Tamayo Aranda, Joaquin

TAMAYO ARANDA, JOAQUÍN
(1965)
Periodista y escritor. Nació en Mérida y estudió la licenciatura en el Instituto de Ciencias Sociales de Mérida (ICSMAC). Su producción como escritor comprende los géneros literarios de poesía y cuento, además de haber desarrollado una amplia labor informativa a través de la crónica, la entrevista y el reportaje. Empezó a publicar en la sección cultural del semanario La Revista y posteriormente colaboró para Novedades de Yucatán.
Trabajos suyos figuran en ediciones de El Juglar, Signos, Navegaciones Zur, Fronteras de México, Reforma, Frontera Sur, Vórtice, Siempre y México Desconocido, entre sus otras. En 1997 participó en el Taller de Investigación Periodística y Literaria del Premio Nobel Gabriel García Márquez, realizado en la Ciudad de México. En septiembre del mismo año fue galardonado con el Premio Nacional de Periodismo José Pagés Llergo en el género de crónica.
En 2001 el Ayuntamiento de Mérida editó dentro de su colección Capital Americana de la Cultura su libro La fiesta de la anécdota y otras crónicas. Al año siguiente dio a conocer Todos estos años, texto biográfico de circulación limitada. Textos suyos aparecen en las antologías de poesía Los convidados, editada por el ISSSTE en 1991, y La voz ante el espejo, compilada por el poeta y crítico Rubén Reyes en 1995. Ha ejercido la cátedra en el ICSMAC y en diplomados organizados por la Universidad Autónoma de Yucatán y la Universidad Modelo. Se desempeña como director editorial del periódico El Mundo al Día. 1]

LA FIESTA DE LA ANÉCDOTA Y OTRAS CRÓNICAS. 2]
De la “Fiesta de la anécdota”, fragmento “Viaje por Macondo”

El caso es que el taller nunca fue un asunto de solemnidad académica, ni de rigurosa preceptiva. Por el contrario, se transformó en una fiesta permanente, que el escritor animó haciéndonos un gran regalo: nos llevó de viaje, sí, de gira por su memoria, a ritmo de un antiguo vallenato. De súbito, estábamos recorriendo ya los tristes senderos de Macondo, nos hacía volar con la bella durmiente que lo prendió de amor en una travesía transocéanica del Concorde, o nos descubríamos en una fría buhardilla del barrio latino de París, donde el joven e incipiente autor de aquella época se revolvía entre el hambre y la maraña de una novela feraz como la hierba: “La Mala Hora”.
Incluso, mientras redactaba esa obra, se percató que su exasperante situación económica era muy parecida a la de su abuelo, el coronel Nicolás Márquez, quien pasó sus últimos años aguardando la ansiada pensión militar que por cierto nunca llegó a los muelles de Aracata. “Le decían mañana, mañana tendrás el dinero, la carta. Sin embargo, nunca nadie le escribió; de ahí salió esa historia”, confesó García Márquez en un amago de nostalgia.
Todas sus evocaciones se convirtieron en parte de un relato, de un cuento. Tan inmerso estaba yo en su narración, que por un instante sentí que caerían viejos alados o el niño con cola de cerdo. Aureliano Buendía, con su estampa vencida, entraría a la clase en pos de una gallinola ciega. Vendría entonces una tempestad de guayabas o alucinaríamos a una esplendorosa mujer subiendo al cielo, envuelta en deseo y cobijada por sus sábanas atónitas.
A ratos se erguía ente mí la sombra de la sensación de estar leyendo un libro. La cara de aquel escritor de cabellos agotados era la página secreta de algún borrador recóndito, hasta que comprendí que en verdad leía a un hombre, un hombre que es –y será siempre- una anécdota viviente, una mentalidad y una lección de sentido común en el solitario ejercicio de la creación escrita.
Me explico: sus enseñanzas siempre partieron y terminaron en la sencillez, en esas fórmulas elementales que muchas veces despreciamos o no vemos porque están demasiado cerca de nosotros, pero que sin embargo nos sorprenden por su luminosa efectividad. Los talleristas, maravillados, escuchábamos que es posible contar una historia periodística en primera persona, y que el punto y aparte es “como cambiar de nalga” cuando vemos una película: sirve para pasar a otra cosa, sin que el lector pierda la atención del texto. Que los adjetivos en su obra son en ocasiones inútiles, pero construyen el andamiaje del ritmo, el pulmón de la prosa, y que la mejor forma de empezar es por lo que más te haya gustado. La entrada es la primera y última oportunidad, al mismo tiempo. “El principio es pa´ que te lean; el final, pa´ que te recuerden”, dijo, y luego irrumpió en la vieja polémica del realismo mágico, esa trastada que inventaron los críticos sobre su obra, cuya esencia no es sino un mapa del realismo más crudo, porque todo en su trabajo está minuciosamente comprobado, todo cuanto dice ocurrió… “Lo malo es que nadie me cree. Yo no sirvo para imaginar”.

