Rosado de Figueredo Nidia Esther

Rosado de Figueredo, Nidia Esther
(1918)

Maestra y escritora egresada de la Escuela Normal Superior Rodolfo Menéndez de la Peña. Durante 10 años ejerció el magisterio en escuelas del interior del Estado de Yucatán y de Mérida. Fue becaria del Gobierno de Yucatán para estudiar Técnica de la Educación Audiovisual en el Instituto Politécnico Nacional en 1960. Así mismo fue catedrática en la secundaria Eduardo Urzaiz y en la Normal Rodolfo Menéndez de la Peña, en la que fungió como directora en 1973 a 1978.
Ocupó la jefatura del Departamento de Comunicación Educativa y fue jefa de Promoción Cultural del ISSTEY. Su inclinación por la literatura la llevó a ser directora del taller de Teatro Virgilio Mariel del grupo Clemente López Trujillo y a fundar y coordinar la biblioteca circulante Alberto Carlos Moreno Medina. Ha escrito obras de diversos géneros literarios que incluyen Cuando la feria acabe, Suyunché, Cuentos y anécdotas de Yucatán, Registrando cajones, Huellas en el umbral, Gotero del buen humor, El mucbilpollo de don Pancho, Notas periodísticas y Cardos en la ruta.

En 1987 le fue entregada la medalla Yucatán; en 1996 se develó la placa que la reconoce como Maestra Distinguida en la Plaza del Maestro de Mérida Yucatán. En 1998 obtuvo el premio literario Antonio Mediz Bolio. Desde 1996 fungió como directora de la biblioteca del ISSTEY y fue miembro de la Sociedad de Geografía y Estadística y del Seminario de Cultura Mexicana. 1]

La fiesta brava 2]

