Bolio Cantarell, Dolores
(1880-1970). Poetisa, novelista y narradora. Nació y falleció en Mérida. Sus primeros estudios los realizó en su ciudad natal; luego pasó a radicar, por largas temporadas en la ciudad de México y la Habana; también hizo viajes a Estados Unidos y Europa. Publicó los siguientes libros: “De mi intimidad”, “Confidencias de poeta”, “A tu oído”, “Hierbas de olor”, “Aroma tropical”, “En silencio”, “Un solo amor”, “Una hoja del pasado”, “La cruz de mayo del maya” y “Wilfredo de Velloso”. Su último libro, de memorias, fue titulado “Mamá grande cuenta que…” publicado en la Ciudad de México en 1944. Su poesía es de intensa calidad lírica, hondamente espiritual, ajena a toda dimensión épica o dramática. Se distingue por su desligamiento de las rutinas del diario acontecer; sólo en sus cuentos y en sus novelas se aproxima a las amarguras de la realidad. Muchos de sus trabajos literarios se publicaron en las páginas de la prensa de la época. Utilizaba los seudónimos Carmen Castillo y Luis Avellaneda. Fue también traductora, crítica de arte y cronista.
En 1891 comenzó a reunir firmas, dedicatorias y recuerdos en un Álbum que concluyó en 1917. En él se encuentran poemas de escritores yucatecos que tuvieron proximidad con ella: Peón Contreras, Mediz Bolio, Rosado Vega y Mimenza Castillo, entre otros. También mantuvo relación con José Santos Chocano, Amado Nervo y Salvador Díaz Mirón. La Dra. Sara Poot Herrera es autora del ensayo “Dolores Bolio: figura literaria de vuelta de siglo”, incluido en la antología crítica “Voces Olvidadas, narradoras mexicanas nacidas en el S. XIX”, editada por el Colegio de México[1].
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Selección de Los vuelos de la rosa: Mujeres en la poesía de Yucatán.
Reyes Ramírez, Rubén. Compañía Editorial de la Península, Mérida, México (2005). P. 81-92.
Cantares y Sentires
Si por añeja costumbre
en mis versos me buscáis,
erradamente pensáis
al par que la muchedumbre;
En dorada servidumbre
moré en florido solar,
y estoy velando en mi hogar
los tizones del honor,
que al bien amado señor
se sirve sin vacilar.
Mi morada siempre abierta
está; podéis penetrar
la verdad de par en par
os deja franca la puerta.
No extrañéis verla desierta
de lisonjero clamor,
que “mi castillo interior”
“más alto que el alta sierra”…
ocupa el sitio en la tierra
de un nido de ruiseñor.
Me apasionan los cantares
sin que de ingenio presuma,
que es bienhechora la pluma
para mitigar pesares.
Brotaron, como en los mares…
Se va forjando la espuma,
si no son perlas preciosas
perlas serán de amargura,
que en esta jornada dura
tristeza inspiran las cosas.
No canto con plectro de oro;
mi decir es una fuente
que llora secretamente
sobre la tierra que adoro.
Con las mareas a coro,
con los rumores del viento,
mi peregrina afición
exhala su pensamiento,
y desde mi pecho siento
que vuela mi corazón.
A la envidia siempre extraña,
duéleme ajeno dolor;
mas veo, que en cada flor
se posa vil alimaña…
En mi condición extraña
no doy puente a la ilusión,
pero es tal mi condición
que huyo de la vanidad,
execro la liviandad
y me entrego a la ambición.
Es la ambición que me inflama
un sacro licor divino,
me embriaga el glorioso vino
que del arte se derrama.
Es mi vivir una llama
que se alimenta de amor…
y aunque el amor es dolor,
tan fuerte es mi ambición loca
que hallo toda lumbre poca,
sintiendo en mí otra mayor!
Soy fuerte para el sentir
soy frágil para llorar;
recia soy para sufrir,
débil soy para luchar.
Por el camino allanar
trabajo en duro troquel,
gustando sorbos de hiel,
mas es bálsamo mi herida,
que en los campos de la vida
donde hay avispas, hay miel.
