Garduño Centeno, Víctor

(n. 1959) Narrador y ensayista. Originario de la capital yucateca estudió la licenciatura en Educación en la Escuela Normal Superior de Puebla y la maestría en esta especialidad en la Escuela Normal Superior de Oaxaca. Obtuvo el primer lugar en el concurso estatal del cuento del CREA en 1985; asimismo triunfó en el concurso estatal de literatura convocado por la Secretaria de Educación Pública en ese año y alcanzó mención honorífica en 1987 con su libro Los otros misterios. Ha publicado las obras siguientes: Vivirás como si fuera cierto, 1989; Noción de infierno, 1990; Designios de la noche, 1992; y Los otros misterios 1993. Su obra aparece en las antologías No nacimos para celebrar y Entre el silencio y la ira. Ha colaborado en publicaciones culturales y periodísticas como Frontera Sur, Contraseña, Revista de la Universidad Autónoma de Yucatán, Navegaciones Zur, Por Esto! y Diario de Yucatán[1].

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SELECCIÓN DE LOS OTROS MISTERIOS[2]

LA MÁS GRANDE PUREZA

La más grande pureza es abyección.

EDUARDO LIZALDE

El aire se untó de nuevo en la cara de Estela; no pudo padecerlo más. El asco producido por la fetidez se reflejó en las líneas frescas de su rostro cuando se endurecieron al rechazarlo. Al principio ignoró el olor desagradable, pero éste creció tanto que, ahora, se oprime la nariz con los dedos de su mano izquierda.

Estaban en la cocina, y ahí Víctor confirmó la disparidad que entrevió al pisar la casa de ella.

¿La hermosura firme de Estela en tal actitud?

Ella, elegante, contrastaba con el desaliño de su hogar. Tenía el cuerpo delicioso de siete años atrás, su piel no perdió aquella fulgencia atractiva que a todos deslumbraba y al parecer nunca la perdería. Abrió la puerta de entrada y, como en el pasado, besó la mejilla de Víctor. Él, al sentir sus labios, pensó: “es la misma”, no sólo por el beso, sino además por el efluvio mentolado que todo el tiempo despedía su persona y que aún la acompañaba. Sin embargo, al poner los primeros pasos en la casa, Víctor tuvo la certidumbre de que las cosas cambian sin proponérselo. Antes le inquietó también ese pensamiento.

En realidad no me inquieta mucho, es tan simple…

pero volvió a experimentarlo por los equipajes que observó en la sala de Estela. Algunos, entreabiertos, mostraban algo de ropa y uno más casi escupía los zapatos. El teléfono compartía su rinconera con un televisor… y como ésos, otros detalles impedían creer que ése fuera el recinto ocupado por ella.

Estela mantenía en sus modales la distinción y espontaneidad que matizaron su naturaleza en el ayer y, por esa razón, las condiciones de su casa irritaban a Víctor. Y era una casa magnífica, con el poder para alojar la suntuosidad acostumbrada por ella (costumbre innata, pues la modestia, como la bondad y muchas virtudes más, era pieza valiosa de su perfección).

Él la conoció en los cursos de verano. Aquellos cursos que para pocos eran placer y para la mayoría necesidad. Entre clases de historia del arte y ensayos de tragedias griegas, le sucedió lo mismo que a toda la sangre masculina del grupo: se enamoró de ella, de las apariencias que la circundaban. Luego, por la cercanía que les brindó la amistad, él palpó el interior de Estela y su enamoramiento creció.

Como un poeta romántico al borde del éxtasis ante su mujer ideal…

y es que ella poseía todo lo que una mujer puede envidiar y todo lo que un hombre desea en una mujer. Mas pronto la individualidad de Estela desmenuzó dicha obsesión, la trituró hasta convertirla en fraternidad dócil; ese optimismo casi ingenuo, esa inocencia lúcida, ese candor vigoroso… fueron el cedazo que ella enfrentó a la pasión de él:

“…El hombre tiene en sus manos el actuar con probidad, pero es falible. En resumidas cuentas, como dice Chéjov, es un defecto resentirse contra los hombres comunes y corrientes por el hecho de que nos son héroes.

