con la transformación urbana de la rústica Zací y no termina aún.

El propio autor considera haber escrito tan sólo un ensayo “sobre cinco temas de la historia yucateca”. Se trata de cinco temas en verdad, pero tan fuertemente enlazados (…) que la ausencia de uno solo desintegraría la unidad y restaría al estudioso bases para apoyar una noción precisa y justa de los hechos.

Este es el acierto de Baqueiro Anduze: no se limitó a desglosar del todo histórico yucateco los fragmentos vallisoletanos para componer con ellos un todo más pequeño con estructura orgánica más o menos propia, más bien, capta con aguda penetración las facetas singulares del desarrollo de Valladolid, su paisaje, la contextura moral de sus hombres, las virtudes cívicas de éstos, y con todos estos elementos, dueño de un estilo fluido y de una expresión dúctil y alacre, nos ofrece en narración que tiene la amenidad de lo coloquial, el más asombroso mosaico histórico en el que los hombres y los hechos de la región vallisoletana aparecen insertos, sin perder su prestancia y su peculiaridad históricas, en el gran mosaico de la historia yucateca (…) Cuando el autor pone punto final a “La Ciudad Heroica”, el lector llega a una conclusión pasmosa, pero definitiva, que puede sintetizarse así: la historia de Yucatán es la historia de la explotación del indio maya; no hemos sabido, o no hemos podido, para nuestra desgracia, escribir otra. La escribieron ayer los conquistadores y la seguimos escribiendo ahora nosotros, bajo estructuras políticas nuevas y esquemas ideológicos opuestos a las normas sociales antañonas, pero sin liberarnos de nuestra enajenación a los viejos prejuicios introducidos en los albores del falso mestizaje, por la desafinidad de las mentalidades impuestas por el dominador (La ciudad heroica. Historia de Valladolid, Yucatán. Baqueiro Anduze, Oswaldo. Maldonado Editores. Yucatán, México, 1987).



[1] Diccionario de escritores de Yucatán. Peniche Barrera, Roldán y Gaspar Gómez Chacón. Compañía Editorial de la Península, S.A de C.V. México, 2003. P. 32.

[2] La ciudad heroica. Historia de Valladolid, Yucatán. Baqueiro Anduze, Oswaldo. Maldonado Editores. Yucatán, México, 1987. Pp. 96-103.