He concentrado el fervor
de toda mi juventud
por conquistarme quietud
y libertad interior;
Mi esclavo, no mi señor,
es el dinero; sus bienes
nunca endiosé, y si acero
es mi orgullo en los desdenes,
no hace en mi alma el odio rehenes
porque perdonando muero.
Me postro ante la justicia
que no halla en el mundo espejo,
por la gracia y el consejo
de mi conciencia patricia;
Entro en la santa milicia
del triste, sin credenciales;
pero fuerte en ideales,
mirra gotea mi mano,
y ofrendo al dolor humano
mis ternuras maternales.
Si amor es admiración
difícil soy de vencer,
pues no me vence el placer,
ni me rinde la pasión:
Ansiando una perfección,
sedienta mi alma entregué;
su noble cetro de hinojos,
mas en la senda de abrojos
tendió las alas mi fe,
y tengo abiertos los ojos.
Y ¿por qué el humano amor
si es raudal de sufrimiento,
aguija en mi pensamiento
miedo al engaño traidor?
Un celestial Amador
sólo dio la paz del alma:
quisiera hallar en la calma
de mi interior monasterio
que en tan suave refrigerio
besa el céfiro la palma.
Pero es ciencia de vivir
abnegarse por amar,
y darse para llorar
es la dicha del sufrir.
Sé por mi dueño morir
con un gozo enajenado:
toda soy del Dueño Amado,
pues en sus labios respiro
y hasta mi último suspiro
será un beso enamorado.
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La casa vieja
I.
¡Oh vieja casa mía
que antaño fue convento!
Cuando empecé a vivir, aún aromaban
todos los azahares de tu huerto.
A través de tus largos corredores
Parecía cruzar tranquilo el tiempo,
Como en aquella vida sosegada
de oración y de paz, de amor y ensueño,
se deslizó la planta pudorosa
de las plácidas monjas, produciendo
rumor de linos y murmullo de alas
con el roce del velo
todo blanco y azul… ¡En tus tapiales
enmohecidos, quedaron pensamientos
de pura idealidad, y un dulce gozo
que atraía mi espíritu… ¿De lejos
escucharía el son de tus campanas?
¿Me llamaría el eco
musical del reír de tus novicias?
¿Al compás armonioso de tus ruecas
se hilarían mis versos
en un día nublado?...
Yo sé que todos a un hogar electo
venimos; ¡casa mía!
¿Por qué mi corazón buscó tu cielo?
II.
La soledad despierta las potencias
ignotas del recuerdo.
Tu herrumbrosa bisagra giraría
pesadamente: el dueño
emocionado, tu portal acaso
contemplaría trémulo
ante la idea de pisar las losas
de tu místico suelo…
Al penetrar en ti, la ruda frente
acaso inclinaría con respeto
su diestra sobre el pomo de la espada
y su mano siniestra en el chambergo.
Acaso al penetrar, santiguaríase
la dama, y con risueño
semblante cruzaría las estancias
de tus adormecidos aposentos,
para mirar por la ventana abierta
-como quien mira su esperanza, inquieto-
el paisaje interior… Los flamboyanes
tenderían tapiz de grana al suelo;
cadencias rumorosas al espacio
lanzaría el vaivén del cocotero;
la caricia inefable de la brisa
matinal, rizaría los cabellos,
y el verdín silencioso, que unas huellas
ocultaba a los vientos,
tus leyendas de amores inmortales
relataría tímido, en secreto,
a la joven señora de ojos dulces.
Ella suspiraría, como en sueños;
¡En todo está el amor –murmuraría-
¡en todo yo!... sintiendo
el éxtasis de vida misterioso
con que se suele presentir lo eterno.
Acaso en ese instante
de amor universal, en claro tiempo
de sol resplandeciente,
presiento ¡oh, alma mía! casi veo
que te agitaste en mí, por vez primera,
y a ese instante brotó mi sentimiento,
mi gozo alborozado con quien goza,
mi dolor iracundo con el vuestro,
-almas injustamente atormentadas-
mi sed de amor, de santidad y genio!...
Me deshago a tu vista… Ha tantos siglos
¡oh casa colonial!... que te contemplo
en rara intimidad, ¡oh vieja casa,
más cerca si más lejos!