Fragmento de “La vida secreta de Fidel Castro en Yucatán”.

Cuando lo descubrió ahí, bajo un laurel de la plaza, en el acto de sentarse en el humilde banquillo del viejo lustrador de calzado, para que le sacara brillo a sus mocasines nuevos, Lía Cámara Blum tuvo el presentimiento de que “algo grande iba a pasar en su vida”. Nada habría alterado su rutina aquella mañana, de no ser por ese joven extraño que llamó su atención desde el primer momento. De inmediato se sintió atraída no sólo por su estatura descomunal, sino también por sus ojos, pequeños y verdes, y por el penetrante aroma de su puro.
Era un ordinario sábado en Valladolid, y Lía, junto con las demás profesoras de educación preescolar que venían de Tizimín, esperaba el autobús de las 8, rumbo a Mérida, donde vivía su familia. En aquel tiempo se respiraba un otoño inevitable, pues cinco días atrás septiembre se había instalado con toda su tristeza en el pueblo. Pero en el instante de la revelación Lía ya no reparó en nada ni en nadie más. Concentró sus sentidos en el atlético muchacho, que parecía desenvolverse con la seguridad de un actor consagrado de la escena decisiva.
“Este no es de aquí”, se dijo para sí la profesora, pero no pudo continuar el comentario, toda vez que el autobús, como el otoño, había llegado de pronto.
Al subir, el forastero se golpeó de frente con el cielo raso del vehículo. Instantes después, entre risas contenidas, las mujeres lo vieron encorvarse para avanzar por el pasillo, buscando asiento.
A sus 18 años de edad, Lía era dueña de una natural intuición femenina. Supo entonces que debía arrimarse a la ventana, discretamente. El joven, desde luego, le hizo conversación. Alejandro González, cubano. Así se presentó, y sin más preámbulos comenzó a preguntarle sobre la Revolución Mexicana. La profesora no tardó en advertir que se trataba de una persona culta, de modales educados, con vastos conocimientos de historia nacional. Sabía de Villa, de Madero y Zapata.
Lo que Lía no advirtió fue que su acompañante, como las figuras de la Revolución de México que mencionaba constantemente, también tenía un precio: 100,000 dólares por su cabeza. Esa cantidad estaba dispuesto a pagar el entonces presidente cubano, Fulgencio Batista, a quien le informara de su paradero. Lo quería vivo o muerto.
El autobús se detuvo en Pisté; la charla, no. Entre sándwiches y refrescos, Alejandro narró pormenorizadamente otros episodios de la lucha armada en México, que sólo evidenciaron la ignorancia las maestras. De cualquier modo los pasajes revolucionarios quedaron en segundo término, porque para Lía no hubo, desde entonces, más héroe que su interlocutor.
Se bajaron en la estación de Mérida y, antes de despedirse, Alejandro apuntó en una cajita de cerillos “La Moderna” el número telefónico de la muchacha. Le prometió que la llamaría es misma noche a la casa de sus papás, en la calle 61. La invitó a salir. Pasó por ellas a las nueve. Estaba recién bañado, vestía una guayabera blanca, pantalón gris y los mocasines de la mañana, que había vuelto a lustrar a las puertas del Hotel Reforma, donde rentaba la habitación 27.