Cric, Crac, cric, crac; crujieron los palos y los bejucos cuando Jesusita subió por la rústica escalerilla que conducía al palco. Improvisado con palmas y horcones, el tablado ocupaba todo lo ancho de la plazoleta. La mujer de Juan Carlos se sentó en una silla de plegar y muy circunspecta esperó la hora de la corrida. Los niños, en la baranda, se entretuvieron columpiando los pies. Abajo, los viandantes y los vendedores esperaban también. El palco de la familia de Juan Carlos era inmejorable: al frente tenía al portalón, a la derecha, la orquesta y a la izquierda, el Juez de Plaza. La espera no tardó. El reloj de sombra quedó en escuadra. Un toque de corneta anunció el comienzo de la corrida. El portalón se abrió para dar paso a los toreros que, gallardos, partieron plaza: la mano izquierda en el cuadril y al hombro el capotillo, marcando el paso al compás de la macarena. Cuatro guapos mozos recién llegados de España, saludaron al público con la montera en la mano. Después de atravesar el ruedo, la cuadrilla se detuvo frente al Juez de Plaza. Jesusita se inquietó. Los ojos se le llenaron de colores y de luz. Con su traje regional lucía esplendorosa y era una atracción más, en aquella fiesta brava. Coqueta, la esposa de Juan Carlos meneaba el abanico. Toda ella irradiaba juventud y en esas condiciones, no podía pasar inadvertida. Los cuatro toreros la miraron de reojo al saludar al Juez. Y al retirarse después de recibir la venia, uno de ellos persistió en mirarla. La joven se tapó el rostro con el abanico y dejó descubiertos sus grandes ojos que parecieron sonreír. Sus mejillas se sonrojaron y la piel se le erizó. El segundo toque de corneta anunció la lidia. Los toreros cambiaron capa por capotillo. Dieron pases al aire. Simularon prender banderillas. El diestro que la miraba permaneció inmóvil hasta que, venciendo su indecisión, se acercó al palco de Jesuita y con un ademán clásico, la brindó la faena de la tarde: lanzó el capotillo y ella lo atrapó en el aire. La montera corrió la misma suerte. Eulalia, al ver el desplante del torero, sintió celos y con un gesto desagradable, acriminó a su madre que, sin darse por aludida, estrechó contra su pecho ambas prendas y suspiró. La niña en su fuero interno se preguntó: ¿por qué? Y en el fondo de su alma reprochó la conducta de su madre. Se pasó el resto de la tarde enfurruñada. Se negó a cenar y se fue a la hamaca temprano. Sin embargo no dormía por que la capa y el torero la obsesionaban. A través de las mallas observó a su madre:
La mujer de Juan Carlos se dio prisa en acicalarse para ir al baile. Se cambió el terno, se prendió el moño al zorongo, y se polveó la cara con polvillo de cascarilla, se pellizcó las mejillas y se mordió los labios para avivarles el color, se humedeció con la lengua los dedos índices y simultáneamente se los pasó por ambas cejas para quitarles el residuo de polvo y terminó su retoque poniéndose una flor sobre la oreja. Las voces de las vecinas se escucharon bulliciosas y Jesusita se dio prisa por alcanzarlas. Apagó la vela y salió a la calle sigilosamente. En el camino se terció el rebozo y no se percató de que su hija, arrastrando su sabanita, la seguía a cierta distancia.
Entre las novedades reservadas a los habitantes de Suyunché con motivo de la fiesta, estaba el nuevo alumbrado de la comandancia, convertida temporalmente en salón de baile. Normalmente iluminado con seis lámparas de carburo. Pendían del techo por medio de cremalleras, para poderlas bajar conforme la luz se fuera extinguiendo porque había qué cebarlas de nuevo con oxígeno.
Las mestizas, con sus ternos multicolores, iban llegando por grupos. La mujer de Juan Carlos que esa noche hacía su debut, temblaba al pensar encontrarse con el torero. Y allí estaba en efecto. Detrás de la arquería y confundido entre los espectadores, la miró pasar no sin cierto sobresalto. Esperó a que el bastonero la llevara al estrado de baile y cuando la vio en espera de pareja, se abrió paso entre la multitud y procuró ser el primero en llegar a ella. La mujer de Juan Carlos sintió hundirse en el suelo bajo sus plantas. Se saludaron con una leve inclinación de cabeza y a los primeros acordes de jarana, cuando se disponía a bailar, Eulalia, la hija de Jesusita que había permanecido escondida para que su madre no la viera, corrió hacia ellos y en un arranque de cólera le dijo a Jesusita:
—¡NO BAILES! ¡NO QUIERO QUE BAILES CON ESE HOMBRE!
La mujer de Juan Carlos se disculpó con su pareja y tomando a la niña de la mano, salió con ella a la calle. Rumbo a su casa la reconvino dándole un fuerte tirón de oreja y luego la mandó a su hamaca, no sin antes propinarle cuatro nalgadas. Corajuda y defraudada, Jesusita se cambió de ropa y se sentó en la ventana. No había transcurrido mucho cuando entre las sombras vio venir al torero silbando la tonada de la jarana. Sin mediar palabra le entregó una flor que llevaba en la mano. Asustada y temerosa de que alguien la viera, Jesusita entró, cerró la ventana y tras la puerta, besó la flor y la estrechó contra su pecho suspirando. Los ojos de Eulalia brillaban en la oscuridad.

Durante los seis días de fiesta que siguieron, montera y capote fueron a dar al palco de Jesusita y la flor llegó puntualmente a la ventana. Eulalia no perdía detalle. La última noche, el torero esperó a Jesusita debajo del tablado. Los pasos de los transeúntes se apagaron con la última bombilla: Jesusita atravesó la plaza; corrió en busca del torero y las dos sombras fundidas en una sola, fueron envueltos por los vapores de la tierra. Se entregaron plenamente, sin reservas, ni limitaciones, en una oblación total. Y fue así como la esposa de Juan Carlos, supo lo que era el amor. Media hora después, oliendo a tierra y a hierba fresca, empapada de besos y de rocío, Jesusita llegó a su casa, el pelo y el huipil maltrecho. Eulalia, siempre en vigilia, la vio llegar: oyó que sollozaba hasta que el sueño la venció.

Al día siguiente los hombres del pueblo comenzaron a desmantelar el tablado. Los trashumantes levantaron las tiendas. Una a una las carretas cargadas de enseres abandonaban el pueblo. Sentada en su ventana, Jesusita contemplaba los trajines. Al desaparecer en el cabo de la población la última carreta, la mujer de Juan Carlos suspiró profundamente y volvió la vista al desmantelado tablado. Los últimos horcones, arrancados del suelo, ya estaban sobre la carreta. Al verlos partir, Jesusita se sintió liberada, como si aquellos troncos se llevaran consigo el secreto de su desliz.