“¿Reencarnar?

“Si pudiera reencarnar preferiría volver a nacer en este cuerpo para vivir otra vez igual y ser la misma”.

Estar junto a ella, ocupar sus pensamientos, su cariño, sus atenciones, su voz… gozar la plenitud de su inteligencia, de su belleza y de su sencillez, era como una evasión, como permanecer en un sitio único, distante de la mundanidad. Era como estar en el paraíso, consciente de que no existe otro lugar como ése. O como hallarse en un ambiente atractivo de novela. Quizá por eso Estela le recordaba una frase de Abreu Gómez que desde hace mucho él usa con el nombre de ella: “Para que descansen los pies de Estela es dura la sombra de una rosa”.

Ocuparon varias horas en desenterrar los recuerdos con tazas de café. Él no la veía desde el casamiento de ella con Carlos, pero cada uno se informaba de la vida del otro por correo

y de vez en cuando por esa estupidez de hilos y micrófonos que, a pesar de su prontitud, jamás suple una carta verdadera.

Los hechos que el tiempo deforma vuelven a esplender con las palabras. Así, hasta el crepúsculo, trajeron al presente bromas, discusiones, viajes…

Estela estuvo en la ciudad y en la casa de Víctor y, para halagarle, él intentó lo imposible. Asimismo, él fue huésped de Estela y disfrutó el trato dulce de la madre de ella, la cual tenía un encanto compuesto de galanura y madurez.

La amistad de Víctor y Estela, al crecer tanto, se volvió indispensable para idear el futuro de los dos; en esos tiempos apenas sazonaban las pretensiones adolescentes sobre el porvenir. De ahí viene el afecto inolvidable que los une y que han fortalecido pese a la bifurcación de sus contingencias.

Las evocaciones formaron el cuerpo de la conversación, salvo los interludios en que ella comentó algunas cosas de las que sus cartas sólo alumbraron un conocimiento parcial:

-Me desligué del teatro. No escribí más obras. Aparte de las que conoces sólo tengo el primer acto de otra que nunca terminé…

-Mis hijos visitan mucho a sus abuelos, los papás de Carlos, con ellos están ahora…

-Desde que me divorcié de Carlos no lo he vuelto a ver…

-En una fiesta de navidad, Carlos y mi mamá bebieron demasiado. Ellos, yo terminé de atender a los invitados en la madrugada, amanecieron medio vestidos en la misma cama, mi cama. Imagino que por eso surgieron las asperezas que nos distanciaron.

Víctor la interrogó con la pregunta que siempre utilizaron como medidor. Al usar esa interrogación, la respuesta dibujaba, invariablemente, un recorrido. Sin fijarse tanto en las palabras, sino más bien en la aspiración implícita, se descubre el rincón ocupado por el sujeto que responde. La contestación de Estela en este caso no mostró la seguridad y satisfacción de antes:

-No, ya no preferiría volver a nacer… Si pudiera reencarnar, cambiaría ese don por desandar mi propia vida, por un viaje a la semilla de mi existencia.

Víctor le empezó a preguntar el por qué de la regresión indicada al citar a Carpentier. Pero en ese instante es cuando Estela, sin contener más las reacciones que le provocaba el hedor, se oprime la nariz y con su otra mano toma la izquierda de él para decirle:

-Este mal olor me persigue. Por eso te supliqué que vinieras. Lo traigo escondido en mí y aparece con la oscuridad. Primero pensé que era la casa; compré esta otra, pero volvió a presentarse. Mis hijos sentían la pestilencia al principio, cuando comenzamos a vivir solos, ahora no ¿Tú la sientes?

-Las estrellas que la luz bordó, al rebotar en las dos lágrimas que llegaban a las mejillas de Estela, enmudecieron a Víctor. Entendió que ella no lloraba por primera vez.

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AFONÍA

Sin lenguaje no hay hombre.

JULIO CORTÁZAR

Rayuela

Me nombraron de diferentes maneras, hasta me decían perro. Sin embargo, ahora, más veces me ignoran por completo. Ya no sólo mi nombre es desdeñado, sino también mi existencia.