Fragmento de “La noche que Borges Murió en Uxmal”

La noche que los periodistas lo dieron por muerto, Jorge Luis Borges estaba más vivo que nunca. Trataba de formular unos versos frente a la piscina de un hotel en Uxmal. Su asistente, María Kodama, le describía cómo nace en el agua la ilusión del firmamento. Aquel paseo por ese centro ceremonial, le había sugerido la creación de nuevos sonetos para su obra.
Este episodio es de los menos conocidos en su biografía y constituye, al mismo tiempo, la historia de un rumor que estuvo a punto de convertir a Yucatán en la última casa del fabulador argentino.
Todavía es un misterio el origen de aquella mentira que durante 15 horas tuvo en el hilo de la conmoción al gobierno federal y a los reporteros nacionales y extranjeros. Todos intentaban confirmar lo tantas veces anticipado por el célebre intelectual en algunos de sus poemas finales: el suicidio, la muerte.
Todo comenzó la noche del 28 de agosto de 1981, cuando el comentarista televisivo Jacobo Zabludovsky llamó desesperado a la redacción del Diario de Yucatán, para saber si era cierto que el autor de “El Aleph” e “Historia Universal de la Infamia” había muerto en Uxmal.
-Es necesario que lo confirmen –añadió Zabludovsky, determinante.
Jorge Alvarez Rendón, entonces cronistas de ese periódico y a quien el Alcalde de Mérida, Gaspar Gómez Chacón, había designado como acompañante del literato, casi se fue de espaldas cuando el redactor Eduardo Huchim le preguntó si realmente se había cerciorado de haber dejado con vida al poeta de Buenos Aires.
-Hace apenas dos horas lo vi, estaba frente a la piscina, meditando unos poemas… -explicó Alvarez Rendón, casi perplejo. Poco antes de las nueve de la noche, se había despedido de Borges en medio de abrazos efusivos, galletas y varias tazas de café con leche.
Aunque la siniestra versión de la muerte del poeta fue descartada casi de inmediato, nada impidió que el gobierno federal movilizara un discreto operativo de vigilancia con destino a Uxmal.
Jorge Luis Borges, quizá el escritor de habla hispana más importante del siglo XX, había llegado a México para recibir el Premio Ollin Yolitzli de manos del entonces presidente, José López Portillo.
Este galardón, que como muchos programas del lopezportillismo, surgió “sobre la marcha”, puso en evidencia el oportunismo del mandatario, tomando en cuenta que ese año Borges era el más firme aspirante al Premio Nobel.
Después de aquella ceremonia en la que “hablaron todos, salvo el condecorado” –refirió al novelista Adolfo Bioy Casares en un artículo en torno al literato y sus premios-, el poeta viajó a Michoacán para intervenir en un festival de poesía.
El poeta yucateco Róger Campos Munguía, recuerda a Borges en Morelia. “Había mucha expectación por su presencia. Ahí estaban los grandes de la poesía: Gunter Grass, Vasko Popa, Ramón Xirau, Homero Ardijis, entre otros. Fue entonces que llegó Borges y los ojos de la atención se posaron en él. Puedo evocarlo, escuchando con interés y entusiasmo casi infantil, algunas lecturas de poesía. Borges era un hombre iluminado. Esa misma semana, ya de vuelta a Mérida, mi sorpresa fue mucho mayor cuando me enteré de que venía para aquí”.
En realidad, el viaje del ensayista a Yucatán “agarró a todos fuera de sitio, porque se resolvió de la noche a la mañana”, dice el ex alcalde de Mérida, Gaspar Gómez Chacón.
Jorge Alvarez Rendón no podrá olvidar jamás el instante en que le hicieron uno de los encargos más inquietantes de toda su vida -“Quiero que seas el representante de la ciudad ante el poeta”-le explicó con serenidad Gómez Chacón.
-No me quería como periodista, “si no como amigo”. Cuando te hablan a las siete de la mañana para despertarte con una cosa así sientes que todo cambia. De cualquier modo, en el aeropuerto me gané la enemistad de los compañeros de otros medios, pues pensaron que Gómez Chacón me había autorizado una exclusiva con el maestro Borges. No fue así: la verdad es que yo era, desde ese momento, el guía oficial del escritor –señala Alvarez Rendón, 19 años después de tan inolvidable momento.-
Así que al filo de la una de la tarde, al avión procedente de la ciudad de México aterrizó en la terminal aérea, en medio de un fuerte calor que el poeta de 82 años de edad comparó con los vapores africanos.
-Posiblemente el calor de ahora sea mayor- aclaró el cineasta Adolfo García Videla. Sin embargo, el escritor reaccionó con una típica agudeza borgiana. -“Cualquier calor presente es mayor que otro pasado”-.
Sólo entonces, sólo por el ingenio de aquel lúcido comentario a mitad de un sofocante acto de protocolo, -“el hielo se rompió de tajo”-. Y de inmediato el comité de recepción, así como la caravana de Borges, estrecharon lazos de amistad. Ahí estaban, además del literato, su inseparable asistente –y futura esposa-, María Kodama, “una japonesa” de Banfield, Argentina; el director de cine Adolfo García Videla y su esposa, Estela Troya. (El cineasta realizaba un documental que con el tiempo se llamaría “Los paseos con Borges”). Además, venía también el embajador mexicano en la entonces Yugoslavia, Javier Wimer.