Fragmento 9 3]

El panorama hogareño empeora en aquellos días: Eladia sufre una crisis de salud. Sus pulmones no resisten más. La tos se ha recrudecido y la internan unos días en el hospital, pero luego vuelve a casa.

Carlos ya es dependiente de un almacén de ropa; Haydeé trabajaba en la perfumería de Bertín Rosado; Leopoldina borda chaquiras en los vestidos de las damas ricas, con Mercedes Aznar, la mejor modista de la ciudad. Entre los tres sostienen las casa y los estudios de Teté. Esta sabe que a ella le corresponde levantar la bandera: sus tres hermanos no pudieron estudiar y por eso son empleados. De modo que no debe defraudarlos. Tiene que llegar a ser alguien en la vida.
Temprano salen todos de la casa. La enferma se queda sola, pero está bien atendida: doña Juanita, la vecina de junto, a ratos deja su venta de comida y le da un acechoncito llevándole atole o caldo caliente y a la hora de comer, puchero de gallina.

Teté resuelve su problema regalándose con Charito Evia Cervera, íntima amiga de su madre, casada con el licenciado Santiago Espejo Valladares con quien tiene dos hijos: Raúl y Edgar. La edad de Teté es intermedia entre ambos y el matrimonio la quiere como hija, porque Eladia es una hermana para Charito.

En esta casa Teté aprende buenos modales y a disfrutar de todas las comodidades. La residencia es grande y está situada sobre la calle 62 entre 49 y 51, justamente a media cuadra de El Motor Eléctrico y a dos cuadras de Eladia. El predio es todo de mampostería; al frente tiene un portón, una ventana y una puerta. El primero es la entrada a la cochera que está al fondo; la segunda corresponde a la oficina del licenciado Espejo; la puerta pertenece a la sala, que tiene un piano de cola, un sofá y cuatro silletas Luis XV; de la pared cuelga un cuadro traído de París, con un espejo de cristal de roca en forma de media luna, que casi ocupa todo el marco; abajo, en contraste con el tamaño de la media luna, varios paisajes románticos: un bosque frondoso, un coche de caballo y en él una pareja de recién casados. Seguido de la sala está el comedor abierto al jardín y protegido con una malla de alambre por donde se cuela el aroma de violetas y mariposas. Contigua a la oficina de don Chano, hay una pieza intermedia; más allá está el cuarto del matrimonio con su baño de ladrillos. Un pasillo lateral conduce a la cocina, olorosa siempre a guiso nuevo. El cuarto de servicio queda al lado de ésta y cuenta con un baño modesto. El agua corriente proviene de un tanque que se abastece por la veleta de viento situada a medio patio. Independiente de la casa está la cochera, donde la calesa ha sido sustituida por un Ford modelo 1930. Arriba del garaje hay un estudio con dormitorio. Los quehaceres de la casa son exclusivos del servicio: un mozo a quien llaman Marín, una cocinera, la trasteadora y el chofer.
De la hacienda traen: legumbres, carnes, frutas, leche y nunca falta en la alacena una calavera de queso holandés y colgada de la percha de la cocina, una pierna de jamón Westfalia.
A la derecha de la casa del licenciado Espejo hay otra gemela de ésta, donde vive doña Tomasa Puerto Monforte, madrastra de don Chano, a quien los hijos de éste llaman “abuela”. Es una dama elegante y rica que se da el lujo de albergar, permanentemente a su hermano Porfirio y a su hijo; a su hermana Susana y a sus seis hijos: Ovidio, Hipólito, Bertha, Isabel, Constancia y José Cervera Puerto; a Isela Carrillo Lope que es su ahijada y a Hilda Amina Pino Carrillo, sobrina de esta última; muy bonita y amiga de Teté y que como ella, busca calor de hogar en casa de los Espejo Evia.

Don Santiago, aunque serio, es bromista y presenta, a las dos niñas que le llaman, Papá Chano, diciendo:

—Estas son mis hijas, sólo que una nació de día— y señala a Hilda Amina que es rubia —y la otra nació de noche —y abraza cordialmente a Nidia Esther.