Antes David, Marianita… todos compartían el bocado conmigo. Me bastaba abrir la boca y sin yo decirlo directamente, notaban mi apetito y al momento hacían lo indispensable para matarlo. Recuerdo que incluso me dedicaron parte de sus planes y en alguna ocasión, entre licores y risas dijeron que debían buscarme una novia.

Pero sucedió que mi voz se opacó, descaminó los escalones del ruido hasta apagarse por completo. Traté de frenar ese descenso gradual, mas fue inútil; en lugar de sonidos, tan sólo conseguí rociar gotas de saliva indescifrables.

Yo empecé a reducir el perímetro que acostumbraba recorrer. Después, las contadas fechas que estuve en sus palabras fueron para deplorar mi suerte muda. Y yo seguí recogiéndome más en los rincones de la casa. No lo hubiera creído antes, pero el vivir silente me consume, cada vez empequeñece más el lugar que ocupo. Por último, creo que ni se acuerdan de mí, no tienen el conocimiento de nuestra convivencia. Si acaso en sus cerebros mantengo una luz, ésta es nada más una chispita que se traduce en el temor personal a la mudez, a no poder herir al viento con sonidos.

Yo mismo no me encuentro, no sé si estoy en un rincón o en otro. Si al menos hiciera algún ruido para cerciorarme de que estoy aquí… Algo sonoro, en lugar de esta aspersión ininteligible, siquiera un lamento.

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EL CÍCLOPE

Sucede que soy y que sigo.

PABLO NERUDA

Pido silencio

Estás frente a él y te mira con su único ojo, ese ojo dominante. Su presencia te recordó los pensamientos que habitan en ti desde hace unos días, impresiones que no imaginaste cuando le abriste tu casa y tu cuerpo, meses atrás.

Al principio te pareció maravilloso, demasiado atractivo, y lo quisiste, como toda mujer quiere a quien la libre de la soledad que se esconde en su vida. Una premonición te perseguía; insinuaba un trato duradero con él, que se confirmó en tus nuevas conductas, motivadas por su naturaleza irresistible: ante él las medias subieron por tus piernas sin meterte antes en las pantaletas, o permitías el tacto de su luz mientras te rascabas en donde nunca te atreviste delante del espejo.

Muchas veces intentaste atrapar su voz con la tuya; repetías todo lo dicho por él, al imitarlo en las mañanas en que la distancia se interponía entre ustedes por tu condición de empleada bancaria. Durante cualquier plática con tus compañeras del banco, en las que cada cual realza su importancia citando adquisiciones, visitas a restaurantes o remembranzas de estirpe, te distinguías al hablar de él, de sus características, destacabas sus virtudes para rematar luego con “y es sólo para mí, con nadie lo comparto”. Las horas libres se escurrían por tus manos, nunca te alcanzaban para admirarlo a tu antojo en el departamento. Hasta olvidaste leer novelas policiacas, tu antigua afición. Tu inquietud, sin embargo, cambió cuando casi consientes su compañía en el transcurso de tu trabajo. Con eso te revolviste mucho la cabeza, pero tu determinación “esto rebosaría el vaso”, fue lo que empezó a preocuparte. Tus meditaciones te mostraron cómo el pasado murió con su llegada, y el tiempo posterior a ésta no lo hallaste en ninguna señal de las que deja el decurso.

Parecía un espacio de reloj repetido durante meses dentro de la prisión que te impusiste.

Sientes que algo viaja en tus venas. Lo abandonas, entras en la cocina. Lo que empuja tu sangre en su recorrido es algo que te provoca una mutación semejante a la que te causó, hace mucho, leer un poema de Sor Juana Inés de la Cruz que ahora tu recuerdo no reconstruye con exactitud: como una furia líquida que te llega a cada gramo. Tomas un cuchillo, pero dudas de su efectividad. Por fin, te decides por la hachuela que poco antes palpó tu vista. Vuelves al ámbito de su mirada. Ya frente a él, no pierdes un segundo más; cierras los ojos y asestas el primer golpe… Y los siguientes con los párpados abiertos, pues ya no es posible que las astillas brillantes de su único ojo, la pantalla vítrea, te convierta también en cíclope al salpicarte el rostro.