Después de la presentación, Gómez Chacón indicó a sus huéspedes que se dirigieran a un salón privado, donde Borges firmaría el libro de los visitantes distinguidos.
-“Fue un momento de profundo significado. El viejo maestro, lleno de reconocimientos, toda una celebridad, estaba firmando el libro a pesar de su condición de ciego. De repente, el calor se hizo insoportable y Borges decidió quitarse el saco de dril, de tenues rayas cafés, para quedarse en mangas de camisa y corbata, mientras yo le explicaba lo relevante de su visita”-, subraya Gómez Chacón.
-A mí me pareció que su cabeza era demasiado grande para su cuerpo. También se me hizo un hombre viejo, pero oloroso a lavanda, apenas sostenido por su bastón chino de lata. Por alguna razón, el maestro advirtió mi interés por ese bastón y fue entonces cuando me relató su historia: -“Yo caminaba por un mercado neoyorquino, cuando me enamoré de este bastón. La textura, sobre todo”-. Cuando Borges y los suyos abandonaron el aeropuerto, ya estaba hecho el plan para la aventura por el Mayab. El embajador Wimer estableció el itinerario a seguir a lo largo de dos jornadas: Uxmal, primero, y Chichén Itzá para el último día. Pero antes de salir a carretera, el grupo se detuvo en el restaurante “Las guacamayas”, donde Borges se enamoró de la sopa de lima, la horchata de arroz y la carne de venado, a pesar de que su dieta regular era estrictamente vegetariana.
Durante la comida se habló de todo: las aguas frescas y la lluvia, principalmente, lo que le recordó al poeta su amor por una tortuga que había envejecido lentamente en el aljibe de su casa bonarense. –“Pero me vi en un aprieto- indica Alvarez Rendón-. María Kodama me solicitó que fuera yo quien criara a Borges en la boca. ¿Qué había pensado esta señora?”-.
En aquel viaje por Yucatán, en agosto de 1981, Jorge Luis Borges tuvo la oportunidad de conocer rasgos de la cultura popular de la región. Además de la comida, el poeta disfrutó de la típica guayabera. Precisamente se estaba probando una que acababan de regalarle, cuando Miguel Ángel, el chofer del grupo, asignado por el Ayuntamiento, advirtió que era necesario llegar a Uxmal antes de las cinco de la tarde, para evitar el anochecer a medio camino.
Mientras tanto, en la quinta “Los Almendros”, un hombre de charla torrencial trataba de explicarle a su amigo, el productor cinematográfico Manuel Barbachano Ponce, que estaba poseído por una gozosa maldición pues había vuelto a Yucatán porque –“Alguien me dio a beber agua de pozo”-.
Gabriel García Márquez –que a la postre sería el verdadero recipiendario del Premio Nobel de Literatura el año siguiente- no era todavía la figura espectacular en que se convertiría a partir de la obtención de ese premio de la academia sueca. –“La estrella es Borges”- dijo en aquel entonces.
El autor de “Cien años de soledad” había venido en busca de locaciones para “El verano feliz de la señora Forbes”, en cuento suyo adaptado a cine a petición expresa del director Jaime Humberto Hermosillo, quien también lo acompañaba.
Cuando “Gabo” supo que uno de sus mayores héroes literarios se encontraba Yucatán, pretendió ir tras él pero ya no fue posible. De cualquier modo García Márquez le insistió a Barbachano: -“Manuel, quiero platicar a solas con Borges”.
-De veras, Gabo, eres un caso perdido- añadió resignado el productor de cine.
Para entonces, el poeta ya estaba en el Cuadrángulo de las Monjas en Uxmal. –Borges, venid. Que se nos va la última luz en estas ruinas- dijo María Kodama.
-Bueno, aquí viene la ruina más reciente- contestó el escritor, acercándose al grupo.
Alvarez Rendón añade: “En ese momento, la relación de Borges se volvió un hecho muy íntimo. Por su edad avanzada y su ceguera, el maestro no podía seguir el paso a todos. Así que nos quedamos a solas, platicando. Me quedé para que Borges me entrevistara mientras su cabeza se movía en un sí perpetuo. El tema siempre fueron los mayas. Pero pronto me di cuenta que nada saciaría el voraz apetito que Borges tenía por el aprendizaje. Hubo un instante en que logré sacar la grabadora. El hombre recitó poemas, largos párrafos o letras de milongas. Le pregunté por los poetas mexicanos y no demoró en excusarse. No conocía más que a Ramón López Velarde, me dijo. Y luego sobrevino el asunto de los periodistas, al parecer sólo uno le había enojado porque había criticado su modesta casa”.
-No saben los periodistas que yo podría vivir en un pañuelo- acotó el escritor. La historia terminará por revelar que aquel reportero insolente, según el argentino, había sido el novelista peruano Mario Vargas Llosa, durante una entrevista que le hizo a fines de los años setenta.

