Hernández Madero, Miguel II

Licenciado en Historia por la Universidad Autónoma de Yucatán (UADY), diplomado en Civilización, Cultura y Cosmovisión de los Mayas Prehispánicos. Ha sido docente en el Instituto de Estudios Superiores René Descartes, de Campeche, y en la Facultad de Ciencias Antropológicas de la UADY. Ha laborado y colaborado en diversos medios de comunicación, entre ellos los periódicos Novedades de Yucatán, Diario del Sureste, El Mundo al Día, Novedades de Campeche, Novedades del Carmen y El Heraldo Hispano (Des Moines, Iowa, Estados Unidos).

Desde 1996 ha obtenido diversos reconocimientos, entre ellos destacan: dos veces Mención de Honor en el premio de novela “Justo Sierra O’Reilly” (1997-1999), convocado por el Instituto de Cultura de Yucatán; Primer lugar estatal de cuento “Ricardo Flores Magón” (1998), convocado por la STPS; Premio estatal de novela “Justo Sierra O’Reilly” (2001), por Guerreros sagrados; Premio nacional Bellas Artes de literatura “Juan Rulfo” (2002), por Nemesio. Becario de Pacmyc (2000) por el libro de crónicas Tres de Diana.

Ha publicado la plaquette de cuentos Todas las tardes de seis a ocho. Crónicas del atardecer (Mérida, 1999), el libro de crónicas Tres de Diana (Editorial Enkidú, D. F., 2000), y las novelas Nemesio (Editorial Lectorum, 2003) y Akbal Ik. Viento Nocturno (Colección Isla de Letras, Universidad Autónoma del Carmen, 2004). Ha sido antologado en nueve ediciones de Nueva poesía hispanoamericana (Editorial Lord Byron, Perú) y en La Otredad (Instituto de Cultura de Yucatán, 2006). Fue incluido en el Diccionario de Escritores de Yucatán (Cepsa, 2003)[1].

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SELECCIÓN DE TRES DE DIANA[2]

El murmullo de las oraciones llegaba hasta la calle y el humo de las velas parecía impregnar todo el ambiente de la sala fúnebre, extendiéndose hasta el jardín. Entre las presentes destacaba una mujer que a lo sumo tendría cincuenta años, cuya mirada no se despegaba del ataúd donde descansaba el joven cadete de policía, muerto en el incendio de un autobús.

-Mamá, quiero ser policía, pero de los buenos, no como los malos que aparecen en las películas –la voz infantil todavía resonaba en la mente de la madre al recordarlo. Le pareció verlo cuando de niño correteaba por la casa y al cerrar los ojos le veía haciendo equilibrio en las botas de su abuelo, con una pistola de juguete en la bolsa y la vieja gorra que le cubría hasta los ojos.

Recordó también cuando, una vez que tuvo la edad, se inscribió en la Academia de Policía para seguir su sueño, contrastando con muchos de sus compañeros que entraron sólo porque “no había otra cosa”.

-Ya verás mamá, llegaré a ser director y seré el mejor –dijo él apenas dos días antes, cuando se dio a conocer que era el mejor promedio de la academia. Faltaban solamente dos semanas para que concluyera.

-Ahora ya no serás ni policía tercero –murmuró la mujer, rebelde, sorbiendo sus lágrimas. Sus demás hijos llegarían hasta el día siguiente, con suerte, para el sepelio. Lamentaba no contar con su marido para que la acompañara con su dolor. El había muerto muchos años atrás en un accidente y ahora le había tocado el turno al más joven de sus hijos.

-Seguiste tu sueño, hijo mío, y fuiste feliz –susurró dejando que las lágrimas nuevamente se derramaran por sus mejillas.

En el jardín, no lejos de donde está el féretro, se encontraban varios viejos policías que comentaban lo ocurrido.

-Es una lástima –decía el comandante Patrón –dicen que era de los mejores que han pisado la academia.