El padre reparte gastadas por igual entre ellas y sus hijos; éstos, por su parte, las tratan como hermanas; se gastan toda clase de atenciones para con ellas; Raúl, que estudia medicina para darle gusto a su papá, de buena gana hubiera sido artista, sacerdote o diseñador de modas. Acaba de llegar de los Estados Unidos y trae en mente infinidad de modelos en boga. En sus días inhábiles o en sus ratos de ocio, se entretiene reproduciéndolos para confeccionarles, a sus hermanas postizas, algunos vestidos, con los trajes de baile que su madre desecha.
Con un retazo de gasa rosa, floreada de peluche y una falda larga de georgette negro y escarola de piel de seda, le confecciona a Teté su primer traje de baile que resulta una verdadera creación por la capa corta que le cubre los hombros y que le llega al codo, hechas con tiras de papel celofán en varias capas. El modelo causa sensación porque acaba de aparecer en un magazine del vecino país, modelado por una estrella de cine. Para suplir el busto en el pecho de la joven, encarga asimismo a los Estados Unidos, un brasier con arandelas en espiral. El primero que usa la hija de Eladia.

Carmen del Mar 4]

Ahí estaba, parado junto a la ventana contemplando el paisaje. Todo era nuevo, incluso él. Con las piernas enfundadas en los pantalones y las manos metidas en los bolsillos. Era como si hubiera vuelto a nacer o hubiera reencarnado, había una pequeña pero significativa diferencia: tenía un pasado.

Aquella misma misma tarde había salido del hospital y era un nuevo miembro de la sociedad. Alojado en el hotel "Peñalva", el libro de registro incluía su nombre, para acostumbrarse a la idea de que rea "él".

Miraba con nostalgia el río. Al otro lado estaba Tenajo. ¿Viviría su pasado en él? Su casa había ardido. Sólo había quedado de ella las cenizas. Esparcidas ahora mismo sobre los muebles, sobre la alfombra y en la ventana. Pedro las sintió y le causaron escozor.

Se pasó la mano sobre la frente y la sintió húmeda. Sudaba igual que Carmen, la chica de Tenajo que trabajaba en el muelle. A lo largo de las mejillas, por delante de las orejas, le recorría el sudor hasta llegar a la garganta, produciéndole un cosquilleo familiar.

Recordó a carmen con el fardo al hombro descendiendo por la rampa. No. Pedro no podía negarlo. Echaba de menos el mar, el muelle y ¿por qué no confesarlo? echaba de menos a Carmen.

Se miró los pantalones. Eran rectos, sin más adornos que los bolsillos laterales. Se miró al espejo. Casi no le habían dejado pelo. Sólo le quedaba un rizo que le caía sobre la frente. Se acercó al cenicero para dejar la colilla. Carmen también fumaba. lo hacía por las noches mientras Marta le acariciaba el cabello. Afuera soplaba el viento y los hombres se emborrachaban en la taberna. para borrar los recuerdos, Pedro decidió tomar un trago de ron. Sería su primera experiencia como hombre y sentía la necesidad de hacerlo. Quería empezar su vida como lo que era: "un hombre nuevo que se enfrentaba al mundo". Así le había dicho el médico al despedirlo del hospital.

Descorchó la botella y tomó. Como estaba delante del espejo, se rió de sus propios gestos. Una sensación de fuego le corrió por el gaznate. Tosió varias veces, luego se tiró en la cama y contempló el techo de la habitación. Las vigas le recordaron el muelle.

Bajó la mano y agarró la botella. Empinó de nuevo el codo y tragó hasta ahogarse. La lengua se le soltó:

-¡Carmen vivía con Marta porque le daba la gana! ¡Perros! En Tenajo no había hombres, todos eran unos maricas! ¡El Bebo! ¡El Bebo se burló de todos! ¡Se llevó a las mujeres y pagó la deshonra con licor!

Pedro vació la botella. Los ojos se le nublaron y le zumbaron los oídos. Subió el tono de la voz para poder oírse a sí mismo.

-¡A Carmen le daba asco el Bebo! ¡Sépanlo, IDIOTAS, por eso lo rechazó!

Los últimos acontecimientos de su vida anterior, pasaron por su mente: La taberna de Tenajo con sabor acre. Las palabras del Bebo cortando el humo para llegar impregnadas de nicotina y de licor a los oídos de los demás y pasar de boca en boca hasta llegar a la calles arrastrando su vergüenza:

-Que la Carmen no es hembra... Me lo ha dicho el Bebo.

-Que la Carmen vive con Marta porque es su mujer...