Fragmento, “El enigma del High Ball IV”

No hay solución posible. Ni vestigios ni pistas: lo que fue un barco, es un misterio. Trece años no han sido suficientes para esclarecer la desaparición del yate High Ball IV, en el que paseaban varios miembros destacados de los clubes rotarios, frente a las costas de Chuburná Puerto.
Las autoridades navales que participaron en la búsqueda –de las más intensas en la historia de la navegación yucateca-, todavía no saben qué pasó con el navío y sus nueve pasajeros.
El yate High Ball IV fue visto por última vez la madrugada del 10 de septiembre de 1986, cuando zarpó de Yucalpetén , en Progreso, rumbo a la zona conocida como “3.30”.
Desde ese instante, se inició una búsqueda que de 18 jornadas se prolongó a 42 días. El operativo de rescate no halló ningún rastro de la embarcación. “Fue un fracaso, una estrategia malograda”, señala Alfonso Hernández Castillo, hijo de uno de los desaparecidos.
Tentativamente, durante ese año los tripulantes debían ser declarados oficialmente muertos, pero hasta ahora nadie ha promovido el juicio de rigor que corresponde a este tipo de siniestros, de acuerdo a información del Registro Civil.
La subdirectora de esa dependencia, Sandra Villamil, explicó que, en casos como este, el procedimiento legal consiste en una declaración inicial de ausencia y, posteriormente, el trámite de presunción de muerte, “pero de estas personas no hay nada en el Registro del Estado”.
Sin embargo, en esta última década, no ha cesado el clima de controversia alrededor del caso. Teorías, versiones e hipótesis no hacen sino contraponerse, impugnar viejas conjeturas. La primera tesis sostiene que quizá el barco fue secuestrado por una red de narcotraficantes que operaba en altamar. Se habla, asimismo, de una explosión por una fuga de combustible, pero esta posibilidad se descartó porque nunca se hallaron rastros de la nave sobre la superficie.
Una teoría más advierte que el yate fue tragado por “un ojo de turbonada”, de la misma forma en que desapareció el buque mercante Tuxpan, cerca de Bremen, Alemania, en 1987. No obstante, el veredicto oficial sólo admite un calificativo: “inexplicable”, de acuerdo al testimonio del almirante Álvaro Arzamendi García, quien estuvo a cargo de la investigación.
El militar, que fue localizado por teléfono en Acapulco, Guerrero, recuerda, casi textualmente, que el documento dice: “El High Ball IV desapareció en altamar. No se encontraron respuestas positivas”…
…Los hijos del Hagh Ball IV, por lo regular los más jóvenes, tuvieron que soportar un estigma desalentador: “Ah, tú eres hijo de uno de los que se perdió en el mar”, les decían en la calle. La crueldad infantil tampoco se puso fronteras con los niños del Hagh Ball IV: “Si quieres ver a tu papá, vete al mar, pesca un tiburón y ábrele la panza, seguramente allí está”, le explicaron a uno de ellos.
Cecilia Castillo de Hernández no supo qué responder a Rodrigo, su hijo, el día que llegó a casa emocionado y sorprendido, que quería ver a su papá porque en el Colegio Roger´s le dijeron que ya lo habían encontrado.
“Realmente –dice doña Celia- la sociedad yucateca puede ser terrible, muy dura, a veces hasta cruel, y ante eso nuestros hijos sufrieron mucho, pero a la vez aprendieron a ser fuertes en un medio tan difícil como el que les rodeaba.
“Ellos son quizá la parte de esta historia que más ha cambiado. Por eso en casa nunca hablamos del problema y cuando recordamos a Alonso, cosa que hacemos todos los días, tratamos de que sea a través de los buenos tiempos. Hablamos de su humor, de su honestidad y de los viajes que hicimos juntos y felices”.
Al frente de las farmacias homeopáticas Hernández, herencia de Alonso, Cecilia Castillo ha intentado reorganizar la vida económica y doméstica de la familia. Incluso conserva las llaves del carro de su esposo, como si fuese a regresar en cualquier instante… “Entonces mantengo el orden. Así le gustaba”, sonríe. “No me interesa saber nada de la maldad de los que pudieron habérselo llevado. Yo pretendo evocar a mi marido de la mejor manera. Para Alonso el mar era el lugar más hermoso del mundo. Sentarse frente a una puesta de sol en la playa significaba un espectáculo maravilloso. El mar le daba paz y creo que ahora debe estar viviendo esa paz con el mar que tanto quiso”, puntualiza.
…”El mar nunca se queda con nada, tarde o temprano lo devuelve todo. Es el lugar más hermoso del mundo”…