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EL LEGÍTIMO

Nadie te hará daño nunca, hijo.

Estoy aquí para protegerte. Por

eso nací antes que tú y mis

huesos se endurecieron primero que

los tuyos.

JUAN RULFO

El hombre

El primer viento de la tarde limpió de figuras grises el cielo y la claridad que atravesaba las ramas le permitió ver los dedos de cadáver. Los insultos agujeraron el aire y se atropellaron como las municiones que los precedieron. No pudo contenerse más al reconocer esas manos con venas hinchadas de sangre oscura, aferradas con ansiedad al bastón; fue entonces cuando disparó su escopeta y el sonido que produjo anuló toda la noción de tiempo.

Pero ya estaba decidido a matarlo aunque no tuviera con quién conversar después, en la soledad de estas tierras perdidas en el monte (tan caluroso por las tardes que empapa la camisa y tan húmedo en las mañanas que moja los dobladillos del pantalón con el sereno estancado en las yerbas). Éste no era como el otro amigo, ahora difunto, que descansaba mientras sus oídos sorbían los muchos pedacitos del rompecabezas formado por su historia. Aquel, el otro, quieto, parecía no sólo oír, sino que sus ojos brillaban como el cenote brilla al reflejar la luna. Algunas veces hasta gemía, pero sin exagerar, nada más para hacerle entender que mascaba la misma amargura de su pena y que juntos la llevarían en este lugar, al que no llega ningún alma.

-…Sí, don Chimas era inteligente, no como tú, que nomás te quiero contar algo y enseguida te distraes. Creo que por viejo, porque don Chimas murió de viejo, con tos. Dicen que los viejos son sabios. No sé quién lo dijo, aunque yo conocí uno que no lo fue: lo tengo presente no muy bien, estaba yo chico cuando lo dejé de ver, su cara me viene a la memoria como cuando se borra algo con un borrador malo y el color del lápiz queda jaspeado sobre el papel. No puedo decir cómo era, pero recuerdo su cabeza toda blanca, una parte por el pellejo que tapaba sus huesos y otra por los pelos que sólo tenía detrás… Ya ves, jueputa, no pones atención ¡coño!