-Pero se descuidó –intervino un oficial de la policía uniformada –entró al camión cuando ya se había dado la orden de salir, porque no había nada que hacer. Los cadetes solamente estaban para acordonar el área.

-Sin embargo logró sacar a varios niños que se habían sofocado –protestó uno de los instructores.

La plática se desarrollaba teniendo como fondo los rezos de las mujeres.

Casi a la medianoche, cuando ya los policías estaban por irse vieron llegar un vehículo destartalado, del cual bajó un anciano, quien con paso cansado recorrió la distancia que lo separaba del grupo.

Conforme avanzaba parecía que su andar se volvía más vivo y a su mente llegaban recuerdos de toda una vida dedicada al servicio y que ahora pertenecía al pasado. Sin prisa buscó un lugar libre y distinguió al grupo que estaba bajo un árbol de almendro. Ahí encontró algunas caras conocidas y confiadamente se dirigió a ellos, alcanzando a escuchar parte de la plática que se desarrollaba.

-…para este trabajo se necesita tenerlos bien puestos –comentaba en esos momentos el más joven del grupo –los miedosos mejor que compren su perro para que los cuiden.

-No hay hombre que no tenga miedo. Lo importante es vencer el temor- intervino el anciano mientras se limpiaba con un pañuelo blanco el sudor de la reluciente calva.

Las miradas curiosas se dirigieron hacia él. Manuel Benítez, jefe de grupo de la policía judicial reconoció al hombre. El comandante Jorge Patrón se le adelantó e hizo la seña para que le “hicieran un lugar”.

-Escuchen al mayor Gómez, estuvo en la policía más de cuarenta años y sabe de lo que habla –dijo más a manera de regaño que como justificación.

-Hace tanto tiempo que no le veíamos mayor, ¿a qué debemos el milagro? –la jovialidad del comentario trataba de romper el ambiente que embargaba a todos por el funeral.

-Señores, creo que todos tenemos algo que contarnos para hacer más amena la velada –dijo el recién llegado sin responder la pregunta, en tanto que les lanzaba una extraña mirada. Todos guardaron silencio. Daba por un hecho que todos estaban dispuestos a permanecer ahí hasta que llegara el momento de partir al cementerio.

Joaquín Gómez Chablé, “el Mayor”, se sentó pesadamente en la silla que le cedieron y con una sonrisa les hizo la seña de que continuaran.

-Tal vez se sientan incómodos por la llegada de un viejo, pero les aseguro que cada quien puede tener una historia que contar- invitó.

-Somos policías, no cuentistas, ni chismosos –espetó el que había sido interrumpido con su llegada, quien calló ante la mirada hostil de Manuel Benítez.

-Déjalo Benítez, es joven e inexperto, no sabe que las canas o el cráneo pelón no quieren decir que uno sea menos hombre o que se haya apendejado –la voz del viejo ex policía se volvió más grave, revelando el carácter de quien está acostumbrado a mandar y hacer cumplir las órdenes.

-Ya que nadie quiere empezar, iniciaré yo- convino, al ver que todos callaban y le miraban expectantes –les contaré sobre la vez que me tocó cuidar una casa embrujada y esto es algo real, no es el cuento de un viejo…

-I-

La relativa calma de la Mérida de los años cincuenta se alteró durante el verano de 1955, cuando espíritus chocarreros se desataron en una casa de la colonia Jesús Carranza, a la que bautizaron como “la casa embrujada”, en la esquina de la Carcajada.

Luces oscilantes, bombillas que estallaban y cuadros que se caían, entre otras cosas, turbaron la vida de la familia Maldonado y despertó la curiosidad de los meridanos de entonces.

Incluso los operadores de camiones anunciaban desde el centro de la ciudad que iban “a la casa embrujada”, en una zona donde todavía no había calles pavimentadas.

Todo empezó un domingo al mediodía, cuando “Doña Edna”, salió gritando de la casa y fue a refugiarse con unos vecinos. Al borde de una crisis nerviosa decía que habían espantos y que no podía entrar ahí.