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RESEÑA
“Escribo para no morirme en silencio” palabras del propio Joaquín Tamayo que nos conducen a uno de los motivos que inyectan su memoria para plasmar en sus textos la memoria misma de sucesos que forman parte de su vida y más aún de su genio literario.
Cuando uno se adentra en los relatos de Joaquín Tamayo se experimenta el sabor de las palabras empapadas de experiencia periodística digeridas con el suave dulzor de la nostalgia por una época en la que el autor era testigo y activo, en la búsqueda constante de la revelación de una mentalidad… “Porque lo esencial, lo que siempre me ha importando, es fijar con detalle el misterio de la condición humana, los comportamientos, las ilusiones y las pesadillas del hombre”… reflexiona Joaquín Tamayo en su obra.
Dentro de La fiesta de la anécdota y otras crónicas persevera el valor “de la gente, por la gente”, el autor no narra sucesos únicamente describe el acto y el hecho de la gente dentro y fuera de los sucesos. La fortuna de estar cerca de personajes, lugares y acontecimientos le permiten a Joaquín Tamayo forjar su creatividad entrelazando sus días en el taller investigativo de Gabriel García Márquez, con la historia de amor entre una maestra yucateca y el joven guerrillero Fidel Castro bajo la sombra de una Mérida que ya no está y no volverá; la cercana amistad con el periodista y ufólogo Juan José Benítez, a su vez entretejida con el acercamiento a la obra del universal Juan García Ponce que culmina en la inexplicable desaparición de una tripulación de la que jamás se aclaró nada.
“… las once historias reunidas en La fiesta de la anécdota y otras crónicas me han enseñado no tanto a escribir, sino a ser. Entonces soy este libro. Soy mis palabras, este puñado de páginas y los héroes que dibujo en ellas”.
Así es como Joaquín Tamayo invita a una lectura amena, desahogada, llena de contenido pero sobre todo de sentimiento, de inteligente crítica que se esconde a través de sus relatos. Con un ritmo ágil y práctico este libro es una obra para leer mientras una pasada Mérida se desdibuja en nuestros pensamientos llevados de la mano por Joaquín Tamayo.

1] Diccionario de Escritores Yucatecos. Peniche Barrera Roldán y Gómez Chacón Gaspar. Segunda Edición CEPSA, 2003.
2] "La fiesta de la anécdota y otras crónicas", Joaquín Tamayo Aranda. Colección Capital Americana de la Cultura, 2000.