…Sus manos me daban miedo, eran muy pálidas y tenía unas venas moradas, casi negras, bien llenas y parecía que iban a reventar. Por eso creo que no me acuerdo de su cara, porque siempre quería escaparme de sus manos y cuando él me detenía, al enganchar sus yemas en mis hombros, para acariciarme o decirme algo, mis ojos se clavaban en sus dedos de cadáver, así les decía yo, y no se movían de allí hasta que me soltaba, entonces corría yo de espaldas sin parar, a menos que topara con algún mueble o la pared… A él, a don Chimas, le conté varias veces esto del viejo y nuuunca, nunca se fastidió; no lo vas a creer, pero si estuviera aquí, procuraría tragar su tos acostumbrada para no perder el hilo de lo que te digo… No fue sabio, fue tonto, no olvido cuando le llevaron un recién nacido, su último hijo de veintipico que tuvo con seis o siete mujeres. Ahora pienso que a lo mejor no era su hijo, ya tenía meses sin caminar y si parecía que ya mero se levantaba, era porque no podía pegar la espalda al respaldo de la silla, de tan doblado que tenía el esqueleto. Con el último pasó lo mismo que con los otros hijos, que si ya que nació bien, que si ya que ella no tenía nada, que si ya que aunque limpios tenía los pañales remendados o si no eran regalados, que si ya que era un cristiano y tenía que bautizar y el padre cobraba a diez pesos cada jicarazo, que si ya que era su hijo, que si ya que, después de todo, le había dado a los otros… que no lo debía dejar desamparado, sin nada. Entonces, mi mamá, que se metió a la cocina después de abrirle a la tipa esa, prendió el radio de seguro para que no la oyese llorar, como si no supiera yo que ya había llorado otras veinte veces. La hacienda en que se molía caña y hacían calabazas y cocos melados, se le quedó a una mujer con la que tuvo cinco hijos; luego, cuando ya tenía yo más años, me contaron que esa mujer se casó con un borracho que enseguida empeñó las panelas en las cantinas y no paró hasta beberse todo. El ganado de la otra hacienda, un chingo de cabezas, se le quedó a una vieja gorda que se lo fue a exigir, según supe, en el tiempo en que todavía era muy bonita, pues él la sacó de bailarina en una casa famosa de no me acuerdo qué ciudad, con ella sólo tuvo dos hijos. Y así, cada cabrón con su madre se fue llevando su tajada: los camiones, los apiarios, el almacén de telas que dicen era muy grande, las otras casas… El último, con dejar en el suelo su uix colado por la popelina que lo envolvía, consiguió los dos sacos de maíz, el tambor de miel y las escopetas de medio uso, lo de mayor valor que se vendía en la tienda de abarrotes llena de telarañas y ratones, en otros tiempos la más surtida de todos los pueblos del rededor. A mí, al legítimo, hijo de la que se jodió siempre, nada más me dejó algunas velas y tres cajas de jabones agrietados de tan viejos, que empecé a vender cuando ella ya no pudo hacerlo. Cómo da la casualidad, tú sólo fregar haces, así hizo él y también tienes que ayudarte con ese palo para caminar igual que él; claro que yo no lo conocí de bastón, ni de sombrero, eso me lo contaron. Allá todo se cuenta, todo se sabe, la vida de cada quien es una cueva que necesita embutirse con la de los demás, hasta que llega el momento en que la sangre se te rebosa de tanto que te la calentaron, como si fuera leche hirviendo, y con el pretexto de hacer una buena milpa te quedas acá, como yo, tal vez lo mismo le pasó a don Chimas. Después ya ni recuerdas quién te dijo las cosas, pero no importa porque todos las dicen y el más envidioso o el más pelaná te las dice a ti, que porque eres su amigo y es mejor que lo sepas, pero nomás es para intranquilizarte o para que él tenga más que contar. Ya ves que no entiendes, puro jorobar hiciste mientras yo hablo y hablo; sólo por eso no te mataría, aunque aquí, a once leguas del cristiano más próximo, el que no platica no ayuda para nada. No, no eres como don Chimas. Hasta aquí vine a dar, llegué y no sé qué hacía él, pero aquí lo encontré, él amarró esta casa… Ah, y contigo no se puede, el día que tiro venado te lo comes donde lo dejo tendido, primero creí que era un animal que se metía por los bajareques. O si no, cuando hay frijoles, destapas la olla, pero no los comes, los dejas jugueteados. Cuando bajo a comprar en algún pueblo no vienes, en cambio don Chimas iba conmigo. Nunca te acercas, si camino dos pasos, das también dos pasos para atrás; si corro, corres para otro lado, siempre estás igual de lejos. No te puedo agarrar, pero lo que sí te puedo es venadiar. Nomás descansó don Chimas, a los pocos días llegaste y jamás he visto tu cara, quién sabe cómo, pero siempre está tapada con la mancha oscura de las ramas o con la de tu fieltro negro que parece nuevecito. Apenas te deje frío de un disparo y entregues el alma, te voy a enterrar en el excusado, entre las costras de miarda.

Allá mereces estar.

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SELECCIÓN DE NO NACIMOS PARA CELEBRAR[3]

Necrosis

La noche apaga una ventana. Fragmentados murmullos se disgregan, sólo importa esa única ventana que se encuentra en el ámbito de tu percepción.

Dolor ventral

Calor. Treinta y nueve grados, según la radio de alguien que se encuentra a tu espalda.

De nuevo sientes un repudio feroz contra los hechos que se confabularon para mantenerte en esta situación. El sueño ilícito creado por tu propia seguridad nada más te sirvió para cerrar los ojos; detrás de esos visillos encarnados se perfila aún la figura de la mujer que –de modo impune- desprende insectos de la cabeza de su hija. Las dos siluetas despiden un hedor que casi trunca la fluidez de tu respiración. Más de un impulso morboso guía tu atención hacia ellas y te hace inferir que de alguna manera estás unida a esas mujeres harapientas, y un placer impreciso se deriva de ello.