La gente que entró vio cosas diferentes, algunos se percataron que las lámparas del techo oscilaban, los cuadros se movían y los granos de frijol y arroz que guardaba la familia en sacos, eran lanzados por manos invisibles. También se recibía una rociada de piedrecillas que no hacían daño a nadie. De hecho la mayor parte de estos objetos se deslizaban suavemente por el piso. También estallaban bombillas eléctricas y se oían golpes secos propinados a los muebles.

Era tanto el temor de la familia que dejaron las puertas abiertas para que la gente pudiera acudir a auxiliarlos si era necesario. El “señor de la casa” trabajaba de vendedor ambulante y cuando inició todo él estaba fuera de Mérida.

Movidos por la curiosidad un grupo de niños y muchachos entraron a la casa y vieron que las lámparas del techo se movían y desde atrás les tiraban granos de arroz y frijol, pero estos rodaban por el suelo varios metros sin tocar a nadie, como si solamente quisieran llamar la atención.

No obstante, la curiosidad inicial se transformó en miedo cuando la cubierta de vidrio de una mesa se levantó varios centímetros sin que nadie la tocara y luego cayó con fuerte estrépito. En ese lapso volaron las fotografías que estaban bajo el vidrio, como si alguien las hubiese aventado.

¿POR QUÉ YO?

En ese entonces existía la policía municipal y los hechos fueron reportados. En poco tiempo llegaron varios elementos para acordonar el lugar y verificar si no era broma de algún vecino. Las averiguaciones no fructificaron y tras una revisión adicional, en la que ellos mismos fueron testigos de lo que pasaba, se ordenó que cercaran el área para tratar de descubrir algo que les diera la explicación del fenómeno.

Entre los uniformados se encontraban Joaquín Gómez Chablé, quien apenas llevaba un mes de haberse dado de alta como agente, para cumplir un anhelo que había llenado sus pocos años de vida.

Algunas gentes, al igual que vecinos de la zona, presenciaron el movimiento oscilante de los cuadros colgados en la pared, así como la caída de piedrecillas. Cuando llegó la noche ya había una muchedumbre frente a la casa y los uniformados hacían grandes esfuerzos para contenerla. Se temía que alguien aprovechara para saquear la vivienda.

-Si no se calman va a venir la “X’tabay” –gritaba el comandante policiaco, aunque con pocos resultados.

La “X’tabay” era una camioneta que tenía la policía municipal entonces, con barrotes en las ventanas y que fue bautizada así debido a su similitud con una carroza fúnebre y a que en ella levantaban a los borrachines y otros detenidos. De esa manera se volvió común para los meridanos el decir que “te va a llevar la X’tabay”, comparándola con la leyenda tradicional.

Casi a la medianoche llegó el vehículo anunciado y su sola presencia bastó para que la gente se fuera calmando. La vista del carro-celda les infundía temor.

Satisfecho con el resultado, el jefe policiaco decidió entonces retirar a la mayor parte de los uniformados y dejó a unos cuantos para vigilar, a solicitud de los dueños de la vivienda.

Lentamente recorrió con la vista las caras de los policías que había designado para quedarse. Todos evitaban su mirada y hasta trataban de esconderse detrás de alguno de sus compañeros. Así llegó hasta Joaquín Gómez Chablé que se veía pálido.

-Tú –dijo señalando con el dedo en su dirección- te vas a quedar adentro para vigilar y ver qué pasa.

-¿Por qué yo mi comandante? –respondió lastimeramente el policía con el miedo en la cara, mientras los demás suspiraban de alivio.

-No tengas miedo hombre, te toca vigilar la entrada principal y a ti –agregó señalando a otro policía –te va a tocar vigilar el comedor –se lo recuerdan cuando despierte –señaló el comandante al ver que el segundo de los asignados se había desmayado.

Luego de unos instantes de observar cómo trataban de reanimar al policía, sonrió tranquilizadoramente.