-Dice el bebo que hay que desnudarla para que aprenda.

-¡Y eso para que sepa que no nos engaña!

-¡Quién iba a creerle...! ¡La Carmen!

La ola creció hasta convertirse en tromba. La muchedumbre enardecida se dirigió al jacal de carmen y las teas llovieron sobre el techo. La noche de Tenajo se volvió roja y los gritos de la turba acallaron el rumor del mar.

-¡Que arda! ¡Que arda la machorra con su querida!

-¡Que el diablo se las lleve juntas!

Pero a Carmen del Mar no se la llevó el diablo. Aquí estaba Pedro Maciel para certificarlo. este ciudadano de nuevo cuño que era producto de la ciencia. Que había nacido adulto a la vida social y que ahora se revolcaba convulso, balbuciendo palabras de saliva y alcohol.

-¡Yo soy Pedro Maciel!... ¡BESTIAS! Carmen del Mar no existe, porque la he matado yo. ¡ESTUPIDOS! creyeron haberla quemado y huyó de Tenajo. ¡Carmen del Mar es ahora Pedro Maciel!...

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El tiempo perdido es el que puebla la memoria de los hombres de hoy y existe un afán justo que en ocasiones nos conduce a buscar y nombrar el pasado con el propósito de recrearlo, de hacerlo propicio a los otros.
Sucede que a veces lo que nos antecedió y definió desembarca en el presente y se establece tratando de encontrar habitación definitiva en las palabras.
Tal es el caso de los DESCENDIENTES DEL PADRE BRUNO, que nos lleva a través de la cotidianeidad de una familia, a un momento histórico en el que la injusticia y la desigualdad social se ostentaban como fuerzas invencibles. Se percibe con claridad el profundo contraste que caracterizó todo el período de la dictadura porfirista: ¡Indio maldito! Creías que tu piel blanca te daba derecho a igualarte a tus amos. ¡Hábrase visto semejante osadía!
Hay en el espacio temporal que abarca esta obra, una necesidad de encontrar la justificación de un origen incierto, de manifestar al ser humano en su dimensión exacta sin pretender ocultar sus miserias.
Los personajes con víctimas de su angustia, de las circunstancias y buscan la respuesta a una pregunta que nos e atreven a plantear objetivamente. Se enfrentan en una realidad que les es adversa, hace cita con un destino que ofrece la posibilidad de la muerte como alternativa. “El único bastión de la estirpe de doña Francisca había caído a tierra. Eulalia volvió a casa de sus padres con el recuerdo del ahorcado y la deshonra que le había legado”.
“Una nube se levantó indicando el paso del bolán”. Y la autora nos invita a trasladarnos en él, para seguir recorriendo, entre el polvo de los recuerdos, caminos que nos permitan rescatar el ayer para salvarlo del olvido definitivo.
Beatriz Rodríguez Guillermo

... "Nidia Esther es la única cuentista yucateca. Unica continuadora de los pasos de Ermilo Abreu Gómez. El punto cortado del autor de Canek, rítmico, necesario, como pequeñas sombras al paso bajo un sol que hace llorar a la piedra, nunca corresponde mejor a un clima, a una geografía... Nidia Esther es la cuentista que en al Mayab sostiene la voz nacionalista, dicho esto con toda la inocencia política, pues es nacional lo maya, como lo es lo nahoa, que forman parte de un común pueblo geográfico bajo la misma bandera. La autora de quien hablamos es costumbrista de lo maya, con todos los elementos de la sangre y el lenguaje..."

Raúl Renán González, Excelsior 38-A. Domingo 27 de marzo de 1960.

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1] Diccionario de Escritores Yucatecos. Peniche Barrera Roldán y Gómez Chacón Gaspar. Segunda Edición CEPSA, 2003.
2] “Sunyunché, Los descendientes del padre Bruno”, Rosado Nidia Esther. Primera Edición ICY, 1989.
3] “Huellas en el umbral, Autobiografía” Rosado de Figueredo Nidia Esther. Ediciones de la autora, Taller literario Carlos Moreno Medina, 1996. Mérida, Yucatán, México.
4] "Cuando la Feria acabe", Rosado Nidia Esther. Segunda Edición 1984, Talleres Gráficos de Libros, Revistas y Folletos de Yucatán, S.A. de C.V. Mérida, Yucatán, México.