A pesar de tu curiosidad, te indigestan los acontecimientos que propiciaron tu permanencia en este lugar, desde tu nacimiento hasta la descompostura del automóvil. Pensaste siempre que las cosas ocurren porque una suerte fatal lo determina así. Eres invadida por la convicción de que no serías en verdad Mariela, si hubieras nacido minutos antes o después de la hora exacta en que lo hiciste; la seguridad de que el presente no sería el mismo, si mamá no se hubiera reconciliado con papá cuando tú apenas comenzabas a registrar como recuerdos las vivencias; o si no se hubiera moldeado la enemistad que te obligó a cambiar de colegio en la adolescencia.

Recuentas los actos que se han fijado en tu memoria con más plasticidad, aquellos que mantienen su vigencia como forjadores de la actualidad y del futuro, los que te hacen padecer la contemplación de esta indigencia vulgar, apestosa y… sin embargo, atrayente.

La niña, antes de dormirse, comió una galleta que despegó del enladrillado y esto te provocó una convulsión en el estómago. El espasmo recrudece ahora el malestar de tu abdomen.

En el bolso llevo un juguete para Homero.

Hay una razón para que tantos sucesos hayan germinado en este lugar hasta prolongar tu permanencia ante estas miserables criaturas. Sientes que todos viven para el designio de ejecutar un acto concreto, un hecho prosaico que conceda valor a la existencia y que, inevitablemente, debe ser el último.

“Cualquier acto humano puede ser el último”.

¿Realmente lo dijo Borges o es el fruto rezumado de una lectura desfigurada por el tiempo?

La muerte puede apuñalarte en un momento cualquiera. Hoy es la fecha para coronar con una ceremonia humilde la culminación de tu destino. Posponerla, sería un desperdicio.

Buscas la pistola en tu bulto. La encuentras. De un salto te pones en pie. Más de una vez disparas sobre la mujer y su hija. Los sonidos y destellos del arma producen un círculo de gente dispuesta a presenciar cada uno de tus próximos movimientos. La mujer ha quedado con los ojos abiertos y su hija parece dormir todavía. Los que te miran reprueban tu conducta: varios segundos creaste para ellos un espejismo. En el fondo, lamentan que hayas usado una pistola de juguete.

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Crítica Literaria

Para Garduño los detalles son importantes, la pulcra factura de los cuentos así lo atestigua; también se antoja autocrítico, meticuloso. En sus trabajos desfilan mujeres desengañadas, ambientes oníricos, mitos reelaborados, hombres terribles o desesperados en medio de un universo fantasmal, sobre todo: las pasiones. Se diría que la intención es ambiciosa hasta el desbordamiento aunque la calidad subsiste sin mengua. Las pistas son situadas maliciosamente buscando incorporar al lector en el caudaloso río narrativo. El autor arrincona para demostrar que lo real tal vez lo inventamos a fin de cuentas y aventura la probable (si no definitiva) existencia de un “otro” mundo, acaso desapercibido pero acechante.

No es aventurado señalar en Garduño la posesión de un conocimiento caudaloso del idioma, su voluntad feroz, imaginativa, crítica. Si este libro fuera su único aporte al movimiento literario presente, resultaría –de cualquier modo- significativo.

Jorge Lara Rivera[4]



[1] Diccionario de escritores de Yucatán. Peniche Barrera, Roldán y Gaspar Gómez Chacón. Compañía Editorial de la Península, S.A de C.V. México, 2003. Pp. 73-74.

[2] Los otros misterios. Garduño Centeno, Víctor. Segunda Edición. Instituto de Cultura de Yucatán, México, 2006. Pp. 9-55.

[3] No nacimos para celebrar. Varios autores. Segunda Edición. Colección: La Hoja Murmurante, Separata de Arte Libertario Ed. La Tinta del Alcatraz. México, 1993.

[4] Los otros misterios. Garduño Centeno, Víctor. Segunda Edición. Instituto de Cultura de Yucatán, México, 2006.