-No tengas miedo –repitió –afuera van a estar los demás para entrar a ayudarte si gritas –luego de esto, sin más palabras el comandante se retiró. La gente siguió su ejemplo y se fue cada quien a sus casas, mientras el policía designado para vigilar la entrada de la vivienda palidecía cada vez más. Su compañero apenas se estaba recobrando. Esa noche no pudieron pegar los ojos.

A la mañana siguiente ya se había hecho pública la noticia de que “en la Carranza”, había una casa embrujada. No porque lo hubiesen dado a conocer los periódicos de la época, sino porque los choferes de los camiones urbanos de pasajeros aprovecharon y en su paradero del centro gritaban a todo pulmón que iban “directo a la casa embrujada”.

-Eso fue buen negocio para ellos –recordó el mayor Gómez –había que ver cómo llenaban los camioncitos y apenas llegaban quedaban vacíos. Ya no terminaban con su ruta, sólo daban la vuelta y regresaban al centro a buscar más pasaje.

La Mérida de entonces, como todo el estado en esa época, estaba en pleno desarrollo. Zonas como Chuburná, Chuminópolis, Wallis o el Cementerio General, eran comisarías o lugares apartados, rodeados de vegetación.

La colonia Jesús Carranza estaba a poca distancia del “Campo Sarabia”, como también se llamaban los terrenos del Fénix, que fue el primer lugar donde descendían las naves en los inicios de la aviación en Yucatán.

Para llegar, los camiones atravesaban un trecho de vegetación, bordeando ese campo que aún era usado por el Ejército Mexicano para realizar sus prácticas, de tal manera que la Jesús Carranza podía considerarse como algo fuera de la ciudad. Sin embargo la curiosidad de la gente pudo más y desde rumbos distantes llegaban a ver lo que pasaba en la casa embrujada.

Fue tanto el movimiento, que periodistas extranjeros acudieron a tomar datos. Entre tantos curiosos, había gente de la comisaría de Chuburná, entonces a varios kilómetros de Mérida y sugirieron a los dueños de la casa que recurrieran a uno de los hermanos Escalante, conocidos x’menes que realizaban curas y se ponían en contacto con los espíritus.

La fama de los hermanos Escalante era tanta que tan sólo su mención devolvió la tranquilidad al vecindario ante la certeza de que ya todo acabaría pronto.

NADA DE RISAS

La llegada de Manuel Escalante, el x’men llamado para “sacar a los espantos” fue cuatro días después de iniciados los problemas y causó revuelo. Antes habían llamado a un sacerdote para que bendijera la casa pero el fenómeno no cesó.

Don Manuel Escalante llegó acompañado de su secretario. La policía le abrió paso entre el tumulto y él entró. Era un hombre de mediana estatura, de ojos claros, vestido de blanco, con el atuendo tradicional del mestizo: guayabera, pantalón, alpargatas y sombrero de jipi.

Después de recorrer la vivienda en silencio le dijo a los moradores que sí podría librarlos de lo que estaba pasando y señaló su tarifa: 400 pesos.

-Si deciden que se haga el trabajo entonces habrá que pagar –les dijo- si no tienen dinero junto, pueden pagar poco a poco, pero hay que cubrirlo todo. Si no lo hacen entonces las cosas regresarán peores.

Ante las dudas de la señora de la casa, el chamán le tranquilizó señalando que el pago sería hasta que vieran los resultados, no antes, porque él así trabaja.

Después de ponerse de acuerdo en ese aspecto, el hombre pidió que le dieran espacio para él y su secretario.

-Aquellos que no creen, mejor que se vayan –ordenó- los que se queden no deben reír, ni hacer ruido.

Manuel Escalante se quitó el sombrero de jipi y quedó a la vista el cabello largo que le crecía a los costados de la cabeza, porque era calvo en la coronilla. El sombrero ocultaba su cabello que mantenía “arrollado”, pero al dejarlo libre caía hasta por debajo del nivel de los hombros. El cabello era blanco, como el atuendo que llevaba.