¡Cuán dulce revivir! Despierta el alma.
¿Alma mía no sueño?
III.
Sentir el corazón al ritmo suave
de una hamaca meciéndose a los besos
de labios maternales
y al son de arrullos tiernos.
El frescor de la sábana plegada,
sobre el ligero y ondulante lecho,
sentir que nos envuelve con ternura
todo el rosado cuerpo!
Asistir a la mesa rebosando
de miel y sal de ingenio,
y charlar, imitando los arroyos;
los pájaros y el gato… en torno nuestro;
la sonrisa gozosa que se cruza
con aquella mirada de contento…
De oración matinal en la capilla,
mientras el sol asoma, tender vuelos,
y después, replegar las albas ropas
tocadas de misterios
que bordamos con dedos fugitivos,
al cuchichear travieso,
para la bella Navidad. ¡Qué lágrimas
derramamos sintiendo
que la frágil muñeca se quebraba
cuando logramos conocerla dentro!
¡Comenzar a vivir: ¡llantos y risas
Todo es luz y misterio!
Al confidente de teclado manso,
qué fácil arrancarle sus arpegios,
ora cantando las fugaces dichas,
ora largos lamentos…
La raigambre desnuda de tus árboles
me parecieron dedos
de la nana viejita que me asieran
librándome del perro.
Por doquiera me siguen las miradas
en perdón infinitas sugiriendo
amar y amar. Las plácidas sonrisas
con ironía nunca, y sin secreto,
las voces inefables de clarísimo acento
que me infundieron la profunda ciencia
de buscar mi ventura… ¡muy adentro!
IV.
Si en la estación de lluvia, matorrales
dejaba descuidado el jardinero
fingíanme boscajes misteriosos
propicios a las hadas y a los genios;
más de una vez, rendida por la siesta
tropical, a su sombra, viví sueños;
y al despertarme fieles golondrinas,
tornado a mis aleros,
con melodiosos y risueños píos
un mensaje invisible me trajeron
del celeste Amador, Príncipe santo
que todo lo miraba, desde adentro…
que por mí llegaría, que vendría,
piadoso y justiciero,
Dios sabe cuándo… Acaso
como un rayo fugaz, o como un céfiro
porque él sólo sabía que en mí estaba
oculto… un algo inmenso!
¡Vendría!... ¡sabe Dios! para llevarme
a la patria de amor sin sufrimiento!
Y esperando, vivía intensamente
en la tierra, los astros, los insectos;
bañándome, estrechada por las ondas,
vibradoras de luz, del universo.
La solitaria paz, bajo los árboles,
su fuerza y su misterio,
protegían mi cuerpo delicado
con amorosos brazos, y en secreto
el temblor de las hojas me arrullaba
-suspirillos o versos-
enigmas, que después me producían
inconsciente dolor, y raro anhelo
de noria que en profundo pozo busca
para verter raudales sobre el huerto.
Caudalosa corriente era ese pozo
manando sin cesar, mis pensamientos!
Y alguna vez echada entre la yerba,
con arrobo sentí de cara al cielo
que unos ojos divinos me miraban
y envolvían de azul: el firmamento-
de aquellas injusticias que los niños
lamentan en secreto
mil veces cada día-
me consoló con su mirar sereno.
Los peces de la fuente
bautizaba al nacer de extraño verbo
inagotable, de palabras bellas;
y ramas secas en rosales yertos
vestían a mis ojos
de ausencias y tristezas, el gris velo;
¿y las piedras? Fingían seres graves
sin amores, ni música, ni versos…
V.
En agua de la fuente un día triste,
al mirarme, viví un instante negro!...
Sentí que yo sería
flor solitaria sin esencia, y luego…
corrí al salón Luis XV
a ensayar un sombrero…
Sola pasé mi infancia
soñadora, nutriéndome con cuentos;
mas la voz peregrina
de mi interior discreto
me sugirió: decir verdad es fácil;
belleza, lo que en todas partes veo…
Y, pensaba, pensaba seriamente
-del verano al invierno-
los fantasmas no existen:
¡tampoco magos buenos!
y lástima que fuera el diablo horrible
capaz de sumergirme hasta el infierno!...