Despacio extendió los brazos y fue señalando hacia los cuatro puntos cardinales. Luego realizó una serie de movimientos, que simulaba estar recibiendo algo que luego pegaba a su cuerpo.

De repente una carcajada femenina salió de la garganta del hombre y se escuchó una voz de mujer.

El secretario inició entonces una serie de preguntas:

-¿Quién eres y qué quieres?

-Quiero que deje de sufrir mi hijo.

-¿Por qué molestas a estas personas?

-Aquí está mi hijo y está sufriendo, quiero que deje de sufrir. Que no lo dañen.

El resto de la sesión fue en el mismo tono. Después de varios minutos la voz cesó de responder preguntas y el curandero movió los brazos, esta vez con ademanes de estarse despegando algo del cuerpo que luego aventaba al aire. Poco a poco pareció despertar de un sueño y se negó a añadir algo al diálogo.

-Yo solamente presto mi cuerpo, no sé que se haya dicho o pasado en ese tiempo –les dijo molesto a los policías cuando le pidieron explicaciones.

Posteriormente recorrió nuevamente la casa y salió al patio donde pidió que se excavara en algunos puntos. Ahí se encontraron unos muñecos de cera con alambres atravesados. Nadie vio qué destino se dio a esos muñecos.

Manuel Escalante ordenó después que se diera una fiesta para todo el que quisiera ir, con música, alegría y nada de licor, para mantener alejado al espíritu que provocó esas cosas y así se hizo al día siguiente. La casa se vio atestada de gente y, tal como recomendó el x’men, no hubo licor, solamente refrescos y horchata.

El viejo policía dio por concluido su relato, en algunas miradas había incredulidad.

-Ya les advertí que era en serio, que no era broma, todo pasó así, tal vez me falle un poco la memoria, pero recuerdo muy bien el miedo que sentí, yo era muy joven en ese entonces, tenía 18 años, era menor de edad pero en esa época te podías hasta meter de soldado a los 15 o 16 años.

-¿Y qué pasó con la casa embrujada? –preguntó el jefe Benítez.

Aparentemente las cosas se calmaron, pero la casa fue puesta a la venta pocos años después a través de una agencia de bienes raíces que estaba en la esquina del “Gallito” (calle 60 con 63). Fue comprada por una familia que no sabía nada del tema y que se sintió atraída por la circunstancia de que la vivienda “miraba hacia el norte”, pero la gente señalaba que el lugar estaba embrujado. Los nuevos dueños no hicieron caso, pero al poco tiempo la hija menor, de unos cuantos años de edad, decía que “ahí espantan”. Ningún adulto de su familia vio nada que justificara los temores de la niña. La casa fue dividida en dos y se rentó la mitad a un teniente del ejército que estuvo de inquilino ahí, quien aseguró que vibraban los cuadros y rodaban piedrecillas por el suelo. Ahora ya no espantan, pero en la fachada se ha colocado una imagen de la Virgen de Guadalupe, hecha con mosaicos.

-Sobre su compañero, el que se desmayó, ¿qué pasó con él? –preguntó el comandante Patrón.

-Bueno, los dos nos dimos de baja de la policía municipal, yo para entrar a la estatal, a la Caballería, y él prefirió poner un “changarro” en su casa. Además, se volvió rata de iglesia y tengo entendido que ya murió.

La llegada de unos mensajeros cargando unas coronas de flores distrajo unos momentos la atención del grupo. La mirada del Mayor Gómez Chablé se dirigió hacia la sala de velaciones, mientras con su mano izquierda volvía a pasar su pañuelo por su calva.

-Hace calor –comentó con una sonrisa que era desmentida por lo frío de su mirada.

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Crítica Literaria

De policías, hampones y un novelista

En la eterna búsqueda de legitimización muchos escritores recurren a diversas artimañas. Ya sea que concreten vínculos con el poder y se muevan en el mundo de las apariencias, estos escritores rutilantes logran el anhelado reconocimiento más por su marketing personal que por la escritura misma.

Otros, en cambio, transitan con un bajo perfil, lejos de adulaciones, aplausos y reflectores. En otras palabras, su única tarjeta de presentación es la escritura. Tal es el afortunado caso de Miguel II Hernández Madero, narrador vallisoletano nacido en 1963 y radicado en Mérida según datos encontrados en el Diccionario de escritores de Yucatán de Roldán Peniche Barrera y Gaspar Gómez Chacón.

Periodista de profesión, Hernández Madero ha publicado la plaquette de cuentos Todas las tardes de seis a ocho. Crónicas del atardecer (1999) y la novela corta Tres de diana (2001). De los múltiples reconocimientos que ha obtenido destacan el Premio Estatal de Novela Justo Sierra O’Reilly por Guerreros sagrados en el 2001 y el Premio Nacional de Novela Juan Rulfo al siguiente año por Nemesio.

Resulta extraño que ninguna de sus dos novelas galardonadas se haya publicado. De las que sí están impresas tuvimos la oportunidad de leer Tres de diana editada en Mérida, Yucatán con el patrocinio del Programa de Apoyo a las Culturas Municipales y Comunitarias (PACMYC).

Tres de diana es una novela corta contada a través de crónicas sobre sucesos policíacos ocurridos en Mérida, Yucatán en los últimos 50 años del siglo XX. De manera inteligente, el narrador nos ubica en el funeral de un cadete de policía quien en el cumplimiento de su deber y de manera heroica, muere quemado.

Generaciones de policías, por lo mismo, se dan cita en el velorio, lo que representa una oportunidad perfecta para que las anécdotas fluyan así como variedad relatos que por su naturaleza causaron revuelo en el pasado. Tal es el caso de la casa embrujada en la colonia Jesús Carranza, o de un intento de fuga en el ex penal que al final de cuentas resultó un homicidio.

Las anécdotas y experiencias propias, al ser contadas tanto por policías jóvenes como por oficiales con más trayectoria, permiten vislumbrar la ciudad en sus diferentes momentos históricos. A la par de estos relatos policíacos se va develando la historia del joven policía muerto, la cual concluye de manera inesperada en el último capítulo.

Contada al puro estilo de la crónica periodística, esta novela corta adquiere valores históricos en la medida que presenta hechos reales y documentados. Su lectura nos remite a esas notas de sucesos policiacos que alguna vez ocuparon los titulares de los periódicos como es el caso del individuo que mató a un jardinero para fingir su muerte y cobrar un cuantioso seguro de vida (Tal vez se le recuerde como el encajuelado que apareció en la calle 73).

En este relato específico, Hernández Madero hace gala de su oficio periodístico al armar una versión sólida del caso. Como novelista, incluso, se permite recrear los hechos que no pudieron ser comprobados presentando de esta forma su verdad literaria. De ahí el valor de esta novela corta: crear un puente entre la ficción y nuestra realidad inmediata, por donde el lector transita libremente.

Lejos del sensacionalismo de la nota roja, el novelista logra una prosa limpia y de excelentes imágenes. Si bien por momentos es evidente su prosa periodística, los recursos utilizados para amalgamar los capítulos son consecuentes y por eso puede afirmarse que la narración se trata de una novela corta.

Ojalá Miguel II Hernández Madero encuentre los apoyos necesarios para la publicación de sus novelas premiadas ya que sería una excelente oportunidad para seguirlo de cerca en lo único que en literatura realmente importa: la escritura. Por lo demás, la lectura de Tres de diana es muy recomendable y yo sé dónde se puede conseguir (Tejada, Manuel. Sección Cultural del Periódico Por Esto!, agosto de 2009).



[1] Guerreros Sagrados. Hernández Madero, Miguel II. Instituto de Cultura de Yucatán/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. México, 2010.

[2] Tres de Diana. . Hernández Madero, Miguel II. Programa de Apoyo a las Culturas Municipales y Comunitarias. México, 2001. Pp. 9-20.