¡No! mi Ángel Guardián oculto,
verás cómo te quiero;
yo rezo porque te amo,
que no me arredran llamas en lo eterno!
Sólo temblaba entre mis pesadillas,
temblaba en ellas, viendo
a mi padre reñirme sin cariño
adusto el noble ceño…
mas luego yo gritaba…
y oí, cual de lejos,
un “Pobre hijita mía” (¡Caro padre!)
que pronto me volvía calma al pecho.
La lluvia torrencial y cristalina
Inquietud me inspiraba, de misterio:
nada ignorar quería mi entusiasta
y curioso infantil entendimiento,
atormentando a la familia toda
con mis “por qués” eternos.
VI.
¿Luciérnagas o espíritus
eran los vagos fuegos
que, fundidos velozmente, brillaron
perdiéndose, al dejar sin luz mi cielo?
¡Niñez apasionada
me imprimiste tus lágrimas y juegos!
Dentro la vieja casa y sobre ruinas
mi espíritu es como águila: ¡recuerdo,
de gigantescas alas!
Rememoro los celos
en serenidad, con fuerza ahogados,
como se agosta el orgulloso abeto
estrechado por vid, que el sol adora.
La paleta del genio
hallé en el césped de persianas verdes,
inundadas de gotas de los cielos
las azules mañanas del verano;
allí, copié con agua, mi quimérico
país de platanales y palmeras;
la suave grama, y el alado verso
trinador de canarios en sus jaulas,
y el melódico son del barquillero…
¡Armonía de notas y colores
Modelasteis, vosotros, mi cerebro!
A ti, vieja casa,
desde el rincón del patio hasta el desierto
vestíbulo de flores inmortales,
te regaría con afán eterno
claustro de mis amores,
altar donde elevé mis pensamientos
en horas consagradas
con lágrimas y besos!
Cruzo ligera ante el zaguán vetusto,
Anudada la voz, los ojos secos,
Por no gritar ansiosa ante tus rejas:
Quiero volver a ti ¡Dame mis muertos!
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HACIA EL INFINITO
El dice: Estoy sediento
de la inmensa dulzura de tus ojos,
del primoroso imán de tu sonrisa,
de tu encanto gracioso
como un amanecer, todo esperanza.
Sediento estoy del público sonrojo
Con que una vida nueva me saluda
Brotando de tu rostro.
Sediento estoy, ¡sediento!
No contemplo tu faz, ni a ti te toco
y te siento tan íntima y tan cerca
que me envuelve tu aura y que tus rojos
y frescos labios llegan a besarme
noches enteras de abrasado insomnio.
Suspiro suave, suave,
tal que resonasen en el oído
de mi corazón esos suspiros
tan tenues… y tan hondos,
y mis manos se alzan y te buscan
y no te hallan, y en sudor se hunde mi rostro
y en la sombra se ciegan doloridos
mi árido espíritu y mis yertos ojos;
y entonces, en mi aliento fugitivo
como candente soplo
no hay beso de amor. Es una llama
de mi ser encendido… ¡Estoy solo!
(A tu oído, 1917).
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Crítica Literaria
Sus viajes contribuyeron a una perspectiva más amplia de sus cosas, lo mismo que el conocimiento de otras lenguas –sobre todo el inglés y el francés-, así como la amplia y sólida formación artística y humanista que tuvo en forma particular durante su infancia y que ella amplió con sus inquietudes. Educada a la manera decimonónica, propia de las hijas de las familias ricas de ese siglo en Yucatán, fue también independiente e interrogante ante el mundo, lo que la hizo ser distinta a la mayoría de las mujeres de su clase social y de su época. Parte muy importante de su conocimiento y aprecio por la cultura universal corresponde a la cultura yucateca, básicamente maya, desde su pasado glorioso hasta las costumbres, creencias, leyendas y el idioma de este pueblo que Dolores conoció y valoró en su vida cotidiana y en su creación.
Dra. Sara Poot Herrera
Diario de Yucatán, 1 de junio 1993.
[1] Diccionario de escritores de Yucatán. Peniche Barrera, Roldán y Gaspar Gómez Chacón. Compañía Editorial de la Península, México. 2003. P. 39